lunes, 25 de mayo de 2015

San Aldelmo

Aldelmo es el perfecto anglosajón, ganado por el genio civilizador de Roma. A él consagrará todos sus esfuerzos, sin perder la fogosidad de su sangre bárbara, ni el amor de su país, ni el culto de las tradiciones nacionales. Es un vastago de la casa real de Wessex, que no tardará en reunir bajo su dominio a todos los reinos de la Heptarquía; pero más que la lanza y el corcel guerrero, le atraen el arpa de los bardos, la musa de los poetas y la enseñanza de los sabios. Desde su juventud aprende a componer himnos en lengua vulgar, y a la manera de los rapsodas ambulantes, los canta a la entrada de los puentes, en las encrucijadas de los caminos o a la puerta de las iglesias.

Sabe que un anacoreta acaba de abrir una escuela en su soledad, e inmediatamente deja el palacio para ir en su busca. Es probable que, en el siglo XX, un maestro que se pusiese a enseñar en un bosque se moriría de hambre; pero aquellos anglosajones tenían tal sed de saber, que la especulación del solitario tuvo un éxito completo. Los discípulos acudieron en gran número, empezaron a imitar la vida del maestro, y así nació la abadía famosa de Malmesbury. Aldelmo viste también el hábito monástico; pero oye decir que unos maestros extranjeros se están haciendo ilustres por su enseñanza en la catedral de Cantorbery, y, peregrino de la ciencia, se presenta en sus aulas. Allí aprende la métrica, la astronomía, la aritmética y la Sagrada Escritura, llegando a hablar el latín y el griego como su lengua materna y a leer los libros santos en el texto original. Pronto iguala a sus maestros por la extensión y variedad de sus conocimientos, y su fama se extiende por toda Inglaterra. Músico excelente, toca todos los instrumentos entonces usados; conoce el derecho romano, y diserta acerca de toda clase de cuestiones lingüísticas y teológicas.

Un día sus antiguos condiscípulos de Malmesbury le nombran abad; y su monasterio se convierte en una academia religiosa. Le hacen obispo de Sherburn, pero continúa llevando el hábito monacal y enseñando en la abadía. Sus discípulos se niegan obstinadamente a darle un sucesor. «Mientras vivas—le dicen—no nos mandará nadie más que tú.» Ahora el maestro se convierte en apóstol. Recorre su diócesis predicando y arrancando los últimos restos del paganismo, y acaba de conquistar el Wessex a Cristo. El nombre de Wodan, el Júpiter anglosajón, que, según la genealogía oficial, era el padre de su estirpe, desaparece, por sus esfuerzos, de la memoria de sus compatriotas, embelesados por la sinceridad de su elocuencia y el ingenio de su poesía. Como no siempre es fácil encontrarlos en las iglesias, Aldelmo les busca en las ferias y en los mercados públicos, se mezcla a los grupos de compradores y vendedores y consigue convencerlos con la suavidad de su palabra.

Al mismo tiempo logra reducir a la mayoría de los bretones, reacios siempre a los usos litúrgicos de Roma y a todo contacto con los invasores germánicos. Una asamblea nacional le encomendó a él esta difícil tarea, en que habían fracasado todos los esfuerzos de San Wilfrido, el apóstol infatigable de la adhesión a Roma. El odio de los antiguos habitantes del país contra los actuales dominadores se manifestaba en toda la vida social. Se negaban a rezar con ellos en la misma iglesia, a sentarse a la misma mesa, a darles el saludo y el beso de la paz. La vajilla, el vaso, cualquier objeto de que se había servido un sajón, debía ser frotado con arena o purificado al fuego antes de que pudiesen utilizarles los bretones. A esta aversión enconada opuso el abad de Malmesbury el atractivo de la mansedumbre y de la caridad, único lazo que podía traer la fusión entre los dos pueblos: «En vista de nuestra futura y común patria del Cielo—escribía a uno de los reyezuelos bretones—, te ruego de rodillas que no perseveres en ese arrogante desprecio a las tradiciones de la Iglesia romana. Cualquiear que sea la perfección de las buenas obras, son inútiles fuera de la unidad católica, lo mismo a los cenobitas que siguen fielmente su regla, que a los anacoretas ocultos en los desiertos más salvajes.»

En medio de esta actividad apostólica, Aldelmo no olvidaba su monasterio, ni su escuela, ni su enseñanza, ni su poesía. En su existencia monástica se encuentran todas aquellas penitencias prodigiosas de los santos escoceses, sin que le falte el permanecer sumergido durante las noches en el agua helada mientras rezaba un salterio. Iba tan pobremente vestido, que no era posible reconocer su dignidad. Un día, habiendo sabido que acababa de llegar a Douvres un navío francés, fue en su busca, esperando que entre las mercancías encontraría un libro raro para su biblioteca. Vio, efectivamente, una Biblia espléndidamente iluminada, cuyo precio preguntó a los vendedores. Éstos, al ver su aspecto de mendigo, le rechazaron despectivamente, riéndose de él. Al poco tiempo estalló una furiosa tempestad que puso en riesgo el navio anclado. Vióse entonces al monje anglosajón subir a una barca y hacer esfuerzos heroicos para salvar el equipaje, logrando que no pereciese ninguno de los marineros. Confusos éstos, le regalaron la Biblia codiciada, que él llevó como un trofeo a su abadía.

En Malmesbury su llegada tenía siempre todo el aparato: de un triunfo. Los religiosos salían a recibirle en larga procesión, cantando y agitando incensarios; las gentes del pueblo ejecutaban en su honor una especie de danza ritmada, y los estudiantes le aplaudían y vitoreaban. La parte que nos queda de la correspondencia de Aldelmo es una prueba elocuente del espíritu paternal, del carino respetuoso que reinaba en aquella escuela monástica. Allí descubrimos también el corazón afectuoso de Aldelmo, muy superior a su espíritu; un hombre lleno de una bondad y una ternura que valen más que toda su retórica y su erudición grecolatina, un alma a quien ni la popularidad ni la afluencia de discípulos, venidos de las islas y del continente, jamás logran envanecer o interesar. En una carta se dirige lloroso a sus monjes, porque no puede ir a pasar con ellos las alegrías de la Navidad; en otra, pone en guardia a un estudiante contra su excesiva admiración por la mitología pagana, contra los incestos de la impura Proserpina o las aventuras de la petulante Hermione. «Todo esto—le dice—ha desaparecido delante de la Cruz, victoriosa de la muerte.» Lo cual no le impide a él citar a Virgilio y Lucano, a Perseo y Terencio, a Horacio y Juvenal.

A otro discípulo le escribe: «No te dejes, hijo mío, dominar por los placeres de este mundo. Evita los excesos de la bebida, las comidas interminables y las largas cabalgatas. Consagra el tiempo en la oración y el estudio, y aprende las letras seculares, para mejor entender los textos sagrados.»

Los muchachos, por su parte, le dedican pomposos elogios, le piden libros prestados, le ruegan que les mande sus panegíricos latinos, o le envían sus primeros ensayos literarios. Un hijo de un rey de Escocia le encarga que corrija sus versos para quitar de ellos la herrumbre escótica. Otro personaje distinguido le pregunta si puede ser admitido en su escuela. Para todos tiene Aldelmo una palabra bondadosa y una generosa acogida. Interrumpiendo sus cuidados pastorales. escribe un arte métrica para guiar a sus discípulos, y se la dedica al rey de Nortumbria, recordándole los tiempos en que los dos estudiaban juntos bajo la férula de un mismo maestro, y conjurándole a leer desde el principio hasta el fin el voluminoso tratado, porque sería para él un gran dolor que después de haber amasado el pan, su antiguo condiscípulo rehusase comerlo. Él mismo da el ejemplo componiendo un poema sobre la virginidad, atestado de reminiscencias virgilianas y afeado por un preciosismo demasiado ingenioso. No vale mucho por su inspiración, pero el poeta tenía derecho a repetir lo de Virgilio: «Yo antes que nadie introduje las musas aonías en mi tierra.» Recoger la herencia literaria de la antigüedad era para él servir al cristianismo. «La vida eterna—decía—es lo que importa; lo demás es sueño, humo, espuma.» En otra parie nos deja esta bella sentencia: «Cuando leo, es Dios quien me habla; cuando rezo, soy yo quien habla a Dios.»

Palabras como éstas nos hacen penetrar en el santuario de aquel gran corazón, un corazón muy superior al espíritu. Se descubre en él una ternura y una bondad que nos conmueven y nos cautivan mucho más, en este representante de una raza bárbara, que toda su retórica y toda su erudición grecolatina. Pero espíritu y corazón habían sido moldeados por la influencia de la Iglesia y transformados por la levadura del Evangelio. Eran el espíritu y el corazón de un santo, de un hombre que jamás dio la menor importancia a la popularidad, que no se inquieró ni se envaneció por la afluencia de discípulos y de admiradores, que le llegaban, no sólo de las islas, sino también de la Galia y de España; que, en su decisión de sofocar las rebsiiones de la carne; se sumergía diariamente en un estanque de agua helada, mientras rezaba el salterio. Sin duda, practicó el consejo que daba a uno de sus amigos: «Que el sonido de la trompeta del Juicio repercuta siempre en tus oídos, para que no te olvides nunca del libro de la Ley.»

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