martes, 2 de octubre de 2012

LOS SANTOS ANGELES CUSTODIOS

Los que manejan el telescopio nos hablan de los mundos hirvientes e incandescentes de las nebulosas; los químicos nos describen las danzas maravillosas del reino de los átomos, y la fe nos descubre los horizontes espléndidos del Universo espiritual, con sus palacios de luz, con sus jardines de bienaventuranza, con los hechizos de sus bellezas inenarrables. Es un mundo que no se ve; pero cuando el alma, guiada por la fe, empieza a acostumbrarse a su tiniebla luminosa, advierte influencias extrañas que son como brisas cargadas de esencias de otros continentes. Ráfagas de luz misteriosa le hieren los ojos; a sus oídos llegan ecos de palabras ignotas, que parecen dardos ardientes, y de cuando en cuando, un leve roce de alas fugaces le acaricia la frente. Se ha encontrado con los habitantes misteriosos de ese mundo bienaventurado, ha entrado en comunicación con los ángeles.

Acostumbrados a confundir lo real con lo visible, nos cuesta trabajo imaginarnos estos seres, que ni se pueden ver ni tocar. Hablando del hombre, dice la Sagrada Escritura: «Hicístele, Señor, casi igual a los ángeles.» Casi igual, porque el uno y el otro son amor, inteligencia, deseo, actividad libre y consciente. No obstante, hay un abismo que los separa: el abismo de la materia. El ángel es inmaterial. Ni el brillante purísimo, ni la onda transparente, ni el rayo luminoso, ni el soplo invisible de la tarde podrían darnos una imagen de su naturaleza. En Él no hay nada accesible a nuestros sentidos. Espíritu es únicamente asequible al espíritu. Es una sustancia viva, inteligente y capaz de recibir los dones sobrenaturales de la gracia y de la gloria. Tiene una inteligencia sublime, que es la imagen del Verbo increado y como el reflector de la luz divina. Espejo de Dios, es Dios el objeto de sus vuelos más audaces. ávida, insaciable de verdad, de los misterios de la creación pasa a los misterios del Creador, y, envuelta en la inmensidad divina, avanza, en la contemplación del infinito entre himnos de acción de gracias y transportes de admiración. Avanza segura de encontrar eternamente nuevas maravillas; cruza raudales de luz, sin que sus ojos se deslumbren; pisa globos de fuego, sin que sus alas se abrasen. Ella misma es fuego y llama viva y palpitante. Los encantos de la verdad la subyugan y la inflaman; la mirada engendra el conocimiento, y el conocimiento se transforma en amor, un amor que crece siempre y, saciado sin cesar, encuentra siempre nuevos goces, alegrías inéditas, satisfacciones inenarrables. Es un amor inactivo, fecundo, infatigable. Reflejo del poder divino, que podría criar nuevos mundos; cada vez mayores, sin llegar a agotarse, el ángel no se cansa nunca, y su reposo nada tiene que ver con el ocio o con la inercia. Los actos de amor, de homenaje, de adoración, se renuevan en él sin cesar. Delante del trono de Dios se mueve respetuoso y admirativo, y su movimiento es una alabanza y un juego. El profeta Ezequiel le veía caminando jubiloso, «a dondequiera que le empujaba el Espíritu, yendo y viniendo como el relámpago y levantando al volar un ruido como el de las muchas aguas», todo movimiento, puro movimiento, movimiento poderoso y magnifico, que se expande según el ímpetu del Espíritu y no quiere otra cosa sino la expresión del soplo del Espíritu y la revelación interior de la llama interna.

A través del Universo, se asocia solícito a todas las intenciones del plan divino; pasa del Cielo a la tierra; cruza los espacios helados del vacío; atisba desde las almenas inflamadas de los astros, y en un instante, como dice Tertuliano, atraviesa de un extremo a otro del mundo. Las alas con que le representa la imaginación, y con que muchas veces se ha hecho visible a los ojos de los hombres, no son más que un símbolo de esta velocidad, mayor que la de los vientos, las estrellas y la luz. Su poder sólo tiene otro mayor: el de Dios. El Apocalipsis nos le representa sumergiendo la tercera parte de la tierra con el hálito de su boca. Podría desencadenar los vientos, condensar las nubes, lanzar el layo, detener los ríos, trastornar los elementos, mandar a la enfermedad y a la muerte. Ni la lucha le fatiga, ni le debilita el trabajo, ni los años le envejecen. Siempre la misma sensibilidad en el corazón, siempre la misma luminosidad en la frente y la misma penetración en la mirada, y la misma delicadeza en el oído, y la misma rapidez en el movimiento, y la misma impetuosidad en la acción, y la misma vida, y la misma gracia, y la misma belleza; siempre joven, fuerte, bello, inmortal, como un adolescente divino. Todo es amable en él; algunas veces ha dejado ver a los hombres algunos reflejos de su hermosura, y los hombres han estado a punto de morir. Un ángel se apareció a San Francisco tocando un arpa; sólo tocó un instante, pero de una manera tan dulce, que, sin poderlo remediar, el santo se desmayó.

Pues bien, estos espíritus bienaventurados son hermanos nuestros, viven con nosotros, cruzan nuestra tierra, se sientan a nuestro lado, caminan con nosotros y velan nuestro sueño. «Que los ángeles presiden nuestro destino—decía San Hilario—, es una cosa indubitable.» Patricios de la ciudad resplandeciente del Rey eterno, no se desdeñan de venir en ayuda del hombre, peregrino de la luz y pobre desterrado. En el Paraíso terrenal se descuelgan por entre las ramas de los árboles frondosos para sonreír a aquel hermano menor, destinado a ocupar el puesto que Lucifer dejó en el Cielo; después de la culpa, se irritan por la ofensa monstruosa del Criador, pero pronto envainan la espada de fuego para traer el mensaje de la esperanza; iluminan luego los caminos de los patriarcas, vuelan sobre las tiendas de los santos varones, destruyen los consejos de los malvados, aceptan la hospitalidad de los servidores de Dios, los consuelan en sus tristezas, los iluminan en sus incertidumbres, los guían en sus caminos, los defienden en sus peligros, los sostienen en sus desmayos, hasta que poseídos de una alegría frenética, cantan entre nubes de luz sobre lo alto de una gruta, declarando concluida la era de la maldición anunciando la paz a los hombres de buena voluntad.

Nada en la vida del hombre es indiferente al ángel. La historia del uno es también la historia del otro; y los intereses del uno los intereses del otro. Los sucesos de la humanidad no podrán escribirse completamente, y menos explicarse, hasta que conozcamos la intervención de estos actores misteriosos, que aparecen y desaparecen en la escena de una manera invisible. En un momento de iluminación Job los veía a semejanza de un ejército más numeroso que las estrellas del Cielo y las arenas del mar; y San Pablo les contemplaba neutralizando en los espacios las influencias maléficas de las potestades del infierno. La estrella tiene su ángel, lo tienen los aires, las aguas, los reinos, las ciudades y las iglesias. Cada alma tiene su ángel encargado de conducirla a través de las vicisitudes de la vida. Nada puede compararse a su solicitud, a su abnegación, a su desinterés, a su ternura y a su amor. Es un amor de madre, el amor que no descansa nunca, que coge en sus manos al ser amado y le estrecha contra su pecho, según las expresiones de la Sagrada Escritura; es un amor de hermano, que no se sacia hasta que el hermano menor entra en posesión de la herencia que ya goza el primogénito; es un amor de amigo, de un amigo apasionado, incapaz de traicionar al que ama, ni de darle un mal consejo, ni de abandonarle un solo instante. Toda amistad es pálida ante esa amistad inefable, toda generosidad, amabilidad, fidelidad e indulgencia. Apenas se alza en la tierra el primer vagido de un niño, cuando aparece el amigo celeste sobre la cuna. Aquella criatura será su protegida; él la sacará de entre los peligros de la infancia, sostendrá su brazo cuando lleguen los combates de la juventud, en las horas tristes dejará caer sobre su pecho el bálsamo del consuelo, se esforzará por arrancarla a los hechizos venenosos del pecado, velará junto a su lecho en el día del dolor, prodigará sus más profundos cariños en la hora de la muerte, y luego irá junto a ella hasta el tribunal de Dios para defenderla en aquel último trance. Tal vez se pasen años y años sin que este amor reciba la menor recompensa, ni una palabra de gratitud, ni una muestra de afecto, ni una mirada; tal vez su única recompensa es el desaire, la rebeldía, la injuria y el desprecio. Es lo mismo: entonces, los ángeles de paz, según la palabra bíblica, lloran amargamente, pero ni su amor se enfría, ni disminuye su celo, ni se endurece su corazón.

Comentando aquel verso del salmo que dice: «Para ti envía el Señor a sus ángeles», exclama San Bernardo: «¡Cuánta reverencia, cuánta devoción, cuánta confianza deben producir estas palabras! Reverencia por Ia presencia del celeste mensajero; devoción, por su benevolencia; confianza, por su custodia. Camina cuidadosamente, pues como se les ha mandado, los ángeles van junto a ti en todos tus caminos. En cualquier rincón que te encuentres, ten respeto a la presencia de tu ángel. No oses hacer delante de él lo que no te atreverías a hacer delante de mí. ¿Es que dudas de su presencia porque no le ves? ¿Y si le oyeses? ¿Y si le tocases o le sintieses por el olfato? Convéncete de que no sólo con los ojos se comprueba la presencia de las cosas. Amemos entrañablemente a estos espíritus, que han de ser algún día nuestros coherederos. ¿Qué podremos temer bajo su custodia? Ni pueden ser vencidos ni sobornados. Ni pueden engañar, ni hay medio de que los engañen. Son fieles, prudentes y poderosos. ¿Por qué temer? Sigámosles, escuchémosles, y vivamos bajo la protección de Dios. Cuando se levanta una tentación urgente, cuando estás delante de un gran peligro, invoca a tu custodio, a tu ayudador, a tu guía; dirige hacia él tu mirada y dile: «Señor, sálvame, que perezco.»

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