miércoles, 15 de abril de 2015

BEATO DAMIÁN DE MOLOKAI

Los fieles cristianos, y casi todo el mundo, le han conocido durante muchos años como «el Padre Damián», «Apóstol de los leprosos», «Mártir de la Caridad». Hoy en la Iglesia ha recibido un nombre que los asume todos, Beato Damián de Molokai, desde el 4 de junio de 199`5, festividad de Pentecostés. En esta fiesta, que puso en pie a la Iglesia para cumplir el mandato de Jesús: Id por el mundo entero pregonando la buena noticia a toda la humanidad» (Mc 16, 15), el papa Juan Pablo II beatificó a este singular misionero en Bruselas, la capital de su país, en la explanada frente a la basílica del Sagrado Corazón, de Koeckelberg. La basílica ya se adornaba con una hermosa vidriera dedicada al «padre Damián», escenas de su vida orlando la de Bienaventurados los pobres. Distribuida por la explanada en media luna, se encontraba en primera fila la madre Teresa de Calcuta. Ella había escrito por dos veces al papa pidiéndole la beatificación del padre Damián: «Santo Padre, nuestros enfermos de lepra y todos los del mundo entero os piden un favor, un santo, un mártir del mayor amor y para nosotros los religiosos un hermano de la mayor obediencia...».

UNA FAMILIA NUMEROSA

Se llamaba José De Veuster, desde que el 3 de enero de 1840, en el Brabante flamenco, la granja de Ninde, caserío del pueblo de Trémelo, naciera de mañana entre nieves y fuera bautizado por la tarde en la parroquia de Trémelo. Entre ocho hermanos, al morir la pequeña prematuramente, se quedó como benjamín y se convirtió en la niña de los ojos de su madre y más tarde en la admiración de su padre. Mi Jef era el más bueno de todos», decía la madre. Terminada la escuela primaria a los doce años, ya valía para la granja. Sólido y con una fuerza poco común, «además de eso, hábil e inteligente como cuatro», decía su padre. Ellos perfilan la imagen de su José.

En el ambiente cristiano del hogar campesino, van brotando en su corazón las primeras y profundas verdades y costumbres religiosas, que se mantendrán firmes y aflorarán hasta el fin de su vida. En verdad fue un niño y un joven feliz. Con qué nostalgia lo recordaba más tarde a su hermano, desde su primer puesto de misión de Puna, en la isla grande de Hawai: .Cómo podría expresarte el afecto de mi corazón por ti? ¿Dónde están los tiempos felices en que vivíamos bajo la tutela de nuestros padres y nuestros superiores? Aquellos años en que íbamos a la escuela de Wechter y a la Universidad de Lovaina. Ya pasó el tiempo feliz de la infancia y de la juventud» (1866). En Lovaina, a quince kilómetros de su granja, la Congregación de los Sagrados Corazones, fundada en 1800 en Poitiers (Francia), abrió un «Seminario de Misiones» en 1840. De allí fue saliendo un buen número de nuevos religiosos hacia el Pacífico, donde la congregación tenía sus avanzadillas desde 1827, entre ellas las islas Hawai, entonces Sandwich. Allí comienza la primera gran etapa de su vida religiosa-misionera (1859-1873) y da paso a su estancia en Molokai (1873-1889), la «isla maldita».

VOCACIÓN RELIGIOSA

La vida de Damián fue rápida, además de corta, desarrollada como una carrera de obstáculos. Con dieciocho años, estudiando en la región francófona de Walonia, para el mes de diciembre ya había tomado la resolución de entrar en la vida religiosa. Su hermano Augusto le orienta hacia su congregación, en la que ya era novicio. Le admiten como novicio el 2 de febrero de 1859, pero no para ser sacerdote, debido a su deficiente formación académica. Su hermano le conoce bien y comienza a enseñarle los latines. El superior juzga y accede a que sea «escolástico~ orientado hacia el sacerdocio. Volvió a suceder con su nominación como misionero para las islas Sandwich. Ya había sido nombrado para esta expedición su hermano. Además, sólo había estudiado dos de los cuatro cursos de teología. Pero su hermano se contagia del tifus y la partida es inminente. Se atreve a pedir el relevo a París y el superior general se lo concede. Tiene 23 años y el mundo soñado por delante.

En un viaje de cinco meses sin escalas, llegó a Honolulú el día de San José, su santo patrón. Había cumplido 24 años sobre el mar. Su primer destino fue la isla grande de Hawai, en el extremo Este del archipiélago, en el distrito de Puna, donde le advierte su obispo: Piense que hace ya ocho años que no han visto a un sacerdote-. Tierra de lavas y maremotos, junto al temible y activo volcán, el Kilahuea. Al cabo de un año su compañero de viaje, más hábil, le propone cambiar el distrito por el suyo mucho mayor de Kohala-Amakua, en el Noreste. Allí se brega como misionero durante ocho años (1865-1873). A quien le pregunta dónde vive, le señala la silla de su caballo: «Ésta es mi casa. Catequesis, nuevas capillas de madera y caminatas interminables. Aprende sobre todo a amar a sus cristianos tales como son, ayudándoles a superar su indolencia e inconstancia. Por variados caminos, él mismo llega a convertirse en un hawaiano más, una clave para poder entender su vida.

En aquellos días (1865), para frenar la propagación de la lepra, el gobierno hawaiano decide deportar a la isla de Molokai a todos los contagiados. Su desdichada suerte preocupaba a toda la misión católica. Un par de veces al año, Navidad y Pascua, aparecían un par de sacerdotes. El obispo Maigret convoca en la isla de Maui a los misioneros. Habla a sus sacerdotes, pero no obliga a nadie a una muerte segura. Los cuatro más jóvenes se ofrecen a cubrir el año por turnos. Damián siente de nuevo a Dios a su lado. Se adelanta y pide para él el primer turno. ¿Por qué?

En Kohala está viendo leprosos, los confiesa, y contempla su caza por la policía. No puede alejar de su mente a las gentes de Molokai. Cuando monta a caballo para ir a la reunión de Maui, oye una voz en su corazón que le dice «que no volvería a ver a mis queridos cristianos ni mis cuatro capillas. Llorando eché una última mirada sobre mi querida cristiandad de Kohala-. Al final de la misma carta añade la razón del «presentimiento» y de 4a voz»: Los pobres cristianos, la mitad moribundos, pedían a gritos tener un sacerdote con ellos. Así durante siete años. Muchos de estos desgraciados han muerto sin el bautismo o los sacramentos de los moribundos que habrían deseado recibir (Al Sup. Gen., agosto, 1873). Antes que físicamente, estuvo en Molokai con el corazón.

Con la misma fecha, escribe también otra larga carta a su hermano, donde le expresa la razón última de su vital decisión: «Por haber estado postrado bajo el paño mortuorio el día de mis votos, he considerado que era mi deber ofrecerme a su excelencia, que no quería tener la crueldad (como él se expresaba) de ordenar un sacrificio semejante». Explica así lo que para él significaba «el deber». Entre todo el rito de la profesión religiosa, símbolo de muerte y resurrección, se fija en su valor de «muerte» en razón de las circunstancias. Quien ya ha muerto con Cristo, puede muy bien entrar para acompañar y consolar a quienes ya no viven más que esperando la muerte.

ENTRE LOS LEPROSOS DE MOLOKAI

Viajando toda la noche sobre cubierta en el vapor que lleva cincuenta leprosos, el 10 de mayo de 1873, a las cinco de la mañana y acompañado de su obispo, llegan a la leprosería de Molokai, «cárcel del Estado» como la llama Damián. Acaba de cumplir 33 años. El lugar es una pequeña lengua triangular de tierra, sobresaliente en el centro de la larga y recta costa Norte, cerrada en sus costados por las aguas y a la espalda por los acantilados de hasta quinientos metros. En la costa Este, Kalawao, el Estado había comprado en 1865, un tercio de la península, para residencia de los leprosos. En la costa Oeste de Kalaupapa, un lugar más sano, habitaban tan sólo unos pocos nativos.

Damián llegaba para tres meses, pero debido a las circunstancias se quedó dieciséis años, los cuatro últimos leprosos. Él resume así la situación: El obispo recibía parabienes de la alta sociedad a su vuelta a Honolulú, por haber sacrificado a uno de sus sacerdotes para consolar a los pobres desechados de la sociedad. La prensa aireaba sus elogios... Una colecta reunió 600 francos para el cuidado del misionero en la leprosería. Una petición de no sé cuántos leprosos y otras razones graves, le determinaron al fin a dejarme en Molokai definitivamente. ¡Adiós, mi querido Kohala!

Damián se encuentra con un panorama desolador. Sólo ha traído su brevario y su cruz. Pide y le va llegando lo indispensable. Un árbol pandano, con sus raíces al aire, le cobija unas semanas. Hay enfermos que le conocen de Kohala y un buen grupo de cristianos, que pronto llegan a ser la mitad de la colonia. Pero todo tenía tintes de sociedad entregada en manos de la desesperación: Aquí no hay ley», decía un letrero y corría la voz. En el terreno de lo inhumano, los más poderosos explotaban a los más débiles y pequeños, a las chicas y también a los niños, hasta que ya inservibles quedaban abandonados tras una tapia esperando la muerte. Nada le dolió tanto a Damián, por lo que creó un orfanato, que fue su felicidad. Había una ley, por desgracia, «la ley del más fuerte». Nunca habían tenido un médico o enfermero residente en el lazareto. En un pabellón que llamaban «hospital», yacían los casos más desesperados, bajo una manta que daba miedo levantar. Una carretilla arroja al basurero un bulto atado entre trapos del que salen leves gemidos. Denunciado ante los agentes, éstos ni se inmutan. El Estado había votado un magro presupuesto para alimentos y ropas, pero se puede imaginar la influencia de intereses en la distribución. Era el destino de los más pobres.

Damián comienza su actividad recorriendo cada día las chozas, buscando a los cristianos que ya no pueden valerse. Más tarde crea un grupo de visitadores, un enfermo que consuela al otro, que a la vez le mantienen al tanto de los casos más urgentes. Va conociendo lo que significa ser sacerdote confesor de moribundos en Molokai, escuchando una voz de ronquido ininteligible, por lo que ha de pegarse a su cara, de tal modo que al salir, alguna vez, camina danto tumbos. Tendrá que recargar su pipa para envolverse en una nube de humo protector. Al fin acabará acostumbrándose. En esta gran labor diaria, junto con los santos óleos de los moribundos, lleva los frascos de medicinas y calmantes en los bolsos de su sotana. Irá aprendiendo también lo que significa ser médico.

Obras son amores. Se pueden rastrear perfectamente en el Informe sobre la Leprosería que escribió en 1886, a petición del presidente del Gobierno, M. W. Gibson, que a su vez lo era del Comité de Salud, responsable de la leprosería. A los trece años de estar en Molokai, ya enfermo, se le pide este informe, porque nadie mejor que él lo podía escribir. No habla de lo que él ha realizado, ni mete en canción a la misión católica, pero es prudentemente implacable en la descripción de las variadas situaciones que se dieron, las necesidades que se han cubierto y cuáles quedan por atajar. Se le intuye mezclado en todos los asuntos de que habla, entre ellos la alimentación, las telas y ropas contra el frío, la falta de agua y sus conducciones, las viviendas, el trabajo de cultivos, la carretera entre los dos pueblos, el nuevo embarcadero, las distracciones... Sólo hacia el final concentra en una frase el talante de su comportamiento: «Una gran bondad con todos, una tierna caridad con los necesitados, una delicada compasión con los enfermos y los moribundos, con una sola instrucción de mis oyentes, tal ha sido el proceder permanente de que me he servido para introducir las buenas costumbres entre los leprosos». Este corazón de oro, no sólo obró así para introducir las buenas costumbres», finalidad primaria para él. Un buen observador intuye, y la historia lo confirma, que lo puso al servicio de todas esas realizaciones en que se encallecieron y ensangrentaron sus manos.

Damián vive en el reino de la muerte, en el mejor de los casos de su espera. En los dieciséis años de su estancia, ingresaron 3.137 enfermos y fallecieron 2.312. En los siete años anteriores, calcula él al llegar, reingresaron más de dos mil, de los que quedan unos 800». ¿Era mejor su espera? Escribe a un obispo: «Cuando la enfermedad no es más que exterior, sepueden realizar las ocupaciones. El día que alcanza a verse afectado el interior, llegamos a quedarnos generalmente impotentes. Entonces, envueltos en mantas durante meses y hasta años, nuestra sola espera y única esperanza no es otra que la liberación de nuestras miserias mediante una muerte feliz» (10 de enero de 1888). Él estuvo en pie y activo hasta el último día, pero conmueve su identificación con ellos.

LA IMAGEN DE CRISTO PARA LOS INCURABLES

Si quisieran trazarse las pinceladas del boceto de Damián, el Damián que fue surgiendo en Molokai, encerrado en la cercanía de Dios y de los enfermos, aproximadamente serian así. Quiere ser y ejercer de sacerdote, lo que significa ser la imagen viva de Jesucristo entre los enfermos. Al comenzar en 1873, a los tres meses de su entrada, hace esta alusión a Lc 17, 11-19: Están rescatados a precio de la sangre de nuestro Divino Salvador. También él en su divina caridad consoló a los leprosos. Si no puedo curarlos como él, al menos puedo consolarlos y por el santo ministerio que en su bondad me ha confiado, espero que muchos de ellos, purificados de la lepra del alma, irán a presentarse ante su tribunal de modo que puedan entrar en la comunidad de los bienaventurados». ¿Puede hacerse mejor exégesis evangélica, que con mayor precisión exprese su identificación con Jesús en medio de los leprosos, su intención de hacerle presente por él entre los enfermos?

Las consecuencias fueron las que pueden llamarse «realizaciones espirituales», comenzando por sí mismo. Pasan por su corazón, antes de enfrentarlas, porque cada mañana que amanece le encuentra en la capilla durante su media hora de meditación, seguida de la celebración de la Eucaristía, continuada ésta en la media hora de adoración. Es lo que ha aprendido desde novicio en su congregación. Providencialmente su encierro en Molokai le va a ayudar a redescubrir a su Señor eucaristizado, misteriosamente encerrado con los leprosos, como uno de ellos, para que nadie se sienta abandonado, tampoco el mismo Damián, en su soledad. Escribe a un viejo compañero de Molokai (octubre de 1881, marzo de 1885), el padre Alberto Montitón, que sirvió el otro poblado: «Después de haber perdido en usted un buen compañero en esta triste leprosería, no he vuelto a tener más que de paso la visita de un hermano cada dos o tres meses. La terrible enfermedad con que ya me vio, hace progresos espantosos y amenaza con dejarme irregular y quizás incapacitado para celebrar la santa misa, y no teniendo otro sacerdote, me veré privado de la santa comunión y del Santísimo Sacramento. Esta privación es lo que más me costaría y haría insostenible mi situación. No serán la enfermedad y los sufrimientos los que me desazonarán, a buen seguro. Hasta el momento me siento feliz y contento y si se me diera la posibilidad de salir de aquí curado, respondería sin dudarlo: `Me quedo para toda la vida con mis leprosos"» (mayo de 1886). Un texto que encierra toda su «mística». La presencia del Jesús cercano en su iglesia vecina, le hace sentirse cada día más próximo y semejante al Jesús en su misterio eucarístico, sacrificio de cuerpo entregado y de sangre derramada por todos, a la vez que presencia permanente y acogedora del amor. Al Señor Jesús en la Eucaristía, se debe el sacrificio renovado y la presencia continua de Damián entre su pueblo sufriente. Tan ligado por su detino al de Jesús y al de los leprosos, no concibe otra situación distinta.

Además, su vida eucarística, aquello que vive y por lo que vive, la regala a sus pobres enfermos. Un texto para leerlo de rodillas, noticia consoladora para su superior general: Hemos establecido la adoración perpetua en nuestras dos iglesias de la leprosería. Es bastante dificil mantener las horas regulares, a causa de las enfermedades de los miembros de la adoración. Si no pueden venir a hacer su media hora de adoración en la iglesia, a menudo me siento edificado al verles en adoración, durante la hora fijada, acostados sobre su esterilla del dolor en sus miserables chozas. Espero que nuestros hermanos y hermanas de nuestra querida congregación no se enfadarán...» (4 de febrero de 1879). No verán mal a un leproso a su lado en el reclinatorio de la adoración.

SOLEDAD Y LEPRA

La situación personal de Damián lleva el sello de dos realidades paralelas entre las que camina su vida y la singularizan. Se trata de la soledad que padeció durante todo su quehacer misionero y la enfermedad del final de su vida. No es tanto su problema la soledad, para la que está bien preparado por temperamento, sino la de no poder tener a mano un compañero con quien desahogar sus ideas negras» en confesión, algo que se puede atribuir a su excesiva delicadeza de conciencia. Después llegará la compañía de su enfermedad y serán como dos satélites que giran, de ordinario juntos, en torno a su vivencia de la Eucaristía. Esta particularidad, es lo que caracteriza a Damián como singular maestro y ejemplo de vida espiritual.

Acabamos de leer un único texto eucarístico», con todo este contenido. Quisiéramos al menos penetrar un poco más en el corazón de Damián, aportando algunos textos significativos.

Sobre su soledad. No sé bien en qué acabará todo esto. Me resigno sin embargo a la Divina Providencia y encuentro mi consuelo en mi único compañero que no me abandona, quiero decir nuestro divino Salvador en la santa Eucaristía. Al pie del altar es donde me confieso a menudo y busco alivio a las penas interiores. Delante de él, así como ante la imagen de nuestra Santa Madre, oro a veces entre murmullos, suplicando la conservación de mi salud» (26 de noviembre de 1885).

A medida que la enfermedad avanza, me encuentro feliz y contento en Kalawao. El verme privado de un buen confesor, tan deseado en ciertos momentos, me resulta más penoso que todo lo demás. Vos lo sabéis, el párroco de Kalawao no está confirmado en gracia» (29 de octubre de 1885).

Sobre su enfermedad. Seguro como estoy de la realidad de mi enfermedad, permanezco tranquilo y resignado e incluso me siento más feliz entre mi gente. Dios sabe lo que más puede contribuir a mi santificación y con este convencimiento digo todos los días: `Hágase tu voluntad"» (Carta a C. W. Stoddard, 5 de octubre de 1885, que aireó en USA la noticia de que el padre Damián estaba leproso).

LA FUERZA DE LA EUCARISTÍA

Espero permanecer eternamente agradecido a Dios por este favor. Creo que esta enfermedad abreviará un poco y hasta hará más estrecho el camino que me conducirá a nuestra querida patria... En esta esperanza he aceptado esta enfermedad como mi cruz especial; trato de llevarla como Simón Cireneo, siguiendo las huellas de nuestro divino Maestro. Te ruego me ayudes con tus oraciones para que obtengan la fuerza de la perseverancia, hasta que llegue a la cima del calvario» (9 de noviembre de 1887).

«Sin la presencia continua de nuestro divino Maestro en el altar de mis pobres capillas, jamás hubiera podido perseverar compartiendo mi destino con los leprosos. Por ser la santa comunión el pan de todos los días del sacerdote, me siento feliz, bien contento y resignado en el ambiente un tanto excepcional en que la Divina Providencia se ha complacido en colocarme» (26 de agosto de 1886).


Como se aprecia, a la Eucaristía se añaden su apoyo en la Providencia, la imitación de Cristo en el Gólgota, la solidaridad con los enfermos y la mística de unirse ya a Dios: n... un agente de que se sirve la Providencia para estar unido, cuanto antes mejor, a aquel que es su única vida» (28 de febrero de 1889).

Un pastor anglicano de Londres, Chapman, le escribió: Me habéis enseñado mucho más con la historia de vuestra vida que todos los comerciantes que hasta hoy he leído, y el Santo Sacramento tiene más valor para mí después de haber leído la historia de un leproso voluntario» (4 de febrero de 1886). Convierte así a Damián en imagen de la palabra y del amor que da la vida. Es Jesús viviente.

El Lunes Santo, 15 de abril de 1889, se iba a vivir al cielo con el «Varón de dolores» glorificado. Cientos de leprosos lloraban la ausencia del padre. El mundo se conmovió al conocer esta hazaña cristiana sin precedentes. Juan Pablo II recogía el clamor de la humanidad, beatificando a Damián de Molokai en Bruselas, el 4 de junio de 1995.

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