jueves, 16 de abril de 2015

SANTO TORIBIO DE ASTORGA – OBISPO

Es Santo Toribio el celador grave y activo de la verdad. Su figura se nos presenta velada en la lejanía, entre el fragor de los combates y el humo de los incendios. Epoca triste y sombría aquella en que vivió; días ennegrecidos por espectáculos engendrados de pesimismo. El Imperio romano agoniza, las antiguas instituciones se hunden, los bárbaros recorren la península ibérica luchando unos con otros y destruyendo lo grande y lo bello que Roma había creado. Toribio, sin embargo, sigue creyendo en la verdad y esperando en el porvenir. Valeroso y optimista, piensa en el edificio de la sociedad nueva y aspira a la gloria de los reconstructores. Hacia el año 440 se encuentra al frente de la diócesis de Astorga. Ha visitado muchos países, ha recogido ciencia y experiencia y se ha inflamado de fervor religioso ante los grandes santuarios del mundo católico. La tradición le representa caminando hacia el Asia, visitando los Santos Lugares y enriqueciendo a su tierra con un trozo importante del santo madero de la Cruz. Él sólo nos dice una cosa: que había viajado mucho.

Sus conciudadanos encadenaron con la mitra su alma inquieta, y del peregrino hicieron un luchador. La tierra de los astures y los gallegos acababa de ser conquistada por los suevos, juguetes de la aventura en religión y esclavos del capricho en política. Entre los horrores de la invasión crecen las malas hierbas de la herejía. Cincuenta años antes había revolucionado aquella tierra un hombre de apariencias austeras, de vasta cultura y de palabra fogosa que arrastraba a las muchedumbres. Fue Prisciliano, heresíarca atrevido, que construyó su sistema filosófico-religioso con fragmentos de todas las herejías heterodoxas que le habían precedido. Una orden imperial hizo rodar su cabeza, pero sus discípulos le veneraron como mártir y conservaron tenazmente su doctrina. Fueron inútiles los Concilios y anatemas. En las montañas del Bierzo encontró todavía Toribio uno de los focos de la secta. Él fue, acaso, el primero que llegó a desenmarañar la urdimbre complicada de su doctrina y a hacer la exposición metódica de sus dogmas. El sistema unitario de Sabelio se juntaba a la teoría de los principios adversos: el docetismo cristológico de Marción se daba la mano con el panteísmo de los estoicos, que consideraban el alma como una porción de la sustancia divina. A todo esto se juntaba un fatalismo inexorablemente trazado por el curso de los astros; el desprecio del cuerpo, como hijo del Caos y de las Tinieblas; el odio al matrimonio y a la procreación; la inclinación morbosa a la lectura de los libros apócrifos, plagados de errores y autorizados por los nombres de los discípulos de Jesús.

Tales son las doctrinas a cuyo aniquilamiento se consagró Santo Toribio en una campaña docta y porfiada. Discutió con los herejes, desenmascaró su fingida austeridad, iluminó a los incautos que habían sido engañados por los falsos doctores y recorrió la tierra quemando libros heréticos y documentos que los sectarios esparcían como inspirados por Dios. Eco de aquella actividad, queda todavía una carta suya, dirigida a dos obispos de la región, ridiculizando las escrituras que se leían en los conventículos priscilianistas. Hase perdido otra que escribió a San León el Grande para avisarle del peligro y pedirle una refutación autorizada. Tenemos la respuesta del Pontífice, fechada en 447, sumamente interesante para comprender aquel movimiento de tendencias racionalistas y místicas a la vez que inquietó los espíritus de aquella España de los últimos días del Imperio.

Uno de los problemas que preocupaban a los discípulos de Prisciliano era el de la desigualdad de condiciones y las injusticias aparentes de este mundo. Para resolverlas, acudían a un sistema curioso e ingenioso. Las almas de los hombres, decían, se mancharon con el pecado antes de ser encadenadas a los cuerpos. Su destierro del paraíso y su venida a este mundo es un castigo de su prevaricación; y sus diferentes condiciones están en relación con la gravedad de sus faltas.

A esta explicación opone San León la doctrina admirable de la igualdad evangélica: «La gracia de Dios nivela todas las desigualdades, pues los que a través de las pruebas de esta vida permanecen fieles, no pueden ser desgraciados; por esto, la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, no da importancia a las desigualdades del mundo, pues ni busca ni toma en consideración los bienes de la tierra.»

Estas elevadas ideas repercutieron en las regiones de España por boca del obispo de Astorga. Su celo, su saber y su elocuencia debilitaron las fuerzas de la herejía. Otros polemistas continuaron su obra, pero a él le cabe el honor de haber descargado el golpe mortal.

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