viernes, 1 de agosto de 2014

San Alfonso María de Ligorio

Los Liguori figuraban ya entre las más ilustres familias napolitanas antes que hubiese reyes en Nápoles. De la estirpe habían salido guerreros, doctores, diplomáticos y hombres de Iglesia. A fines del siglo XVII, su más ilustre representante era don José de Ligorio, capitán de las galeras reales, de quien nació el maestro máximo de los moralistas cristianos. Cuando Alfonso María estaba aún en la cuna, un viejo misionero llegó a él, le cogió en sus brazos y pronunció estas palabras: «Este niño será obispo, vivirá cerca de cien años y hará grandes cosas.» El horóscopo no entusiasmó al capitán; a pesar de sus sentimientos religiosos, no podía consentir que su mayorazgo entrase en la clericatura. Que el chico no siguiese la carrera de las armas, como él, pase; había otras muchas donde podía brillar sin renunciar por eso a transmitir el apellido paterno. Algo le preocupaba, sin embargo, la piedad excesiva de su hijo. A los doce años, Alfonso era un santo en miniatura; amaba las oraciones prolongadas tanto como los juegos con sus compañeros; estudiaba por deber tanto como por afición, y todo en él presagiaba al asceta y al sabio del porvenir. Juntamente con un corazón abierto a todos los nobles sentimientos, reunía una inteligencia penetrante y viva, un criterio sano, una memoria pronta y tenaz. «Está visto—dijo el capitán—; más que para las armas, el muchacho vale para las letras. Le haremos abogado.»

Para prepararse a los estudios jurídicos, Alfonso tuvo que adquirir todos los conocimientos literarios, científicos y artísticos indispensables en un joven de su alcurnia. Ilustres maestros llegaban diariamente a su casa para iniciarle en los secretos de la sabiduría. Aprendió las lenguas clásicas y las modernas, ciencias exactas y ciencias naturales; retórica, historia y geografía. Aún se conserva un planisferio armilar que fabricó en aquellos días infantiles. Su formación estética fue también esmerada y seria. Sus estudios arquitectónicos le permitirán más tarde planear iglesias y conventas; en pintura, llegará a producir piadosas imágenes de María y de Cristo crucificado. Por lo que se refiere a la música, llegó a componer con tal habilidal, que hubiera podido ser uno de los buenos músicos de su tiempo. Diariamente se pasaba tres horas tocando el clavicordio, y como al principio aquello se le hacía una penitencia, su padre le dejaba con su instrumento, y cerraba la puerta con llave. Ya viejo, se lamentaba amargamente de haber perdido tanto tiempo en estas niñerías; «sin embargo—añadía—, era preciso obedecer a mi padre». Con el mismo rigor tuvo que andar al internarse en el bosque enmarañado de las leyes napolitanas: derecho romano, derecho canónico y derecho feudal, constituciones normandas, capitulares angevinas, pragmáticas aragonesas, decretos de los virreyes españoles, usos, gracias y privilegios particulares. Sólo una hora de recreo le concedía diariamente el implacable marino. Durante ella conversaba con sus amigos, paseaba o jugaba a las cartas. Y no se podía descuidar: un día, habiéndose entretenido demasiado en el juego, observó que, en lugar de sus autores favoritos, en su mesa de trabajo había una baraja. Estaba pensando lo que aquello podría significar, cuando ve a su padre que entra colérico y le dice: «¡Ahí tienes tu libro, el libro con que piensas hacerte un porvenir!»

De esta manera se explica que a los dieciséis años pudiese el estudiante comparecer ante el areópago napolitano para sufrir la prueba del doctorado. Como nunca se había visto un aspirante tan madrugador, hubo que sacar una dispensa previa de cuatro años. Los examinadores le introdujeron por unanimidad en su docta corporación, le encasquetaron el birrete doctoral, le entregaron el anillo de la sabiduría y le revistieron de la amplia toga, que parecía sepultar al pequeño prodigio entre sus largos y ampulosos pliegues. Corría entonces un refrán que decía: «Advocatus et non latro, res miranda populo: Abogado y no ladrón, cosa digna de admiración.» Sin embargo, Alfonso miraba su profesión como la más noble que existe después del sacerdocio; y, como era natural, quiso prepararse a ejercer sus funciones con una larga experiencia de las sesiones de los tribunales y las deliberaciones de los jurisconsultos. La confianza que inspiraba, tanto por su ciencia como por su virtud, así como su elocuencia clara y persuasiva y su absoluto desinterés, le ganaron pronto una clientela numerosa y selecta. Jamás perdió un pleito en los ocho años de su vida forense; jamás se vio un jurista más afortunado. No obstante, esos éxitos no llegaban a hacerle feliz. Amaba su profesión con toda el alma, pero con frecuencia le venía la tentación de retirarse. El espectáculo de las causas más justas, tergiversadas por el engaño, el sofisma y la maldad, repugnaba a su naturaleza noble y caballerosa. «Amigo mío —decía a un colega—, nuestra vida es muy desgraciada, y lo peor aún es que corremos riesgo de tener una mala muerte. Esta carrera no me conviene; tendré que abandonarla para asegurar la salvación de mi alma.»

Sin hacer caso de estos escrúpulos, el altivo capitán pensaba sólo en la gloria de su hijo y en el acrecentamiento de la familia. Ahora examinaba cuidadosamente la nobleza del país para buscarle una digna compañera. Emparentada con su casa, encontró a la heredera de los príncipes de Presiccio. Era hija única, y, por tanto, en ella debían reunirse los títulos y los bienes de la familia. Todo esto lo calculó el buen padre con vigilante solicitud; y ya había logrado concertar el matrimonio, cuando a la princesita le nació un hermano, que venía importunamente a despojarla del mayorazgo. Desde entonces los Ligorio empezaron a distanciar sus visitas en casa de los Presiccio, y ya se iban olvidando casi de ellos, cuando se murió aquel niño que había nacido de una manera tan intempestiva. Naturalmente, el capitán reanudó las relaciones, y con tal éxito, que a los pocos días había convencido a los padres de la muchacha; pero ésta, que era muy discreta, declaró que no quería casarse, y, efectivamente, al poco tiempo se escondía en un convento.

Alfonso, que en todo esto había observado una actitud pasiva, se alegró vivamente del desenlace, y hasta vio en todo aquello un indicio de la voluntad divina. Pero el capitán, que sabía hacerse obedecer, no pensaba de la misma manera. Si no pudo hacer príncipe a su hijo, creyó que le sería fácil adornarle con un ducado. Solicitó la mano de la hija de los duques de Presenzano, y la obtuvo. Hubo las consiguientes recepciones, presentaciones y visitas; y sucedió que una tarde, cuando aquellas gentes de mundo no sabían ya de que hablar, acudieron a la música para distraer el tiempo. Alfonso fue invitado a tocar el clave, y no pudo rehusarse. Empezó una romanza que estaba entonces de moda. De pronto, su novia, sentándose junto a él, empezó a cantar; pero el joven, sin dejar de tocar, dirigió la cabeza al lado opuesto. Cambió ella de asiento, pero nuevamente volvió Alfonso la cabeza. Despechada por este desaire, saltó la muchacha del asiento y abandonó nerviosamente la sala, haciendo esta declaración: «El señor abogado me parece un tanto lunático.» Así terminó aquel segundo proyecto matrimonial. Desde entonces las relaciones entre padre e hijo se hicieron cada día más difíciles. A pesar de la docilidad del joven, los choques eran frecuentes en casa. El buen capitán empezaba a sentirse defraudado en sus esperanzas, a causa de lo que él llamaba el carácter insociable de su hijo. Alfonso, sin embargo, se esforzaba por complacerle: frecuentaba el teatro, intervenía en las fiestas de sociedad y en las reuniones académicas, empezaba a apasionarse por la caza, y, como él decía más tarde, «estuvo en riesgo de arrojarse al abismo si Dios no le sacara inopinadamente de aquel sueño peligroso.»

El golpe de la gracia fue sonado y muy comentado en Nápoles. Preocupaba entonces a la ciudad — era esto en 1723—un pleito famoso entre el duque de Orsini y el gran duque de Toscana. Invitado a defender los intereses del primero, Alfonso estudió escrupulosamente toda la documentación y llegó al convencimiento de que la razón estaba de parte de su cliente. Llegó el día de esgrimir los argumentos en el tribunal. La sala estaba llena de juristas y curiosos, ávidos de emociones. Alfonso peroró con su maestría de siempre, desenvolviéndose en el dédalo de las leyes más complicadas con una habilidad que dejó pasmada a la concurrencia. Todos aprobaban y le daban ya las albricias del vencedor, cuando su adversario se encaró con él y le dijo con una fría sonrisa: «Toda esa argumentación brillante es falsa, y lo podréis ver leyendo este documento.» Alfonso recogió el papel que se le tendía y se echó a reír. Cien veces le había tenido en sus manos; le había leído, le había estudiado y había examinado lentamente cada una de sus líneas. ¿Qué de nuevo podría encontrar en él? No obstante, quiso leerle una vez más. De repente, la voz se le anuda a la garganta, palidece, y el papel se le cae de las manos. Es que ha visto una cláusula que se acaba de iluminar repentinamente para él, una cláusula decisiva, que da la victoria a su contrincante. «Me he equivocado», exclama humildemente, y huye avergonzado de la audiencia. Siguieron tres días de dolor profundo, de desesperación, de atolondramiento. Como herido por un rayo, Alonso parecía presa de una verdadera insensibilidad. Ni comía, ni dormía, ni hablaba con nadie. El sentimiento del honor herido le tenía como petrificado. Al cuarto día, una claridad súbita disipó las tinieblas de su alma, revelándole el misterio de la distracción que le había llevado a perder el pleito. Dándose cuenta de las vanidades de la tierra, rompió a llorar y pronunció con toda el alma la frase de San Pablo: «Señor, ¿qué queréis que haga?» Se despidió del foro, colgó su espada en el altar de Nuestra Señora de la Merced, y en medio de la desolación de todos los suyos, empezó a prepararse al sacerdocio.

Dios había contestado a su pregunta: quería hacer de él un apóstol. El hombre del foro se convirtió en el hombre de la cátedra y del confesionario. Un fuego sagrado le consumía; un amor impetuoso le lanzaba en busca de los corazones vacilantes o extraviados. Desde el primer momento fue el predicador de las almas buenas que quieren oír hablar de Dios, predicador de los sabios y de los ignorantes, de los pobres y de los poderosos. Era aquel el tiempo de la palabrería hueca y brillante con que los gerundios deshonraban la cátedra del Espíritu Santo: salidas de efecto, palabras pomposas, períodos artísticamente cincelados, figuras violentas, interpretaciones originales y absurdas de los textos sagrados, ridículas disertaciones enunciadas en un tono enfático y declamatorio, sin la sencillez, sin la variedad, sin la naturalidad de la conversación. Sin hacer caso del gusto monstruoso del público, Alfonso rompió los moldes en moda y empezó a predicar simplemente a Cristo crucificado, y su palabra, eco de la palabra del Verbo, caía sobre los oyentes como un celeste rocío, cuya suavidad penetraba el alma del literato lo mismo que la del labriego. En el campo, lo mismo que en la ciudad, las multitudes le rodeaban, sedientas de su doctrina, y entre sus oyentes se veía a los abogados, a los procuradores y a los caballeros mezclados con los artesanos, los obreros y los marinos. «Nicolás Capasso—decía una vez el predicador a un escritor famoso que por aquellos días divertía a los napolitanos con sus agudas facecias—, al veros siempre junto a mi cátedra, me imagino que estáis preparando una sátira contra mí.» «De ninguna manera—respondió el satírico—; jamás esperé de vos estilo florido ni bellos períodos; me encanta vuestra manera, porque no me hacéis pensar en vos, sino en Cristo.»

Solía decir Alfonso que el mayor peligro del sacerdote activo es querer inflamar a los otros sin mantener en si mismo la llama divina. Con la perspicacia del hombre dirigido por el espíritu de Dios, había comprendido que la acción debe nacer de la contemplación, que el celo apostólico debe ser una consecuencia de la vida interior. La oración y la penitencia eran el alimento de la suya. Dormía sobre la tierra desnuda, comía arrodillado o sentado en el suelo, se flagelaba cada día varias veces, metía piedrecitas en el calzado para no olvidar un solo momento el espíritu de mortificación, y su oración se prolongaba durante las horas de la noche, muchas veces en medio de la desolación y la angustia. «Voy a Jesús, y me rechaza—decía en los primeros tiempos de su ministerio sacerdotal—; voy a María y no me responde.» Su figura ascética hacía tanta impresión en las almas como el ardor místico que encendía su elocuencia. Cuando hablaba del amor o de la penitencia, bastaba mirar su rostro iluminado y extenuado. Los que le escuchaban, echábanse a llorar y se convertían. Algunos sacerdotes, deseosos de imitar su vida, se unieron a él y le pidieron un reglamento de vida; y un día de 1732 los napolitanos vieron con estupefacción que el abogado insigne, el predicador famoso en todo el reino, abandonaba el palacio familiar y, montando en un asno, atravesaba las calles de la ciudad y desaparecía en la llanura.

En la costa pintoresca de Amaifi, rodeada de paisajes espléndidos, arrullada por las olas del mar, se levanta todavía la villa de Scala. Allí es donde Alfonso reunió a sus primeros compañeros; allí es donde puso la primera fortaleza del ejército que proyectaba y que empezaba a reclutar con el nombre de Congregación del Santísimo Redentor; allí nacieron los redentoristas. El hijo de una gran familia se convirtió entonces en servidor de todos. Su actividad fue la misma que antes, pero más intensa, más consciente, más gozosa. Precisamente los redentoristas nacían para imitar al Redentor, imitarle en la evangelización y en la contemplación. Debían ser misioneros y al mismo tiempo adoradores. Es lo que había hecho Alfonso hasta ahora y lo que hará desde ahora con mayor entusiasmo. Su mayor alegría era no tener esclavos ni servidores, como en la casa de su padre. Podía con libertad completa asear su habitación, trabajar en el huerto y trastear en la cocina. Su mismo oficio de Superior sólo servía para facilitarle las humillaciones. Entre sus primeros compañeros había un gentilhombre, que se rebelaba ante el pensamiento de servir a la mesa y lavar la vajilla. Alfonso adivinó la lucha que se libraba en su interior, y levantándose de su asiento, empezó a ayudar al pobre joven, llevando los platos del refectorio a la cocina. «¡Orgulloso!—se decía luego el novicio—; ¡te avergüenzas de servir, cuando Alfonso, mucho más noble que tú, se hace el servidor de todos!»

A las tareas del apóstol se juntan desde este momento las del fundador. Jefe de misioneros, reúne, organiza y dirige las huestes necesarias para aquella cruzada de salvación en que le ha empeñado su destino. Su campo se acrecienta sin cesar a impulsos de la pasión que le devora, pasión de salvar las almas, de extender el reino de Cristo. Se acerca a la vejez, pero si sus cabellos se vuelven blancos, su ardor no disminuye. Cuando los pies están ya torpes para los caminos, se acuerda de las manos, y toma la pluma como un arma nueva de combate. Quiere neutralizar las campañas de los falsos doctores, quiere oponer un dique al torrente inmundo de la impiedad. Del otro lado de los montes llega un grito lleno de odio y acometidad: «Aplastad al infame.» Voltaire arroja contra la Iglesia el veneno de sus ironías y sarcasmos; abates con semblante de bufones se encargan de esparcir sus agudezas y sus calumnias; en los círculos aristocráticos se habla con desprecio de la superstición popular, y el jansenismo, la herejía más sutil que ha urdido el diablo, al presentar una religión imposible y un Dios que es más bien un monstruo abominable, lleva los espíritus a la incredulidad o a la desesperación. En medio del universal naufragio, muchos buscaban una última tabla de salvación en la devoción a María; pero los herejes no habían olvidado que su triunfo estaba en el destronamiento «de aquella que ha exterminado las herejías en todo el mundo», según dice la liturgia. Presentóse el culto mariano como una superstición, se combatió lo que llaman la mariolatría, se veía en la Salve un tejido de errores y necedades, y de los breviarios y los misales quedaron suprimidas las más bellas invocaciones con que las generaciones cristianas habían manifestado su confianza a la Madre de Dios.

En este ambiente de lucha, publica San Alfonso el primero de sus libros, Las glorias de María, que, extendido rápidamente por todas las partes del mundo, va a inaugurar un renacimiento del culto de la Virgen y abrir una era de esperanza, disipando las nubes amenazadoras que el jansenismo había amontonado en los horizontes de la Iglesia. Podemos considerar a San Alfonso como el doctor de la salvación por medio de la Santísima Virgen. Los impíos, los ignorantes y los empedernidos tienen derecho a esperar en la felicidad eterna, gracias a los milagros que realiza en el mundo la intervención de María.

Pero después de haber devuelto la Madre al mundo, Alfonso quiso continuar su campaña antijansenista para devolverle al Hijo. Si para él María es la tesorera de las gracias, Jesús es la fuente. Ahora bien: la nueva herejía había hecho casi imposible al acceso a la fuente, apartando a los cristianos del confesionario y de la santa mesa. Para librar a sus hermanos de esta opresión tiránica, publicó Alfonso (1755) los dos volúmenes de su Teología moral, obra capital de su vida, en la que trazó a los confesores el verdadero camino que debían seguir para llevar las almas al Cielo, camino estrecho, ciertamente, porque no puede ser otro que el de los mandamientos, pero que Alfonso sabe hacer amable, despejándole de estorbos inhumanos e iluminándole con las claridades del amor. Quedaban todavía en la atmósfera los ecos de una controversia secular sobre la cuestión de las leyes dudosas o probables y sobre las disposiciones más o menos necesarias para recibir con fruto los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía: unos exigían demasiado, otros demasiado poco; unos sacrificaban la ley de Dios a la libertad, otros encadenaban la libertad a las leyes por ellos fabricadas; unos olvidaban la misericordia, otros desdeñaban la justicia. Durante algún tiempo Alfonso vivió inquieto por no saber qué doctrina seguir. En 1741 escribía: «Mi prelado me ha impuesto como obediencia que siga la opinión probable y menos rigurosa, como hacen tantos otros.» Obedeció ciegamente, pero sin conseguir formarse un criterio interno. Como sus inquietudes continuaban, tomó la resolución heroica de revisar tolos los tratados de moral y resolver personalmente todos los puntos discutidos Fruto de este examen profundo fue su obra de moralista, que forma época en la historia de la ciencia cristiana. Ha encontrado, finalmente, un término medio entre los dos campos extremos: será equiprobabilista. «Leyendo los autores más famosos—dice—, he encontrado algunos demasiado indulgentes, que, sin preocuparse de la verdad, escriben para agradar al mundo. Dispuestos siempre a poner almohadas bajo la cabeza de los pecadores, les duermen en el vicio. Otros, en su excesiva rigidez, confunden los consejos con los preceptos, y cargan las conciencias con obligaciones nuevas, sin tener en cuenta la fragilidad humana. Unos pierden las almas por la relajación, otros por el desaliento. Al componer esta obra, mi preocupación ha sido buscar el justo medio entre las opiniones laxas y las opiniones rígidas.»

Este mismo espíritu de moderación y de equilibrio es el que inspira sus obras ascéticas y espirituales. Ante todo, sienta un principio fundamental: que la santidad no es un privilegio reservado a un grupo aristocrático de almas. «Todos estamos obligados al precepto del amor—dice Alfonso—, y la verdadera santidad consiste en el amor de Jesucristo, nuestro Dios, nuestro soberano Bien, nuestro Salvador. Creer que la santidad consiste en la austeridad de la vida, en las largas oraciones, en las limosnas abundantes, es un error.» El Dios bondadoso que Alfonso nos presenta en sus Meditaciones es el reverso del tirano que se imaginaban los discípulos de Jansenio. Convencidos de ello, los sectarios le persiguieron con sus insultos y sus sarcasmos; hablando de sus ineptos escritos, de su devoción idiota, «favorable al culto fantástico, incoherente, farisaico y supersticioso del corazón carnal de Jesucristo, culto soñado por la visionaria Alacoque». Poco le importaban a Alfonso estos ladridos, que eran la mejor aprobación de su obra. Sin hacer caso de ellos, seguía utilizando todos los medios para extender aquella su religión de la confianza y del amor: la voz y la pluma, la ciencia y el arte, la música y la poesía. Orador moralista, apologista y místico, Alfonso era también sensible a los encantos de la poesía. Sabía, como San Ambrosio, San Gregorio y San Anselmo, que el verso es uno de los vehículos más poderosos de las ideas, y no dudó en utilizarle como un precioso auxiliar de sus misiones. En sus Cantos espirituales se revela, no sólo un hábil versificador, sino también un altísimo poeta, un poeta que dio al canto popular toda su perfección doctrinal y estética. Sus himnos resuenan todavía en los valles napolitanos con toda la frescura de los primeros días, y siguen brotando de los labios del pueblo en los días de las grandes solemnidades o en los grandes acontecimientos religiosos.

De esta manera se iba consumiendo aquella vida en las obras del servicio divino. Alfonso era ya casi septuagenario. Caballero de Cristo, había empuñado la espada de la palabra divina para combatir el buen combate, había predicado maravillosamente, y había escrito prodigiosamente. Adondequiera que llegaba, se le aclamaba como a un maestro, se le veneraba como a un santo, como a un taumaturgo, como a un profeta. Dios le asistía visiblemente, la Virgen le rodeaba de celestiales resplandores mientras enseñaba a los pueblos. Era ya viejo, pero aún meditaba nuevas conquistas; su sueño era recorrer el mundo con el rosario en la mano y la cruz en el pecho, recogiendo a las almas extraviadas para llevarlas al redil de la Iglesia. Mas he aquí que un día, cuando más seguro se creía en su soledad de Nocera, acercóse a él un clérigo, que le saludó, diciendo:

—Servidor de vuestra señoría ilustrísima. —¿Qué decís?—preguntó él, palideciendo.

—El Papa acaba de nombraros obispo de Santa Agueda de los Godos.

—¡Obispo! Os reís de mí.

—Leed esta carta.

 Alfonso leyó, quedando mudo, aterrado, como herido por un rayo. Ni la lectura de aquel documento que le movió a retirarse de los tribunales le había causado tan honda impresión. Pensó luego que sólo había sido propuesto; y, ya más tranquilo, redactó su renuncia y se la entregó al enviado, diciendo: «Id y no volváis a llamarme ilustrísimo, si no me queréis ver muerto repentinamente.» Y dirigiéndose a los que le rodeaban, díjoles: «Esta borrasca me ha hecho perder una hora y cuatro ducados», los cuatro ducados que había dado al mensajero. «No—añadió—, no cambiaré la Congregación del Santísimo Redentor por todos los reinos del Gran Turco.» Sin embargo, tuvo que cambiarla por el palacio episcopal de Santa águeda, una pequeña ciudad situada al pie del monte Taburno, entre Capua y Benevento. Fue preciso obedecer al Papa, cargar con la dignidad impuesta, y llevarla sobre los hombros año tras año animosa y amorosamente. «Grandes son mis pecados—decía el pobre viejo—, para que Dios me castigue de esta manera.» Pero otras pruebas más terribles debían amargar su vejez. A los doce años logró que le aceptasen la dimisión. ¡Con qué alegría se volvió entonces a su celda! Pronto, sin embargo, echó de ver que entre sus antiguos discípulos faltaba la paz, el amor, la cordialidad. La Congregación atravesaba entonces una crisis profunda. Había rivalidades, intrigas y ambiciones, y en la misma curia romana se seguía un proceso en el cual los cismáticos tenían todas las probabilidades de triunfar. El mismo fundador estaba en peligro: se le acusaba de haber cambiado las Constituciones del instituto, de haberse dejado engañar por el regalismo dominante, de haber hecho más caso de la corte de Nápoles que de la autoridad pontificia. Y llegó la sentencia de Pío VI; Alfonso y sus más fieles compañeros eran separados de la Congregación. Al recibir la noticia, sólo dijo estas palabras: «Hace seis meses que hago esta sola oración: Señor, lo que Vos queréis, lo quiero yo también.» Pero tan delicada era su conciencia, que pensó en emprender un largo viaje para manifestar su sumisión al Papa. «Cuando nos manifestó este designio—dice uno de sus compañeros—, nos miramos unos a otros, sin saber si reír o llorar en presencia del magnánimo anciano, que hablaba de ponerse en camino, aunque apenas podía tenerse en pie.»

Esto era poco todavía: al abandono de los hombres debía juntarse el abandono de Dios, el purgatorio en la tierra, la noche del alma. Una noche más espantosa que la tumba envolvió al pobre solitario. Creíase al borde del infierno, y en toda su vida sólo encontraba pecados. Todos sus trabajos, todas sus buenas obras, sólo habían sido frutos podridos, abominables a Dios. Bajo la ilusión de los escrúpulos, sus actos más sencillos se convertían en pecados horribles. El gran moralista, que había iluminado tantas almas, caminaba ahora a tientas, tembloroso y ciego, sin poder dar un solo paso sin la ayuda de los demás. «Me dirijo a Dios—decía él—, pero al punto me parece ver una mano que me rechaza. Si digo: Jesús mío, yo os amo, una voz implacable me responde: No es verdad.» Su terror era tan grande, que no se atrevía a acercarse a comulgar. Atormentado por tentaciones horribles, lloraba como un niño, exhalaba gritos desgarradores, temblaba como un azogado, y con voz que movía a compasión imploraba el socorro contra el enemigo. Presentábansele dudas contra todos los misterios de la fe, contra todas las verdades del cristianismo; y él las rechazaba, diciendo una y otra vez: «Yo creo, Señor, yo creo; quiero vivir y morir hijo de la Iglesia.» El demonio de la carne le ponía delante de los ojos las más hediondas fantasías; su imaginación se enardecía, sus sentidos se agitaban con todos los hervores de la juventud. En sus noches de insomnio, obsesionado por aquellas sugestiones infernales, el pobre nonagenario se retorcía con la furia de un demente, y repetía sin cesar: «¡Oh Jesús, muera yo antes de ofenderte! ¡Oh María, si no vienes en mi auxilio, seré más criminal que Judas!» Así, cerca de dos años. La luz vino repentina, abundante, con el ímpetu de la tempestad. A los temblores del miedo sucedieron los estremecimientos del éxtasis. «Estaba sentado en un sillón—dice uno de sus confidentes—, y apenas se podía mover; pero cuando rezaba, yo le vi muchas veces levantarse de su asiento. Entonces su cuerpo parecía tener la ligereza de una pluma.» Eran los primeros ensayos para el vuelo definitivo. Una paz soberana envolvía ahora todo su ser. «¿Tenéis alguna inquietud?», le preguntaron en la última hora. «Ninguna», respondió él. Y añadió, extendiendo los brazos: «Dadme a Jesucristo; traedme a Jesucristo.»

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