domingo, 5 de abril de 2015

Homilía


Hoy vemos a Pedro asumir la responsabilidad de anunciar al pueblo la resurrección y el mesianismo de Jesús a los judíos de Jerusalén.

Para ello rememora los acontecimientos vividos junto al Maestro en Galilea, donde comenzó “la cosa”, es decir: la proclamación del evangelio.

Pedro, que traicionó a Jesús en el pretorio la víspera de su muerte por cobardía, se presenta ahora para proclamar que Jesús es:

“el Ungido de Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10, 38).

No tiene miedo a la cárcel, a los insultos y a la muerte.

Sus lágrimas de arrepentimiento purificaron su mirada y el perdón de Jesús lo rehabilitó para ser un hombre nuevo. Los creyentes conocemos a través de la fe que Dios escribe recto con líneas torcidas.

Sabemos que quien se ha hundido en las profundidades de la degradación y la desesperanza y ha sido tocado por la Gracia, como Pedro, puede ya ser testigo de la presencia salvadora de Jesús.

La vida y la muerte, el bien y el mal, la luz y las tinieblas son terminologías bíblicas para definir la presencia o ausencia de Dios en la vida del hombre.

Podemos pensar que Dios está ausente cuando la noche del pecado nos envuelve en sus sombras; y no es así. Precisamente en ese momento, aunque no lo sintamos, sigue estando en lo más hondo de nuestro ser, como una Perla por descubrir.

Cada uno llevamos dentro ese diamante. Falta que lo descubramos. Será imposible huyendo de nosotros mismos.

Hemos de parar, abstraernos de todo lo que nos rodea, mirar nuestra desnudez y escuchar la voz de nuestra conciencia. Es fácil entonces descubrir la alegría, la esperanza, la ilusión y esa perla que nos impulsa a dar más importancia a la relación con Dios y a la comunión con los hermanos, que a la posesión de bienes materiales.

Thomas Merton, monje trapense fallecido en 1968, decía que “Cuando Dios toma posesión de nosotros y, en cierto sentido, desde el momento en que lo buscamos, Él ya nos ha encontrado…y todo lo bendecido por Su voluntad se vuelve espiritual, incluso cuando sea algo material”.

Todos hemos asistido alguna vez a un funeral de un familiar o un amigo. ¡Con qué respeto, cariño y cercanía tratamos a los que sufren la pérdida de un ser querido!

Basta tocar la fibra sensible del corazón humano, para darnos cuenta que nadie pierde definitivamente la capacidad de amar y de generar ternura a su alrededor.

El papa Francisco lo recuerda en la “Evangelii gaudium” y nos invita a ser amables, tiernos y alegres, porque no se concibe un cristiano abatido y triste.

Todo el evangelio es proclamación gozosa del amor misericordioso de Dios, no un velatorio de lloros y lamentos.

Está claro que si nuestra esperanza está puesta en los bienes caducos,

¿Cómo afrontaremos las contrariedades de la vida sin caer en la desesperanza y en la depresión?

San Pablo nos da la respuesta: “Buscad los bienes de arriba” (Colosenses 3,1)

Y nos explica la razón: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (I Colosenses 3, 4).

El Bautismo, que un día recibimos, representa simbólicamente nuestra unión vital con Cristo, con el que hemos sido sepultados y hemos tenido una resurrección espiritual después de experimentar el fracaso, arrepentirnos y volver nuestro rostro hacia Él.

No se concibe la vida cristiana sin esta perspectiva.

Es fácil perder el rumbo por compromisos inmediatos. Vivimos, por desgracia, muy acelerados, debido a la diligencia de lo material, que nos absorbe de tal manera que nos olvidamos de los bienes espirituales o, simplemente, los dejamos de lado, porque no los consideramos prioritarios.

Si lo son, en cambio, para María Magdalena, que muy de mañana, acude al sepulcro para contemplar el rostro de Jesús, su Amado, a quien había sido fiel desde su conversión.

Quiere acompañarle también ahora junto al sepulcro, pero lo encuentra abierto y vacío. Su alma se llena de inquietud y zozobra, pues piensa que se han llevado el cadáver.

Por eso acude a Pedro y a Juan en demanda de ayuda.

La esperanza no ha muerto del todo en María Magdalena, ni tampoco en los dos Apóstoles, que acuden corriendo al sepulcro a comprobar lo afirmado por María Magdalena.

Algo les dice en su fueron interno que quien se había proclamado el Camino, la Verdad y la Vida no podía morir.

Escribe J.A. Pagola:

“La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombre ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los hombres la destruimos”.

La visión del sepulcro vacío es para ambos Apóstoles una muestra clara de la resurrección de Jesús y de entendimiento de las Escrituras. Creyeron.

Desde entonces, el “día del sol” pasó a ser para los seguidores de Jesús “el día del Señor”.

La lucha entre la vida y la muerte es un drama muy antiguo en la humanidad, del que se hace eco la secuencia de hoy:

“Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la vida, triunfante se levanta”.

También ahora siguen luchando la fe y la increencia, el amor y el odio, la esperanza y la desesperación, la violencia y el perdón.

¿En que bando nos colocamos?

Creer en la resurrección nos impulsa a defender la vida allí donde es agredida, tanto por las ideologías destructivas, muy en boga en la actualidad, como por los hechos consumados (aborto).

No olvidemos que la fe cristiana se fundamenta en la resurrección, en el sí a la vida, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, y porque, desde esta perspectiva, creemos y sentimos que la fe, la esperanza, el amor y el perdón vencerán sobre las fuerzas del mal.

Ofrecemos, como signo de lo que puede hacer la gracia de Dios en la persona que se convierte y se abandona a sus manos, un breve resumen de la vida de Charles de Foucault.

Charles de Foucauld nace en Estrasburgo (Francia) el 15-0-1858 en el seno de una familia noble y adinerada.

Queda huérfano a los 6 años. Se encarga su abuelo de darle una buena educación religiosa y cultural, pero, a pesar de haber recibido la primera comunión, se aleja de la fe y se dedica a las vanidades del mundo. A los 18 años es una joven egoísta y libertino.

A poco de cumplir los 18 años, muere su abuelo y hereda una gran fortuna, que le ayuda a vivir disipadamente y a engordar.

Se alista en el ejército francés, pero es expulsado por mala conducta.

Se incorpora de nuevo para volverlo a dejar definitivamente.

En 1882 se instala en Árgel, donde conoce las costumbres musulmanas, recibe injurias y amenazas de muerte, pero no se arredra.

Cruza la frontera y recorre 3.000 Kms por la geografía de Marruecos durante tres años.

Regresa descalzo, sucio, andrajoso. Publica en un periódico de Paris sus experiencias y recibe muchos elogios, pero su alma está inquieta.

En 1886, con 28 años, entra en una iglesia y reza reiteradamente esta oración:

“¡Dios mío, si existe haz que te conozca”.

Peregrina entonces a Tierra Santa. Vuelve como un hijo pródigo para entrar en la Trapa en 1890.

La vida monástica no es suficiente para él: “Somos pobres- dice- para los ricos, pero no lo somos como fue nuestro señor, como yo lo fui en Marruecos, ni como lo fue San Francisco de Asís”.

Por eso sale de la Trapa para instalarse por un tiempo en Nazaret antes de ser ordenado sacerdote en Francia.

Durante 4 años vive en Beni-Abbés (Argelia) retirado para el mundo, pero muy unido al Señor, con el que pasa muchas horas ante el sagrario.

Descubre aquí el terrible drama de la esclavitud.

Los últimos años de su vida (1904-1916) los pasó en Tanmanrasset (desierto de Argelia) llevando una profunda vida de oración en comunión íntima con Dios y con sus amigos, los tuaregs.

La Guerra Mundial sacude también el desierto.

Es asesinado el 1 de Diciembre de 1916, a la edad de 58 años, por un disparo de fusil en medio de una revuelta anti-francesa de los bereberes de Hoggar.

Muere víctima de los que decían que su bondad producía sentimientos amistosos hacia los franceses.

La Iglesia reconoce sus virtudes heroicas y el 13 de Noviembre de 2005 es beatificado en la Basílica de San Pedro del Vaticano.

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