domingo, 22 de junio de 2014

Santos Tomás Moro y Juan Fisher

Tomas Moro fue un hidalgo inglés que con su probidad — y con su trabajo logró escalar las más altas dignidades del reino, y que en la cima de la prosperidad tuvo valor para cumplir aquella sentencia altiva que Pedro de Blois había aprendido en la Regla de San Benito: «Por la justicia y la libertad, todo hombre debe resistir hasta la sangre.» A los catorce años, Moro hace versos, estudia griego y latín, sirve como paje en la casa del cardenal Morton, se entrega con pasión a la alegría de los estudios clásicos y a las sanas efusiones de una amistad anudada entre los libros y las aulas. Uno de sus más fieles amigos, Erasmo, dirá más tarde de él: «Si alguien busca el modelo de la amistad, no encontrará a nadie mejor que Moro. ¿Cuándo formó la naturaleza un carácter más suave, paciente y feliz que el de Tomás Moro?» En aquellos años juveniles su vida tenía la dureza y laboriosidad de quien se propone llegar a las cumbres: desde las cinco de la mañana hasta las diez, estudió; después, la frugal comida: un pedazo de carne de un penique, repartido entre cuatro, y una sopa condimentada con la misma carne, con sal y avena; por la tarde, otra vez el estudio, hasta las seis; a continuación, la cena, seguida de largos razonamientos filosóficos o literarios, y a las nueve, a dormir. Nada de extraordinarios ni de fiestas, porque el padre del muchacho es rígido, y rara vez le deja unas monedas para diversiones.

Al estudio de las letras acompaña el de las leyes, y a los veintidós años, Moro es ya un abogado ilustre. Alterna los tribunales con la lectura de Platón; se engolfa en el estudio de los Santos Padres, y en especial de San Agustín; traduce la Farsalia, de Lucano, y, entre otros libros históricos, escribe la vida de Pico de la Mirandola, héroe brillante del Renacimiento italiano, cuya extraña personalidad ha deslumbrado al joven abogado, entusiasta, romántico y soñador a la vez. Es entonces cuando medita la más famosa, no la más bella, de sus obras, la Utopía, juguete literario y sueño de la fantasía, en el que se ha querido achacar a Tomás Moro todas las teorías expuestas por los personajes que atraviesan por sus páginas. En realidad, la Utopía no es más que un desafío a la sociedad bárbara en que el autor vive, proponiéndole el modelo de otra que se concibe como irrealizable. Utopía es una isla que no se encuentra en ninguna parte (ou topos = ningún lugar); Hythloday, el protagonista de la obra, es lo mismo que experto en desatinos; la capital de la isla, Amaurote (ciudad espectral), situada sobre el río Anyder (sin agua), tiene por habitantes, de un lado, a los alaopolites (ciudadanos sin ciudad), y de otro, a los acorianos (pueblo sin patria). Todo es fantástico y paradójico, y el que se olvide de esto no llegará a entender nada de este libro tan discutido.

Al terminar su carrera, Moro vivió tres años enteros en la Cartuja, escribiendo; estudiando, haciendo versos y meditando sobre su vocación. Convencido, al fin, de que Dios no le llamaba hacia la vida religiosa, formó un hogar: su famosa casa de Chelsea, que fue una maravilla de orden y de felicidad. Chelsea es una casa y un jardín que se extiende junto a las aguas del Támesis; un jardín alegrado y enriquecido con los más diversos ejemplares del reino animal y del vegetal. Entre la desaliñada exuberancia de los árboles y las flores se divisan plumajes de pájaros exóticos, pieles sombrías de cuadrúpedos traídos de las tierras recién descubiertas, y toda suerte de animales indígenas. Paseando por los senderos o sentados bajo las arboledas, leen allí en voz alta, o estudian bajo la vigilancia del profesor, los hijos del amo de la casa: Juan, el único varón; Isabel, Alicia, Cecilia y Margarita, la más despierta, la más amante, la preferida. Es allí donde Tomás Moro ha conseguido realizar una pequeña Utopía. «En aquel rincón delicioso—dice su amigo Erasmo—, Tomás Moro vivía feliz con su familia. con su mujer, con sus hijos y con sus nietos. Sería difícil encontrar un hombre más aficionado a los niños. Su mujer no es joven ni del todo amable; pero es él de ánimo tan acomodadizo, o, más bien, de tanta virtud y prudencia, que si aparece un defecto que no puede ser remediado, trata de amarlo como si fuera la mejor cosa del mundo. Diríase que la Academia de Platón ha vuelto a revivir: pero hago daño a la familia de Moro comparándola con la Academia platónica, porque en esta última las principales materias de discusión eran la aritmética, la geometría y ocasionalmente, la ética, mientras que la familia de Moro merece el nombre de escuela por el conocimiento y la práctica de la fe cristiana. Ninguno, de uno u otro sexo, descuida la lectura o la literatura, aunque el principal y el primer cuidado sea el ejercicio de la piedad. No hay animosidades; no se oyen palabras agrias; no se ve a nadie desocupado. Y no es la severidad o el enojo el medio con el cual Moro mantiene esta disciplina, sino la suavidad y la bondad. Todos se ocupan de sus quehaceres, pero la diligencia no impide la diversión.»

Aun ausente, Moro seguía siendo el alma de la casa y el director de la enseñanza, por medio de las cartas que recibía o enviaba a sus hijos. En cierta ocasión escribía a uno de los maestros: «Haced comprender a los pequeños que la buena conducta es para mí mucho más agradable que la instrucción que pueden adquirir, porque si la ciencia unida a la virtud es preferible a todos los tesoros de la tierra, los bienes que la ciencia nos procura, si son ajenos a la inocencia de costumbres, no son más que falsos e imaginarios. Sea lo que fuere, si una de mis hijas llega a juntar a la modestia y a la piedad una sólida instrucción, la consideraría como más favorecida por el Cielo que si reuniese a las riquezas de Creso la belleza de Helena.»

Aunque sonriente, natural y luminosa, la espiritualidad de Tomás Moro era el reflejo de la moral evangélica. Era la espiritualidad del hombre de mundo que sabía plegarse a la urbana cortesía y esconderse en el santuario de la intimidad. Rasgo interesante: sir Tomás no bebía más que agua; pero cuando algún visitante se sentaba a su mesa, por acompañarlo tomaba también él un poco de vino o cerveza para brindar. El severo asceta se disfrazaba con la sonrisa del anfitrión, ameno, cordial, preocupado, ante todo, de dar a los amigos una diana acogida. Usó cilicio durante muchos años sin que nadie lo supiese, hasta que el crimen fue descubierto por su mujer, que levantó una imponente batahola. Moro dejó pasar la tormenta, pero volvió a llevar aquel instrumento de penitencia, que, un poco antes del martirio, envió como recuerdo a su hija Margarita. Al oír su conversación, al gustar aquel humorismo irresistible que afloraba constantemente en sus labios y que le acompañará hasta el cadalso, nadie hubiera adivinado en él al hombre de los continuos ayunos, de las largas prácticas de piedad, de la preocupación constante por la presencia de Dios. No encontramos en él la ruda vehemencia de una Catalina de Siena, ni los místicos fulgores de un San Juan de la Cruz. ni la grandeza de un San Francisco de Asís. El paisaje de su alma es todo sereno y alegre, hecho de líneas suaves, de claridades puras, como las frescas campiñas de las orillas del Támesis, que a él tanto le agradaban. Su cristianismo, lejos de destruir para él el sabor y el goce de la vida, transformó, enalteció y exaltó ese goce; y el cristianismo fue su goce supremo. Nunca la adversidad pudo eclipsar su optimismo, fundamentado en una confianza en Dios que no desfallecía nunca. En las pérdidas de dinero, se decía, hablando consigo mismo: «Si lo hubieras gastado bien, no tienes por qué afligirte, pues Dios recompensará tu buena voluntad. Si lo hubieras guardado con avaricia o gastado malamente, tienes motivo para estar contento, pensando que has ganado con la pérdida, ya que la causa y ocasión de pecado ha sido eliminada por la bondad de Dios.» Y para consolarse de los deseos frustrados, discurría de esta manera: «Tan ciega es nuestra naturaleza y tan ignorante de lo que va a suceder, tan insegura del pensamiento que hemos de tener mañana, que Dios no podría tramar mayor venganza contra el hombre que el concederle en este mundo todos sus deseos.» Esta conformidad se manifestaba en todos los sucesos prósperos y adversos de su vida. En cierta ocasión escribía a su mujer estas líneas admirables: «He sabido que un incendio ha quemado nuestros graneros. Es, ciertamente, grande lástima que se haya perdido tan buena provisión de trigo, pero puesto que ha sido la voluntad de Dios enviarnos esta prueba, debemos recibirla no sólo con resignación, sino con alegría. Todo lo que hemos perdido. Él nos lo ha dado, y puesto que nos lo quita, cúmplase su santa volunta. Su sabiduría ve mejor que nosotros lo que nos conviene. Os pido, pues, que estéis contenta y que vayáis con toda la familia a la iglesia para dar gracias a Dios por lo que nos dio, por lo que nos quitó y por lo que nos deja.»

La sinceridad de sus convicciones religiosas hizo de Tomás Moro uno de los más ardientes paladines de la ortodoxia frente al avance de las grandes herejías de su tiempo. Apostado como vigía en las puertas del Renacimiento, se dio cuenta desde el primer momento de la importancia que iban a adquirir los errores luteranos, adivinando con clarividencia profética el porvenir sombrío de aquella Inglaterra alegre de su juventud, dividida y ensangrentada por el cisma. Su lucha por la fe empieza con un libro de carácter ascético, que publica en 1522, y continúa hasta el cadalso, unas veces con la pluma, otras con la palabra, otras con el prestigio de su situación política y social. Confunde al luterano Tyndale, defiende la doctrina de la Eucaristía contra los innovadores, rebate al mismo Lulero, en un libro donde encontramos las únicas frases violentas que salieron de su pluma. Su estilo es siempre el espejo de su vida; escribió como vivió: sencillamente, honradamente, alegremente, sin ostentación, en la fe verdadera y en el temor de Cristo.

El amor de Tomás Moro a la religión de su infancia se manifestaba en palabras como éstas que dirigió una vez al marido de su hija Margarita: «¡Ay, Hijo Roper! Quisiera Dios que fuera yo encerrado en un saco y tirado al Támesis con tal de que se estableciesen estas tres cosas en la cristiandad; primera, que los príncipes de Europa olvidasen sus discordias y viviesen en paz; segunda, que la Iglesia de Cristo volviera a recuperar la uniformidad de la religión; tercera, que este asunto del matrimonio del rey se solucionara para gloria de Dios y tranquilidad de todos.» Estas palabras suenan como un presentimiento en aquella vida heroica: Tomás Moro marcharía al suplicio, pero aquel enojoso asunto del matrimonio del rey había de enredarse más cada día. Bien conocida es la historia: Enrique VIII de Inglaterra tuvo escrúpulos por su matrimonio con Catalina de Aragón, que había estado antes desposada con su hermano Arturo, y entabló en Roma aquel famoso proceso encaminado a conseguir el divorcio. Roma contestó defendiendo los derechos inviolables de la ley evangélica, y fue entonces cuando Enrique, herido en su orgullo, desligó a su reino de toda obediencia con respecto a la Santa Sede y se proclamó Papa de la Iglesia de Inglaterra. Muchos de sus servidores sintieron lástima ante las hondas torturas de la conciencia real; otros, los más, descubrieron la hipócrita marrullería, adivinando detrás las maquinaciones de una mujer bella, fría, calculadora y profundamente ambiciosa, Ana Bolena; mas juzgaron de mucha utilidad hacer la rueda al pavo rey; pero hubo algunos que tuvieron valor para no aplaudir ante aquella comedia y para defender los derechos del Vicario de Cristo. Uno de ellos fue Tomás Moro.

De dignidad en dignidad, Moro había llegado a ocupar el puesto de gran canciller y guardasellos del reino. El favor de los grandes de la tierra le había asustado siempre. Ni la adulación ni el ansia de medro pudieron doblegar nunca su voluntad. Un día, el cardenal Wolsey, que le había nombrado presidente de la Cámara de los Comunes, le llamó necio y torpe, porque se oponía a un proyecto en el que tenía ya el votó favorable de todos sus camaradas. «¡Gracias a Dios—contestó él—que el rey no tiene más que un tonto en su Consejo!» Y en otra ocasión decía a su yerno, porque le felicitaba de haberle visto paseando junto al río con el soberano: «¡Ah, hijo Roper!, debo decirte que no tengo de qué envanecerme; porque si mi cabeza pudiera ganarle al rey un castillo en Francia, no vacilaría en sacrificarla.» Nombrado canciller, Moro prestó su juramento de costumbre el 2 de octubre de 1529, en el gran hall de Westminster. El duque de Norfolk pronunció el discurso acostumbrado, ponderando la admirable sagacidad del elegido, su integridad, su inocencia y aquella placentera facilidad de ingenio, bien conocida de todos los ingleses: «Su majestad ha conocido que no hay en el reino un hombre más sabio en su deliberar, más sincero en comunicarle su pensamiento, ni más elocuente en expresar su decir.» Por una vez al menos, las fórmulas oficiales decían la verdad.

Un día, paseando con su amigo por la galería de Hampton Court, Enrique le reveló sus inquietudes interiores. La mirada perspicaz del abogado debió de adivinar la verdad al través de las mentidas razones, pero el protocolo le obligaba a callar. No sería él quien repitiera aquellas palabras del cardenal Wolsey al caer en desgracia: «Si hubiera servido a Dios como he servido al rey, no estaría ahora donde estoy.» La tempestad se acercaba, y, queriendo prevenirla, Tomás Moro presentó su renuncia y entregó el sello. La manera con que se lo anunció a su mujer nos revela su carácter. Todos los días festivos uno de sus servidores iba a la iglesia de Chelsea, y, terminada la misa, anunciaba a mistress Moro la salida del canciller con estas palabras: «Milord se ha ido.» Aquella mañana Moro fue en persona en busca de su esposa, y abriendo la puerta, le dijo: «Señora, milord el canciller se ha ido.» Entonces empieza la pobreza a ensombrecer sus días; estaba arruinado, pero tenía pura el alma y limpia la honra. No había hablado; pero aquel silencio, en medio de la adulación general, fue tan elocuente como el anatema del Bautista. Ana Bolena, que derribaba cardenales de un abanicazo, sintió el escozor de la bofetada, y por su mente pasó el recuerdo de Herodías. El día de la coronación de la nueva reina, Tomás Moro vio llegar a su casa un paje que le traía de parte del rey veinte libras para que se comprara un traje a fin de asistir decentemente a la ceremonia. Moro se negó a aceptarlas. Poco después, una visita menos agradable. Cuatro miembros del Consejo, cuatro voluntades de seda en las manos reales, venían a aconsejarle y a explorarle.

Salió al fin aquella acta de marzo del año 1534 por la cual se confirmaba el matrimonio del rey con Ana Bolena y se rechazaba la autoridad del Papa. Todo inglés debia jurar conformidad y obediencia, bajo las más severas penas; y Moro fue llamado a presentarse delante del Comité. Era el 14 de abril. Como siempre que iba a emprender un negocio importante, sir Tomás se dirige muy de mañana a la iglesia contigua a su casa para oír misa y comulgar. Después se despide de los suyos desde el portón del jardín, y, «con el corazón entristecido», sube a la barca, seguido de Roper. Va preocupado y caviloso, pero, después de un rato rompe el silencio y dice a Roper: «Doy gracias al Señor porque la batalla está ganada.» Llega ante los comisionados, Moro tiene un gesto de humilde grandeza muy propio de su temperamento: «Después de haber leído el acta, declara que no es su propósito señalar ninguna falta en ella ni en aquellos que prestan su juramento, ni condenar la conciencia de ningún otro hombre, pero que su conciencia no le permite prestar el juramento.»

Tres días más tarde, la Puerta de los Traidores se cerraba detrás de aquel que había sido lord canciller del reino. Allí, bajo las ceñudas bóvedas de la Torre de Londres, se encontró con un anciano que tenía la aureola de una vida sin tacha: Juan Fisher, el santo obispo de Rochesier, antiguo preceptor del rey, confesor de su madre Margarita, canciller de la

Universidad de Cambridge, sin igual en Inglaterra por su santidad, por su doctrina, por su vigilancia pastoral. Al aparecer la Cautividad de Babilonia, de Lulero, había respondido con la Defensa de los siete Sacramentos, libro en que puso toda la madurez de un maestro y toda la elegancia de un humanista. Refutó luego las calumnias de Velenus, un corifeo de los innovadores; defendió la Eucaristía contra Ecolampadio; deshizo los sofismas de Lutero contra el sacerdocio; comentó las Sagradas Escrituras y publicó diversos tratados ascéticos.

Al estallar el cisma, una monja de Kent, Isabel Barton, fue enviada al suplicio porque se permitió hacer públicos algunos vaticinios de carácter político, que hicieron mucho ruido en toda Inglaterra. Se acusó a Fisher de estar complicado en aquella cuestión, porque se negó a lanzar el anatema sobre aquella santa mujer, y fue encarcelado. Quince meses de prisión durísima, sin un libro, sin el alimento indispensable, en una mazmorra húmeda y maloliente. Para premiar el valor del heroico prelado, Paulo III le elevó a la dignidad cardenalicia, con la esperanza de que el rey le trataría con más consideración; pero al recibir la noticia. Enrique contestó con esta burla: «Bien puede Su Santidad enviar capelos a quien quiera, que yo haré que no haya cabezas donde colocarlos.» Se hicieron luego esfuerzos inauditos para arrancar a Fisher el juramento de supremacía espiritual; pero ni las promesas, ni las amenazas, ni las privaciones, ni los sufrimientos pudieron hacer flaquear a aquel anciano de ochenta años. Sentenciado a muerte, el animoso prelado salió de la prisión radiante de alegría. «Vamos, pies míos —dijo, arrojando el bastón que sostenía su vejez—, haced vuestro oficio; ya me queda poco que andar.» Iba vestido con sus mejores galas, leyendo el Nuevo Testamento y exhortando a la multitud. Sus últimas palabras fueron éstas: «Muero por vuestra santa fe; rezad por mí. Señor, acoged mi alma; salvad al rey y al pueblo.» Después se arrodilló, comenzó el Te Deum y entregó al hacha su cabeza.

Sucedió esto el 22 de junio del año 1534. Moro, desde la ventanilla de la Torre, vio pasar a su amigo, pero aquel espectáculo, lejos de inducirle a ceder, como habían creído sus jueces, le preparó para el combate definitivo. Poco después llegó a la puerta de la cárcel un hombre que no podía traerle nada bueno: el arzobispo Crammer. Un esfuerzo más para conseguir del preso el juramento deseado:

—Ese juramento violentaría mis íntimas convicciones —dijo Tomás Moro.
—Pero tu negativa—repuso Crammer—sería una condenación de los que lo han prestado.
—Yo no condeno a nadie—respondió el anciano—, porque no conozco las razones que han tenido; pero me condenaría a mí mismo, porque sé que obraría contra mi conciencia.
—Pero debes convencerte de que tu conciencia es errónea, teniendo en contra todo el Consejo de Estado de la nación—dijo, implorando, el arzobispo.
—Me convencería—concluyó Moro—si no tuviese de mi parte un consejo mejor todavía: el consejo de toda la cristiandad.

Rehusar era morir, y Tomás Moro aceptó tranquilamente su destino. Ana le observaba desde las alturas de su triunfo. Dios le reservaba aún pruebas mayores.

Un día su carcelero le entregó una carta. La abrió...: estaba empapada de lágrimas; sus letras abrasaban, porque por ellas corrían todas las llamas del amor de una hija. Margarita, con acentos desgarradores, conjuraba a su padre que pronunciase el juramento salvador. «Entonces el rey no nos mirará con ira y tú no habrás sido traidor a nuestra santa ley, porque ese juramento admite un sentido bueno.» «¡Oh hija mía!—contestaba el padre—, el temor de morir no me aflige; pero tus lágrimas que yo he sentido todavía húmedas, pero tu súplica, tu esperanza, tu dolor... Margarita, mi querida hija, no puedo; mi convicción es inquebrantable; no puedo, no quiero faltar a mi deber. No tengo miedo a la muerte; pero el pensar que tu madre, tus hermanos, que tú, Margarita mía, habéis de sufrir por mí, me espanta...¡Oh, que Dios os proteja y que Él me bendiga!»

La hija no se dio por vencida. Poco después anunciaba a su padre, sin poder dominar su alegría, que el obispo de Rochester había suscrito la fórmula del Estatuto. «Hija mía—contestaba Moro—, pobre inocente, tu no conoces la perversidad de los hombres. Te han engañado. Fisher, mi amigo, no ha cometido esa bajeza. Pero, aunque él la hubiera cometido, yo no la cometeré.»

Aquella voz no había sido más que una artificiosa calumnia con que el rey quería engañar a su antiguo ministro. Fisher permaneció constante y fue condenado a muerte.

El primero de julio de 1534 llegó su vez a Tomás Moro. Pronunció su defensa, noble y leal, con una serenidad admirable; pero su muerte estaba ya decretada. La sentencia decía que, por especial favor, el rey se contentaba con cortarle la cabeza.

—Que Dios preserve a mis amigos de semejantes favores—dijo el sentenciado,

Bajo la custodia de Eduardo Kingston, que derramaba gruesas lágrimas, anduvo a pie el camino que lleva desde la Audiencia de Westminster hasta la Tone. Delante de él caminaba el verdugo, señalando su rostro con el filo del hacha. Iba apoyado en su bastón, porque cinco meses de cárcel le habían quitado las fuerzas. En tan corto tiempo sus cabellos se habían vuelto blancos, tan blancos como la nieve, y bajo la bóveda del calabozo se había encorvado su cuerpo. Sólo su alma continuaba firme.

Marchaba sosegado y pensativo, cuando, de pronto, junto al río, levanta la cabeza, y en el mismo instante una mujer se arroja a su cuello; en el aire chocan estas exclamaciones:

—¡Padre!

—¡Hija mía!

Era Margarita, su muy querida Margarita. Ya no hubo más palabras; fue una conversación de miradas y sollozos... Ella cayó a sus pies; él la bendijo y siguió caminando. Pero la hija no podía separarse del padre; iba detrás de él regando con sus lágrimas el largo calvario. Se repetía la escena de la calle de la Amargura. Delante de la prisión, la pobre Margarita exhaló un grito desesperado y besó por última vez la frente de su padre... Después giró la puerta de hierro y ya no se volvieron a ver en este mundo.

Pero dos días después, dispuesto ya para el suplicio, pudo encontrar un carbón para escribir estas palabras: «Adiós. Margarita, yo te bendigo; bendigo a tu esposo y a tu hijo; bendigo a todos mis hijitos y nietecitos y a todos los amigos que me quedan en este mundo. Sé feliz, muy querida hija mía. Voy a morir fiel a mi Dios y a mi rey. ¡Que descienda sobre vosotros mi última bendición!»

Al pie del cadalso se detuvo unos instantes para orar; después subió con paso firme, dio una moneda de oro al verdugo, le abrazó y presentó la cabeza...

El nombre del mártir se lee todavía en las listas de oblatos benedictinos de Christchurch, en Cantorbery. En aquella abadía recibió el escapulario que había de teñir y honrar con su sangre; allí, en medio de aquellos monjes, cuya vida de santo comunismo, sosegada y feliz, había conmovido su espíritu, concibió los generosos extravíos de su Utopía; allí convivió con las almas fuertes de Agustín, Lanfranco, Anselmo y Tomás Becket, que le enseñaron a resistir a los reyes por causa de la libertad y de la justicia, hasta la miseria, hasta el destierro, hasta la sangre y la muerte. ¡Y respondió a la lección!

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