sábado, 3 de noviembre de 2012

SAN MARTÍN DE PORRES

Arrojada en las tierras vírgenes de América, la sangre de los conquistadores germinaba en flores de santidad. Una de ellas fue ese santo varón, hijo natural de un noble caballero burgalés y de una esclava panameña. En el rostro moreno llevará siempre la huella del mestizo. Muy niño, va con su padre a Guayaquil, donde aprende a leer y escribir, y unos años más tarde vuelve a Lima, su patria, donde, al lado de un rapista, aprende el oficio de barbero y sangrador; pero, mal avenido con la navaja y la lanceta, aunque luego supo manejarlas diestramente toda su vida, tomó el hábito de donado dominico en el convento de Santo Domingo de Lima. Tenía entonces la edad de veintiún años.

Aquí termina su historia externa y empieza la de sus aventuras místicas. Pobre, nunca quiso tener más que un hábito de grueso cordellate y una túnica interior de tosca jerga; humilde, encontraba su delicia en que le llamasen mulato, hipócrita y engañador; penitente, se alimentaba de raíces, vestía cilicios de acero con agudas puntas, y se daba la disciplina tres veces cada noche, una con cadenas de hierro, otra con látigo de cuero y la tercera con varas de membrillo. Por la noche paseaba por el claustro azotándose, y cuatro ángeles le acompañaban con antorchas. No tenía celda para dormir. Pasaba las veladas de rodillas delante del tabernáculo, y cuando el sueño le rendía se dejaba caer en las gradas o bien se echaba en la caja donde llevaban a enterrar a los muertos. Los ojos se le iban detrás de los crucifijos, y a veces, con los ojos, el cuerpo, pues arrebatado por la fuerza del amor, se lanzaba en alto, volaba hacia la imagen de Cristo y arrimaba la cara a su pecho, como recogiendo los latidos del corazón divino.

Alfonso Rodríguez era por aquellos días el tipo perfecto del hermano portero; el lego de Lima realizaba el ideal del enfermero. Para él no había enfermedad contagiosa ni llaga repugnante. El deseo de un enfermo era una orden sagrada, y muchas veces no necesitaba manifestarle al exterior. Bastábale decir interiormente: « ¡Oh si estuviese aquí el hermano fray Martín! », para que fray Martín volase a su lado; y si no tenía llave, pasaba a través de las paredes.

—¿Cómo has entrado aquí?—preguntaba el paciente.

—No te metas a bachiller—respondía él—; da gracias a Dios, duerme y descansa.

Esta misma piedad tenía con los animales. Los acariciaba, los cuidaba en sus dolencias, les aplicaba sus remedios de albéitar, les vendaba las heridas y lloraba su desaparición. En un muladar vio tirada una mula vieja que tenía una pata rota. Compadecido de ella, díjole con imperio:

—Criatura de Dios, levántate y anda.

Levantóse al punto y fue tras él al convento, donde sirvió todavía muchos años. Otras veces sus curas eran más laboriosas. Si veía herido algún perro, algún mirlo o alguna oveja, les llamaba, les aplicaba el remedio y les recomendaba reposo hasta que cicatrizasen las heridas. En una ocasión, el mayordomo del convento mandó matar a un perro que había servido ya veinte años. Habiéndolo sabido fray Martín, mandó a los esclavos que llevasen el cadáver a su aposento, y con él se pasó una noche pidiendo la resurrección del perro. Durante muchos años el perro acompañó a su bienhechor, acariciándole con la cola, agradecido.

Como se ve, fray Martín hacía los milagros más sorprendentes que se lee en las vidas de los santos, y los hacía con una facilidad pasmosa. Se hacía invisible para que nadie le molestase en sus devociones; salía de noche por el claustro del convento, atravesando los aires envuelto en nube de luz, haciendo en un instante viajes prodigiosos; sin moverse de Lima, se presentaba en las Molucas y en China, en Méjico y en Argel, para aliviar a los enfermos, libertar de la prisión a los misioneros e instruir a los cristianos; plantaba árboles que daban fruto todas las estaciones del año, y sin saber más que deletrear no muy rápidamente y manejar los instrumentos de su oficio, explicaba de una manera tan soberana los más altos misterios, que las gentes le escuchaban embelesadas, y hasta el virrey, el arzobispo y los maestros de teología iban a pedir su consejo.

Ya en Lima sólo se hablaba de los milagros del santo lego. Entre la buena sociedad, lo mismo que en las plazas, los limeños se entretenían cantando la última maravilla del santo Martín. A la portería, lo mismo que a la sacristía, afluían constantemente multitud de curiosos y devotos que querían remediar una necesidad o presenciar un prodigio, y cuenta uno de los biógrafos que el prior llamó una vez al taumaturgo y le dijo:

—Hermano Martín, bajo santa obediencia, le prohíbo que haga milagros sin pedirme antes permiso.

Pero fray Martín seguía haciendo milagros, sin darse cuenta siquiera, y aun pensando obedecer. Sucedió que, pasando frente a un andamio, resbalóse un albañil y cayó desde gran altura, diciendo en presencia del peligro.

—¡Sálveme, fray Martín!

—¡Espere un rato, hermanito, mientras pido permiso!

Así dijo el taumaturgo, y el albañil se quedó en el aire hasta que vino su salvador con la licencia.

En otra ocasión, ordenó el prior al portentoso donado que comprase para el consumo de la enfermería un pan de azúcar. Tal vez no llevaba el dinero suficiente para proveerse de azúcar blanca y refinada; el hecho es que se presentó con un pan de azúcar mascabada.

—¿No tiene ojos, hermano?—díjole el superior—. ¿No ha visto que, por lo «prieta», más parece chancaca que azúcar?

—No se preocupe su paternidad por eso—contestó el enfermero—. Con lavar ahora mismo el pan de azúcar se remedia todo.

Y, sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió el azúcar en el agua de la pila, sacándolo limpio y seco.

Entre muchas cosas buenas, España llevó también a América los ratones, o los pericotes, como allá se dice. Cuentan que al Perú llegaron en uno de los buques que con cargamento de bacalao envió cierto obispo de Palencia, llamado don Gutierre. Cuando fray Martín era enfermero de Santo Domingo, los ratones campaban por sus respetos en la enfermería, en la cocina y en el refectorio. Por otra parte, los gatos, llevados también por los españoles, eran tan escasos en la ciudad, que uno costaba doscientos pesos. Había, en cambio, muchas ratoneras, y fray Martín, a pesar de su amor por los animales, no se descuidaba de usarlas, aunque no sin ciertos escrúpulos. Y he aquí que un día un ratonzuelo bisoño se dejó coger en la trampa. Tomólo el enfermero, pero no se resolvió a matarlo; al contrario, poniéndole en la palma de la mano, le dijo:

—Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no sean molestos en esta santa casa; que se vayan a vivir en la huerta y que ya iré yo a llevarles alimento cada día.

El embajador cumplió su embajada, y la orden se cumplió religiosamente. Martín hizo honor a su palabra, y diariamente se presentaba en la huerta con su cesto de desperdicios, no tardando en verse rodeado de la familia ratonil.

Hay que reconocer, sin embargo, que en su enfermería había también un gato, y juntamente con el gato, un perro, y, gracias a sus buenos oficios, uno y otro vivían en fraternal concordia, comiendo juntos en la misma escudilla. Estaban una tarde merendando en santa paz, cuando de pronto gruñó el perro y encrespóse el gato. Era que un ratón, husmeando el olorcillo de la vianda, había asomado el hocico fuera de un agujero. Al darse cuenta, fray Martín dijo a sus viejos amigos:

—Cálmense, criaturas del Señor; cálmense. Y, acercándose al agujero del muro, añadió:

—Salga sin cuidado, hermano pericote; paréceme que tiene gana de comer; venga aquí, que no le harán daño. Vaya, hijos—prosiguió hablando con perro y gato—; hagan sitio al nuevo convidado, que Dios dará para todos.

Había, no obstante, ciertos individuos con los cuales fray Martín tenía entrañas de acero: eran los demonios. Una tarde subía por una escalera del convento llevando un brasero encendido, cuando de repente ve al diablo apostado en un rincón.

—¿Qué haces ahí, bestia maligna?—le preguntó.

—Estoy en acecho, como hace un buen cazador—respondió el enemigo.

—¿Y qué es lo que cazas, desgraciado?

—A unos que por aquí pasan los hago tropezar, a otros caerse, a otros los asusto o les apago la luz; ¿te parece poca presa?

—Pues yo te mando—dijo el lego—que ahora mismo te vayas al infierno.

—Y ¿quién eres tú?—replicó el espíritu—. No me da la gana.

—¿Que quién soy yo? Ahora lo vas a ver. Así decía fray Martín, con la cara encendida por la cólera, mientras se quitaba la correa, y la emprendía a zurriagazos con su enemigo. Corría el demonio aullando y bramando, mas no se decidía a marchar de allí. Entonces el fraile cogió un carbón del brasero, trazó la señal de la cruz en la pared, y ésta fue la señal de la fuga.

Sin embargo, estas luchas en él no fueron tan frecuentes como en el lego de Mallorca. El castellano, descendiente de guerreros, hombre luchador, pasa los días y las horas en combates terribles; el mestizo no tiene más arma que la disciplina. La gracia le ha transformado de tal modo, que parece no sentir las turbaciones de la tentación. Camina por la vida con la sencillez de un niño; el milagro es para él un juguete; obra siempre con ingenuidad y ni en su sonrisa ni en sus ojos hay asomo de malicia. Pertenece a la estirpe de aquellos que, como decía San Juan Crisóstomo, conquistan el reino de los Cielos como cantando y danzando.

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