domingo, 29 de junio de 2014

Homilía


Hoy celebramos la fiesta de San Pedro y San Pablo, los dos grandes pilares de la Iglesia. Ambos muy distintos, tanto por su carácter como por su forma de actuar.

Pedro, con rango de discípulo privilegiado de Jesús, es elegido por el Señor mientras se halla pescando en el lago de Galilea junto a su hermano Andrés y los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Es un hombre sencillo, de carácter impetuoso y noble de corazón, con muchas virtudes y grandes defectos, que le juegan malas pasadas en los momentos cruciales de la vida de Jesús, al que promete seguirle con entusiasmo y lealtad hasta la muerte, pero le traiciona por cobardía, aunque después se arrepiente. A pesar de todo, Jesús sigue confiando en él, y no sólo rehabilita su imagen como líder de los Doce, sino que le nombra cabeza de su Iglesia, con la única exigencia de amor a su Persona y a todos los hombres.

El encuentro con Jesús da un vuelco a su vida, convirtiéndose así de perseguidor de los seguidores de Jesús en su principal valedor y en el más dinámico de todos los Apóstoles.

Pablo, por otra parte destaca por su inteligencia, amplia cultura, dominio de los idiomas básicos de su tiempo: latín, hebreo, arameo y griego, conocimiento de la Ley. Es, además, un hombre apasionado, dogmático y fiel a las tradiciones judías, que le arrastran a la intolerancia y descalificación hacia quienes piensa, sienten y actúan al margen de sus convicciones. Persigue, por eso, a seguidores de la “nueva doctrina”. Vive en el error, pero es consecuente con sus principios.

El encuentro con Jesús da un vuelco a su vida, convirtiéndose así de perseguidor de los seguidores de Jesús en su principal valedor y en el más dinámico de todos los Apóstoles.

Pedro y Pablo representan todo el evangelio de Cristo.

La tradición de la comunidad cristiana de Roma los hermana en una causa común: la predicación del evangelio, unidos en la fe en Cristo Jesús, a quien aman entrañablemente, aunque sean humanamente muy diferentes el uno del otro y haya entre ellos divergencias en la forma de abordar la solución de los problemas surgidos entre judíos y cristianos provenientes del paganismo.

El seguimiento de Jesús nos transmite en la solemnidad de hoy un mensaje fundamental, reflejado en la búsqueda de la plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico de la Iglesia Ortodoxa, el Papa de Roma y todos los cristianos.

Hay varios detalles ilustrativos del evangelio de hoy que nos llaman la atención.

El primer lugar está la confesión de fe de Pedro a Jesús, en nombre de los Apóstoles y en el suyo propio. Jesús le revela, como respuesta, la misión que le confía de ser “piedra”, fundamento visible de todo el edificio espiritual de la Iglesia.

Este reconocimiento, según el relato de San Mateo “no proviene de la carne o de la sangre” (Mateo 16, 17), de su capacidad humana, sino de Dios Padre.

Sin embargo, cuando posteriormente Jesús anuncia su pasión, Pedro empieza a increparlo:”¡Líbreme Dios, Señor!¡No te pasará a ti eso!”(Mateo 16, 22). Con ello pretende protegerlo del mal, y se convierte inconscientemente en “piedra de tropiezo” (Mateo 17, 23), en un signo de la debilidad humana. Existe una tensión entre el don de Dios y la debilidad humana, que se manifiesta a lo largo de la historia en las luces y sombras del mismo papado.

El segundo lugar se fija en la clara promesa de Jesús, mucho más importante que las hechas por Dios a los antiguos profetas, pues va más allá de la existencia terrena de Pedro y se extiende al futuro de la Iglesia en todas las épocas: “El poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán” (Mateo 16, 19). Así, en Jeremías 1, 18-19, leemos lo siguiente: “Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte».

Y en tercer lugar, la simbología del relato evangélico, que va dirigida al poder dado a Pedro y sus sucesores de “abrir” y “cerrar” la puerta del Reino de los cielos, se centra en las “llaves”, o si queremos, en el ejercicio de la autoridad conferida a la casa de David, según Isaías 22, 22: “Lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá”. A Pedro, como administrador del mensaje de Jesús, le corresponde “atar y desatar”, que, en el lenguaje rabínico, alude a la facultad de aplicar o levantar la excomunión, y, en el de Jesús, al poder de perdonar los pecados. Algo que encontramos también en Juan 20, 22-23: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.»

La Iglesia es santa y es pecadora, porque santos y pecadores somos sus miembros. Necesitamos ser purificados por la Cruz de Jesucristo, a fin de que resplandezca en nosotros su amor.

Han pasado dos mil años de la promesa de Jesús a Pedro, en los cuales la Iglesia ha conocido la gloria y la vergüenza, persecuciones y corrupciones, atropellos a los derechos humanos y casos últimamente de pederastia y escándalos económicos. Es, poniendo un ejemplo, como un gigantesco iceberg navegando por el mar, Lo que de él vemos es tan sólo una novena parte, donde entra la jerarquía y múltiples instituciones. Lo demás está sumergido, oculto a nuestros ojos. No podemos calibrar la fe de millones de cristianos que se sacrifican por los demás en el calor del hogar, en la calle, en el trabajo… Que son un modelo a seguir, pero nadie se fija en ellos. Son los que construyen la paz y la fraternidad. Una muchedumbre de personas honradas, que siguen a Jesús sin llamar la atención. Las podemos identificar en los hospitales, en las cárceles, en Cáritas, en los centros de acogida a mayores y huérfanos, en las misiones, en los rincones más alejados e inhóspitos del mundo. Es la Iglesia silenciosa e ignorada, que apenas sale en los medios de comunicación social y no suele ser noticia.

Hoy, al evocar las figuras de Pablo, como Apóstol de los gentiles, y de Pedro, como primado de la Iglesia, nos fijamos en el Papa Francisco, su actual sucesor. Ha cogido la nave de la Iglesia en momentos de incertidumbre, de degradación de las instituciones, corrupciones por doquier, relativismo moral y ateísmo práctico, pero sabe, como Pedro, que cuenta con la asistencia del Espíritu, y ninguna tempestad podrá hundir la barca. Con él, nos invade a la mayoría el aire fresco de una nueva primavera, retornando a las fuentes del evangelio, a lo que Pedro y Pablo aprendieron de Jesucristo y nos lo han dado a conocer. Imitemos su ejemplo.

Tenemos que avergonzarnos de los malos comportamientos de nuestros hermanos cristianos y de nosotros mismos, pero nunca de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo.

Sintámonos orgullosos de haber sido bautizados en su nombre y del bien que irradiamos, a pesar de nuestra condición pecadora, gracias a los dones recibidos.

Alegrémonos con toda la Iglesia de todos los Maestros de la fe y de la herencia recibida por mediación de estos dos “pilares”, cuya memoria celebramos con fervor.

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