domingo, 22 de diciembre de 2013

Homilía



La liturgia de hoy nos muestra dos personajes, que reaccionan de distinta manera a la promesa de Dios: Acaz y José.

El rey Acaz es la, imagen del hombre incrédulo, que prefiere salvar su vida humillándose ante el enemigo antes que confiar en Dios.

Pero Dios le da una señal para significarle que conoce la angustia de su Pueblo y la necesidad de ser salvado de los ataques del enemigos:

“He aquí que una virgen concebirá, dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, Dios con nosotros”
(Isaías 7,14).

José, en cambio, representa al creyente que se abandona al proyecto de Dios.
La vida de >José, al igual que la del patriarca Abraham, se ve convulsionada por el llamamiento de Dios a aceptar como esposa a María, sabiendo que el hijo que ésta lleva en sus entrañas no es suyo.

Por eso, en lugar de repudiar a María, con la que ya estaba desposado, vela por su familia con solicitud amorosa, aferrándose a la voluntad de Dios.

De esta manera, como ocurre a millones de hombres y mujeres, va fortaleciendo el proceso de su fe a través de las pruebas que Dios le envía y sintiendo con el paso del tiempo la luz que disipa las dudas de su noche obscura:

“No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”
(Mateo 1,20-21).

Después de haber reflexionado sobre José nos fijamos ahora en María, la mujer de entrega confiada a la voluntad de Dios, a punto de dar a luz el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”(Is 7,14).

¡Cuántas ilusiones y sueños para el Hijo que lleva en su seno!

Es pobre y no podrá ofrecerle una vida cómoda, pero recibe y recibirá todo el cariño del que es capaz, al lado de José.

Y, cuando nazca: ¿cómo será?

Me imagino el tremendo drama que sufrirán miles de madres jóvenes que abortan; unas, fríamente, sin sentimientos; otras, la mayoría, arrastradas por los problemas económicos, por las presiones familiares, por los propios novios o maridos o un entorno que ha renegado de los principios morales básicos.

Según las estadísticas el número de suicidios entre las jóvenes que abortan se multiplica por cuatro en relación a las de su edad. Son unas tristes secuelas de un acto que envuelve y envolverá. sus mentes y corazones mientras vivan.

Están resurgiendo con mucha vitalidad los movimientos católicos en defensa de la vida, encabezados por el Papa, y su empuje se deja notar con fuerza, lo que permite albergar esperanzas de la regeneración moral que tanto necesitamos.

Con los criterios hedonistas de ahora, probablemente Jesús no habría nacido, al igual que muchos de nosotros.

La grandeza de la maternidad resplandece todavía más en la pobreza, por el sacrificio heroico que supone para los padres, pero la alegría de la generosidad se ve siempre recompensada.

Debió ser muy doloroso para María y José que se les cerraran las puertas por ser pobres. Todos los padres quieren que su hijo nazca en las mejores condiciones posibles.

El nacimiento de Jesús y su muerte en cruz nos demuestran hasta qué punto Dios quiso encarnarse en las realidades más duras de la vida humana.

Dios se encarna en nuestra naturaleza humana desde la condición más humilde, para que todos comprendamos que no es ajeno a nuestras limitaciones, pruebas y sufrimientos.

Dios se encarna en el inmigrante que abandona su patria en busca de una vida mejor para sí y para su familia.

Dios se encarna en los que surcan el mar, en pateras o barquichuelos quebradizos con el fin de llegar a una “tierra prometida que les libere de la pobreza y la miseria. Explotados sin escrúpulos por las mafias, millares de ellos mueren ahogados durante la travesía. Las escenas que vimos hace varias semanas en una morgue improvisada de la isla de Lampedusa son la denuncia más clara de las sangrantes desigualdades y de las injusticias cometidas contra estas gentes, cuyo único “pecado” es el hambre.

Dios se encarna en el vagabundo sin familia, sin amigos, sin casa,, que duerme en cualquier rincón y sufre la soledad y el olvido.

Dios se encarna en el parado sin recursos, que patea la ciudad, de empresa en empresa, y regresa a casa desconsolado, porque no encuentra trabajo.

Dios está en medio de cada uno de nosotros compartiendo nuestros sufrimientos y alegrías.

Podemos sentir su presencia si nos miramos por dentro y valoramos la vida que nos ha regalado.
Ser conscientes de su presencia nos ayuda nos ayuda a comunicarnos con Él, a pedirle consejo en la solución de los problemas, a darle gracias por los dones recibidos, a declararle nuestro amor a lo largo de la jornada.

Los cristianos solemos rezar poco o cuando nos aprieta una grave necesidad, y lo hacemos casi siempre de forma interesada y egoísta.

Imitemos el ejemplo de San José, proclamado por los evangelios “justo”, con todo lo que entraña esta palabra en la mentalidad judía. No cabe mayor reconocimiento.

Es el hombre bueno, honesto, trabajador, obediente, religioso y fiel, que asume la vocación de servir y ponerse en camino. Se convierte así, como Abraham, en “padre de muchos pueblos”.

La tradición judía afirma que la descendencia se contabiliza a partir del padre, que es quien mantiene en su memoria la genealogía de sus antepasados.

José, es descendiente del rey David, y según la legislación judía, sólo el varón adulto puede dar nombre a su hijo y enraizarlo en el Pueblo de Israel.

Entra en los planes de Dios como el padre en lo humano de Jesús para alimentarle, acompañarle y guiarle.

El significado del nombre de Jesús: “Emmanuel, Dios con nosotros”, que le ha sido dado del Cielo, adentra a José en la importancia de la misión que le ha sido confiada.

Existe un lema entre los docentes y Escuelas de Padres: “Los hijos no aprenden, imitan”.

La influencia de José en el oficio de carpintero y el tipo de educación que le dio fue decisiva, sin duda, tanto de palabra como de obra.

La forma de tratar a los pobres, la honradez con el prójimo, la libertad de espíritu, el sumo respeto a todos, la relación con Dios y mil detalles fueron calando hondo en el niño y joven Jesús.

Es una pena que sepamos tan poco de este personaje singular: el relato de hoy, unas pinceladas sobre el nacimiento en Belén, la huída y vuelta a Egipto, la pérdida y posterior hallazgo de Jesús en el templo y la perplejidad de la gente al comprobar la sabiduría de Jesús: “¿No es éste el hijo del carpintero?”(Mt 13,55).

Un corto bagaje para analizar su especial importancia en la historia de la salvación.

Sin embargo, hay un camino para conocer a José: la personalidad humana de Jesús.

La compasión con los débiles, la misericordia con los pecadores, la denuncia de las injusticias y el inmenso cariño que profesaba Jesús al “Padre del Cielo” (al “Abba, Papaíto”), debió aprenderlo de su “padre” terreno durante los muchos años que estuvo sujeto a su autoridad.

¡Qué mejor elogio del buen José!


Dios ha querido hacerse uno de los nuestros, compartiendo con nosotros la aventura de la vida y experimentar lo que significa ser humano. Para ello, busca casa donde habitar. Y encuentra a María y a José con los oídos abiertos y el corazón sensible a sus planes.

Durante estos días nos hemos fijado en Isaías y Juan el Bautista como modelos de esperanza, pero son María y José, en quienes se cumplen las promesas de Dios, los prototipos de Adviento.

Imitemos sus actitudes humildes, su silencio, su alegre espera en medio de las dificultades, sus preparativos para acoger al Niño, su oración.

¡Que cuando venga el Señor nos encuentre en vela, con las puestas abiertas y las luces encendidas!

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