domingo, 31 de agosto de 2014

Homilía


Jeremías- primera lectura- vive su vocación profética con tensión y profunda lucha interior. Se siente escogido y obligado por Dios para llevar adelante la misión que se le confía:

“Me sedujiste, Señor, me dejé seducir; me forzaste y me pudiste” (Jeremías 20, 7).

Trata de escabullirse, de huir, de permanecer en el anonimato y llevar una vida tranquila y sin compromisos, pero no puede. Dios es el más fuerte y está atrapado, como en un callejón sin salida, a la espera de los acontecimientos que le toca experimentar.

Sabe lo que le puede pasar en un mundo de lobos, que le tienden asechanzas, se burlan de él y descalifican su mensaje.

La historia agitada de Jeremías por anunciar la verdad y denunciar las injusticias es una constante en todos los verdaderos profetas.

La fe se aquilata en el sufrimiento y la lealtad en la prueba.

La fe y la lealtad de Jesús a la voluntad del Padre ocupan el centro de la liturgia de hoy.

Es como una carrera de obstáculos con un recorrido de constante ascensión desde la depresión del lago de Galilea hasta Jerusalén. Jesús da el pistoletazo de salida, al anunciar que:

“tiene que padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21).

Sus palabras suenan como un latigazo en los oídos de los Apóstoles, dado que aspiran a un mesianismo de poder y de gloria al lado de Jesús, como colaboradores de su triunfo.

El mensaje es duro, trastoca sus planes y sienten en sus carnes la duda y el desconcierto, con una manifiesta lucha entre el egoísmo de sus ambiciones y el afán de proteger a Jesús de sus enemigos.

La reacción de Pedro, increpándole para que no asuma la pasión, es muy conforme al espíritu del mundo, que huye del sufrimiento y de las complicaciones.

Es también la nuestra, pues vivimos en medio de una cultura engañosa de satisfacción del propio ”ego”, conforme al dicho popular: “A vivir, que son dos días”.

Quizás, al igual que los Apóstoles en este momento, no hemos aprendido a integrar el dolor, la enfermedad y el fracaso en las coordenadas de Jesús y a identificarnos con él.

El plan de Jesús, que es el plan de Dios, entra en confrontación con el plan del mundo.

El plan de Dios integra la mente, el corazón y la voluntad en el amor y el respeto, en la realización plena del hombre nuevo, que vive la justicia y la paz con la alegría de amar y sentirse amado, y que no pone su esperanza en los bienes materiales, sino en el Creador, origen de todo bien.

El plan del mundo persigue el poder, el dinero, la gloria como medios para asegurar el futuro. Ofrece diversión, alegría y un porvenir de ensueño. Es sugestivo, atractivo, cercano y aparentemente realizable. La propaganda mediática se encarga de instrumentalizar los señuelos de felicidad, ofreciendo productos que nos evitan trabajar menos, estar más cómodos…

Es fácil caer en la trampa de la sociedad de consumo, que se mete hasta los tuétanos en la familia, en las instituciones y en la Iglesia, hasta el punto que la televisión, el ordenador, los videojuegos… terminan sustituyendo al diálogo con Dios y a la comunicación con los hermanos, empobreciendo la vida religiosa y la mutua pertenencia.

No cabe duda que el plan del mundo nos envuelve a lo largo de la vida.

Los discípulos de Emaús, a quienes se aparece Jesús cuando regresan por el camino a su aldea, se dejan decir, antes de reconocerle:

“Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel” (Lucas 24, 11).

Y todavía, justo antes de la ascensión al cielo, algunos le preguntan: “¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” (Hechos 1, 6).

Tanto el plan del mundo como el plan de Dios confluyen en idéntico objetivo: la felicidad del hombre, aunque por caminos opuestos.

No es lo mismo “vivir para morir” (plan del mundo) que “morir para vivir” (plan de Dios).

Todos los quehaceres, afanes e ilusiones acaban con la muerte, que es el fracaso total si falta fe en la resurrección.

Por el contrario, “morir para vivir” nos lleva a cargar con la cruz para recorrer con él el camino de su pasión, muerte y resurrección.

No es posible entender el Reino de Dios sin la luz del Espíritu y sin la referencia a la cruz.

“¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”

En este contexto, Jesús expresa una de las paradojas más significativas del evangelio:

“Si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que la pierda por mí, la conservará” (Mateo 16, 25).

Normalmente no se nos va a pedir el martirio, que es un don reservado a unos pocos y la vía más rápida para acceder al Reino de los cielos, pero sí entregarla día a día, de forma sensible, perseverante, alegre y gratuita al servicio de los demás como criaturas de Dios.

Esta actitud une al creyente al mundo de lo eterno. Hasta un vaso de agua, según Jesús, entregado con amor, tendrá su recompensa (Mateo 10, 42).

Porque, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mateo 16, 27).

Cabe preguntarnos, al escuchar las lecturas de hoy, cómo las aplicamos a nuestra vida.

He aquí el testimonio de una mujer anónima, que nos puede ayudar:


“Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntaria en un hospital de Stanford, conocí a una niña llamada Liz, que sufría una extraña enfermedad.
Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla.
El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana.
Yo lo vi dudar sólo un momento antes de lanzar un gran suspiro y decir:
-Sí, lo haré si eso salva a Liz.
Durante el proceso de transfusión, él estaba acostado en una cama al lado de su hermana, sonriente, mientras nosotros lo asistíamos a él y veíamos retornar el color a las mejillas de la niña.
Entonces l acara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa:
-¿A qué hora empezaré a morirme?
Siendo sólo un niño, no había comprendido al doctor; él pensaba que le daría toda su sangre a la hermana”.

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