domingo, 15 de diciembre de 2013

Homilía



El pasado Domingo celebramos la fiesta de la Inmaculada, sustituyendo al 2º Domingo de Adviento. Por esta razón no escuchamos a Juan el Bautista con el tono marcadamente sombrío de su predicación, basada en la ira inminente de Dios, pronta a descargar sobre quien no se convirtiera.

Juan era un profeta a la antigua usanza: asceta, sobrio, recto cumplidor de la Ley, serio y autoritario.

Su misma vida en el desierto era expresión de su mensaje de penitencia y ayuno ante la llegada del juicio de Dios.

La predicación de Juan el Bautista caló hondo en muchos corazones. Por eso tenía seguidores y discípulos que continuaron con su doctrina muchos años después de la Muerte y Resurrección de Jesús. San Pablo se encontró en Efeso con algunos de estos seguidores.

Las palabras de Juan inspiraban temor en sus oyentes y miedo al castigo divino; algo muy común en el Antiguo Testamento.
Esta teología ha llegado hasta nuestros días en muchos sectores cristianos.

Recuerdo en mi niñez algunos dibujos impresos en libritos que repartían en la catequesis. Los había espeluznantes, con dragones y serpientes que se tragaban a los condenados, así como llamas inmensas que quemaban a las almas por su mal comportamiento. Eso era el infierno, y un profundo miedo anidaba en mi corazón.
Hemos crecido con miedos, tristezas, prohibiciones y condenas.

Creo que Juan el Bautista era conciente, en su noche oscura de la cárcel de Maqueronte, del fracaso de su predicación. No acababa de entender el mensaje de Jesús, y su corazón estaba sembrado de dudas: ¿Será o no será el Mesías?

La actuación de Jesús quebraba sus esquemas y sus expectativas mesiánicas.
No se imaginaba un Mesías bondadoso, cercano al hombre y rico en misericordia, que era la base de la predicación de Jesús, ni seguramente entendía que su modo de actuación no era lo que muchos esperaban. Sus convicciones seguían girando en torno a un Dios justiciero y castigador.

Se entiende así que, quienes vivían presos de esta imagen de Dios, serían incapaces de reconocer en Jesús al Mesías prometido. Por ello Jesús encontrará el rechazo de los poderosos, la indignación de los escribas y el desprecio de los fariseos.

Jesús no respondió a la pregunta que Juan le hacía a través de sus discípulos, pero les pidió a éstos que le comunicasen los signos mesiánicos que acababa de realizar, en consonancia con la profecía de Isaías: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan... y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11,5).

El evangelio no refleja si se disiparon las dudas de Juan, pues murió poco tiempo después, pero sí pone de relieve las palabras de Jesús antes de enterrar su cuerpo decapitado y el inmenso cariño que le profesaba: “Entre los nacidos de mujer no ha habido nadie más grande que Juan el Bautista” (Mt 11,11).

Hoy celebramos el Domingo Gaudete (Alegraos).
El Señor, que está cerca, es la causa de nuestra alegría.
Lo había anunciado el profeta Isaías:

“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará el páramo y la estepa... en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría” (Isaías1).

La liturgia pone de relieve la alegre seguridad de la esperanza cristiana.

La corona de Adviento, las flores en el altar, los cantos y el color rosa de los ornamentos nos acercan a la Navidad.

No olvidemos que los cimientos de nuestra vida se asientan en la esperanza, sin la cual- dice Peguy- las iglesias, hospitales y a asilos serían un cementerio.
Nos hace falta una energía interior más firme, fortalecer la fe, perseverar en la oración y buscar siempre al Señor.

Dejémonos empapar por el agua de la gracia “como el labrador que espera la lluvia temprana y tardía” (St 5,8).

La fe cristiana no nos va a librar de las pruebas, ni de las durezas que acompañan a la condición humana, pero sí darlas sentido y llenarlas con la presencia de Jesús.

Sin embargo, si nos fijamos en todo lo que hay a nuestro alrededor, en los pequeños detalles que podemos disfrutar, no nos faltarán motivos para la alegría.
A menudo no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos.

Es cierto que nos inquietan los sucesos imprevistos, las catástrofes, los problemas económicos, la violencia, los atropellos, la vida disoluta de muchos de nuestros jóvenes, y la apatía de una sociedad adormecida por falta de valores éticos que la muevan.

Pero también es cierto que la felicidad depende en gran medida de nuestras actitudes.

Ayer me llegaba por correo electrónico una presentación en diapositivas titulada:”La Sonrisa”. Entresaqué dos frases que me llamaron más la atención:

“Nadie necesita tanto una sonrisa como quienes no tienen ninguna que ofrecer” (Anónimo) y “Aunque hay cientos de idiomas en el mundo, una sonrisa les habla todos” (Anónimo).

La sonrisa tiene efectos terapéuticos, se contagia y nos ayuda a crecer en el amor. Si sonreímos es fácil que otros nos sonrían; si, por el contrario, andamos con el ceño fruncido, no será fácil encontrar amigos.

Hace años se estrenó una película titulada:”La Ciudad de la Alegría”.

Los protagonistas son un médico americano y un portador de carricoches indio.

El escenario es un inmenso arrabal de pobreza y miseria en un barrio marginal de Calcuta. Aparentemente es una semilla de desesperación, pero la lucha por la vida y los pequeños logros despiertan alegría y sonrisas desbordantes. Algo difícil de comprender en la sociedad opulenta que cree conseguir la felicidad a través de bienes materiales.

La experiencia nos dice que es el amor la fuente más grande de felicidad.
Al médico, que quiere regresar a su tierra, se le plantean tres posibilidades: huir, ser espectador o comprometerse.

Opta por el compromiso, que despejará definitivamente las dudas que atormentaban su vida. Encuentra de esta manera su vocación de servicio al lado de las personas que le necesitan, y, con ella, la felicidad anhelada.
Termina la película con una frase: “Lo que no se da, se pierde”.

La opción por el compromiso jamás lleva al fracaso, porque sembrar amor entre los más desfavorecidos enriquece los sentimientos y eterniza la relación con Dios.

Desde esta actitud de esperanza activa podemos vivir el “Gaudete”, y construir pequeñas ciudades de alegrías en nuestro entorno familiar, laboral y ciudadano.

Alegrémonos y celebremos que el Señor venga a nuestra vida, tome posesión de nuestro hogar y sea nuestro Huésped de honor.

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