domingo, 25 de mayo de 2014

Homilía


Nos acercamos al fin de la cincuentena pascual, en el último domingo antes de la Ascensión de Jesús al cielo.

A lo largo de este tiempo, el Espíritu ha estado misteriosamente presente en todos los acontecimientos celebrados, a través de la lectura de los Hechos de los Apóstoles, que describen su acción salvadora en la primitiva comunidad cristiana.

Es el Espíritu, que Jesús promete a los Apóstoles, para llevar a plenitud su obra redentora.

Él se va, pero deja un abogado, que también está presente en el misterio trinitario de Dios y se encarga de llenar la ausencia de Jesús.

Hoy le vemos actuando en Samaria, inspirando la predicación del diácono Felipe, que se traslada a estas tierras habitadas por cismáticos del judaísmo, que no quieren seguir el purismo cultual de Jerusalén.

Prefieren un sincretismo religioso, infectado por corrientes culturales paganas.

El evangelio tiene varios pasajes, que corroboran el enfrentamiento de ambos pueblos, y la enemistad existente entre ellos.

Parece ser que el móvil, que impulsa a Felipe a salir de Jerusalén, es una persecución desatada contra los cristianos helenistas, de la que se sirve el Espíritu para empezar a predicar el evangelio fuera del marco geográfico de Judea, donde se han agrupado los seguidores de Jesús.

Dios escribe recto con líneas torcidas.

Estos lugares, despreciados por su sincretismo religioso y corrientes paganas, se convierten pronto en el principal foco irradiador de las tareas misioneras de la Iglesia naciente

Muy cerca de aquí, en Antioquía de Siria, se empieza a llamar “cristianos” a los adeptos a la doctrina de Jesús.

La Iglesia es misionera o no es. Nace, crece y vive siempre bajo la acción del Espíritu Santo mediante la imposición de manos por los Apóstoles.

Para ello, no basta haber recibido el primer anuncio y el bautismo en nombre de Jesús.

Esta es la razón por la que Felipe llama a los Apóstoles para confirman en la fe a los conversos.

No se trata de exponer razones ideológicas, sino de mostrar un estilo de vida presidido por la bondad, que anima el corazón del creyente.

Por eso, la mejor manera de dar razón de la esperanza es actuando

“con mansedumbre, respeto y en buena conciencia” (I Pedro 3, 15).

Los litigios, querellas y condenas apagan la esperanza e introducen a la persona en una espiral de rechazo y violencia.

La esperanza cristiana no defrauda, porque se asienta en el ejercicio de la bondad, tanto en el pensamiento como en las obras.

Pedro da un razonamiento simple, fácilmente entendible:

“mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal” (I Pedro 3, 17).

Revolverse contra la enfermedad o el dolor, disparar dardos verbales contra todo lo que se mueve, cargar sobre los demás las propias frustraciones, evadir responsabilidades… acarrea profundas depresiones.

Nuestro mundo, tan afectado también por las crisis económicas, morales y sociales, necesita testigos de esta índole, que prediquen, con el ejemplo de una conciencia limpia, la alegría de vivir en camino hacia el cielo, que Jesús nos ha prometido.

Amar y guardar los mandamientos van íntimamente unidos.

Es como una pescadilla que se muerde la cola.

El que ama cumple con los deseos de la persona amada y trata de satisfacer sus peticiones.

Para ello.

No necesita normas, imposiciones o leyes. Las cumple, aunque no las conozca.

Nadie puede enseñar a una madre cómo debe amar a su hijo.

Lo ha recibido por naturaleza como don sagrado de Dios.

El Espíritu, de amor, que Jesús nos envía, se hace presente en cada uno y en la comunidad, para mantener vivos en nuestra mente y en nuestro corazón los dichos y hechos de Jesús, desde la predicación del evangelio, hasta su muerte en cruz y resurrección.

Responde así a la promesa de Jesús, que escuchamos:

“No os dejaré desamparados” (Juan 14, 18).

y a la que escucharemos el próximo domingo:

“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20).

El Espíritu de Jesús no es un extraño.

Es un amigo entrañable, que nos inspira y alienta.

Sentirse amado por él y responder a su amor, empapa de tal manera el corazón de creyente, que se siente impulsado a comunicarlo a los demás.

Lo que llamamos “nueva evangelización” es una respuesta actual a este amor gratuito de Jesús, que le hizo exclamar en su día a Pablo:

“¡Ay de mí si no evangelizara!” (I Corintios 9, 16).

Los tiempos que vivimos no son tan diferentes a los de hace dos mil años.

Las necesidades humanas son siempre las mismas: necesitamos amar y ser amados, ser válidos, ser autónomos, vivir en pertenencia…

Las costumbres han variado con el avance de las ciencias, las rápidas comunicaciones nos permiten un amplio conocimiento del mundo, las ideologías imperantes nos invitan a optar por sistemas de vida concretos, a veces antagónicos, que tratan de llenar los vacíos existenciales del hombre, pero seguimos hambrientos de fe, de ilusiones, de un ideal que dé sentido a nuestros actos.

El cristianismo en Europa ha pasado, en pocas décadas, de una fe sociológica de masas a otra de trincheras, debido a la caída en la práctica religiosa de la clase obrera y de la juventud.

Urge una regeneración espiritual de la Iglesia, purificada de antiguos triunfalismos y cercana a los más pobres y necesitados.

La palabra y el testimonio han de ir juntos de la mano para hacer creíble el evangelio.

Sigue habiendo, por fortuna, un “resto santo” en nuestra comunidades, que se mueve por inspiración del Espíritu y es capaz de insuflar ánimo a los decaídos y esperanza a los que pasan de todo, porque, a fuerza de ser atropellados en sus derechos, han perdido la ilusión.

Para éstos, y para todos en general, el evangelio sigue siendo buena noticia y un punto de referencia para superar el aburrimiento que nos invade por falta de autoestima y de motivaciones para reconocer en los demás la presencia cercana de Jesús.

La puesta en marcha de semanas de evangelización, por parte de parroquias y movimientos, revelan que algo extraordinario se está abriendo paso dentro de la Iglesia

Católica, para que el Espíritu Santo, que no nos ha dejado nunca, sea el verdadero protagonista de una primavera cristiana entre los fieles con fe adormecida y en otros que todavía no conocer a Jesús.

Demos razón de nuestra esperanza y dejemos que el Espíritu hable por nosotros y agregue al Pueblo de Dios a cuantos se dejen seducir por él.

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