domingo, 24 de mayo de 2015

Homilía


La primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, nos recuerda la teofanía del Éxodo, preludio del don de la Ley, que el judaísmo celebraba el día de Pentecostés.

El Espíritu Santo viene a confirmar las promesas y a llevarlas a plenitud.

La forma de presentarse como viento impetuoso y bajo el aspecto de lenguas de fuego, que se posan sobre la cabeza de los Apóstoles, nos indica la fuerza del don de Dios en nuestra vida e infunde calor en los corazones.

Leamos y meditemos con atención la bellísima secuencia de hoy, con la que antiguamente se iniciaban los cursos académicos en seminarios y universidades y seminarios católicos: “Veni Creator Spiritus”.

En Pentecostés comienza una obra evangelizadoras de ilimitadas dimensiones bajo el primero de los carismas: la Palabra, destinado a la alabanza del Padre y a la propagación de la fe.

Otro de los carismas, fruto de la acción del Espíritu, es la unidad dentro de la diversidad.

Todos, aunque hablen distintas lenguas, entienden el mensaje en la propia.

El prefacio evoca el episodio de la Torre de Babel y la dispersión de los hombres por culpa de las desavenencias y egoísmos, para comprender mejor la irrupción del Espíritu a cuantos se abren a sus dones.

El Espíritu es un incansable operador de unidad. Él es el que configura la Iglesia como un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo (I Corintios 12, 12-13).

Esta unidad se encuentra en el origen de la vida cristiana y no debemos perderla nunca de vista en el desarrollo de los carismas personales que, según San Pablo “pasarán” excepto uno: la caridad.

La Iglesia nace en Pentecostés bajo la acción del Espíritu y al servicio de los hombres para guiarlos a Dios.

Los discípulos comprendieron entonces que debían cambiar y construir el mundo, salir de su encierro de miedo e incertidumbre y lanzarse a su conquista, con la más valiosa de todas las “armas”, la fuerza de Jesús.

Hoy la Iglesia se mueve en un mundo de luces y sombras, de graves desequilibrios y profundas discrepancias ideológicas y morales, que condicionan nuestra libertad y nos impiden, a menudo, manifestarnos tal cual somos.

No es fácil para un cristiano ser testigo en una sociedad hostil y ser objeto continuo de los tópicos con los que se pretende descalificar a la Iglesia y su labor hacia los hombres bajo el pretexto de la existencia de sacerdotes poco ejemplares; de los buenos, que son inmensa mayoría, no se dice nada.

En este aspecto es muy importante la labor realizada por los seglares a través de los medios de comunicación social y del testimonio de su vida.

Los seglares están llamados a ser fermento nuevo de una sociedad nueva abierta a la sabiduría, a la bondad, al amor, al temor de Dios… y fortalecida por el Espíritu, que nunca falla.

De esta manera, cuando el verdadero protagonista de la Iglesia sea el pueblo de Dios, su imagen será más auténtica y visible.

“Érase una vez una región muy fría habitada por hombres pobres y sin apenas medios para defenderse contra una temperatura que los mataba.

Un viajero que era muy sensible al dolor, pasó por la región y se apenó mucho. Luego de pensar, creyó posible una salida. Aquellos hombres podrían reunirse a la noche, cuando el frío se hace más crudo, y abrigarse todos junto al fogón. Él mismo llevó la leña para el fogón. Explicó su proyecto a la gente.

Como no podía llegar él mismo al lugar donde se haría el fuego salvador, entregó a cada persona un pedazo de leña. Dejó las instrucciones necesarias y se fue con la promesa de regresar cada día con una carga de leña, para el fogón de cada noche.

Esa noche, los habitantes se pusieron en marcha hacia el lugar indicado. Llegaron, formaron un gran círculo y se miraron silenciosos los unos con los otros. Cada uno abrazaba entre sus ropas un pedazo de leña, como si fuera su propia salvación. Nadie se movió de su lugar…

Hacía mucho frío. Todos comenzaron a temblar. Uno dijo: “¿Dónde está el fogón?”. El otro respondió: “Yo no veo nada, nos engañaron”. Surgió un murmullo de rabia y protesta. Después fueron gritos, discusiones e insultos, y comenzaron a marcharse a sus casas. Cada uno llevaba en sus manos un pedazo de leña. Muchos murieron de frío.

Y llegó nuevamente el viajero con su carga de leña. Los habitantes se acercaban a él y lo miraban con ojos llenos de rabia

Él les dijo:

“Idiotas, ustedes son responsables de los que murieron de frío.
¿No les di acaso la leña necesaria para que todos se abrigaran junto al fuego?
Pero ustedes son tan ruines y mezquinos, que cada uno guardó su pedazo de leña.
¿No se dan cuenta que la gran hoguera sólo se hará si todos entregan su leña?…”
El caminante terminó enardecido el relato de esta parábola y agregó:

“Nadie de ustedes morirá de frío por falta de leña, ni nadie morirá de hambre por falta de pan. Pero se están muriendo por falta de amor y solidaridad”.

Aprendan a salvarse juntos, si no quieren morirse solos”.


Si “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (I Corintios 12). si nos dejamos guiar por sus inspiraciones, si sabemos mirar las necesidades de los otros por encima de las nuestras y nos entregamos a ellos con amor, nuestra vida cambiará y surgirá un nuevo Pentecostés.

Pidamos al Espíritu que “no deje de realizar hoy en el corazón de los fieles aquellas mismas maravillas que obró en los comienzos de la predicación apostólica,... para que nos lleve al conocimiento pleno de la verdad revelada” (liturgia del día).

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