domingo, 21 de octubre de 2012

Homilía



Este es el lema escogido para el Domund de este año. Todos estamos llamados a anunciar, compartir y extender la fe recibida, a fin de que el mensaje de Jesús sea conocido en todo el mundo.

El Papa, Benedicto XVI, nos recuerda en la reciente Carta Apostólica: “Porta fidei nº6, que “estamos llamados a resplandecer la Palabra de la verdad”.
Nos evoca en la misma a la mujer samaritana que, después de haber recibido de Jesús, junto al pozo de la vida, el don de la fe, la comparte gozosa con sus hermanos.

El objetivo de la gran misión de la Iglesia no es otro que el del mismo Cristo: iluminar con la luz del evangelio a todos los pueblos en su camino hacia Dios, para que en El tengan su realización plena y su cumplimiento.

En este sentido, la primera lectura, es un canto a los que por amor entregan su vida bajo el peso de los sufrimientos: “Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos” (Is.53,11). Pero es igualmente una llamada a la esperanza: “Por los trabajos de su alma verá la luz”.

La segunda lectura insiste en el apoyo prometido por Cristo en Mt.28,20, al afirmar que “no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”. (Heb.4,15-16). Por eso: “Acerquémonos con seguridad al trono de la gracias, para alcanzar misericordia y encontrar gracias que nos auxilie oportunamente” (Heb.4,16).


Vivimos en un mundo globalizado, que busca soluciones a sus crisis. Esto es, en cierto modo, un logro de la gran familia humana, que aspira a la unidad, pero comporta riesgos de monopolios y de búsqueda del lucro como valor supremo, olvidando que hay una ética de solidaridad y comportamiento justo.
Aquí es donde los cristianos debemos dar el do de pecho, porque está en juego el desarrollo armónico de la sociedad y del mundo.

El mensaje del Papa nos invita a dar respuesta, presentando a Cristo, enviado por Dios al mundo para dar testimonio del amor. Formamos parte de esta familia humana, que ha de ser transformada desde la fe que ilumina, aúna voluntades y da sentido a la convivencia.
El racismo, la discriminación, la marginación de amplios sectores de la sociedad, la pobreza que subyace como consecuencia de sistemas económicos injustos... son fruto del grave deterioro moral que sufrimos. Millones de seres humanos se ven abocados a la desesperanza y al silencio.
La Iglesia se hace presente, a través de los misioneros, en una lucha desigual por desarraigar estas lacras.
Y lo hace con las únicas “armas” que tiene a su alcance: el servicio, la entrega generosa, la encarnación en las realidades humanas que más denigran la dignidad de la persona, la fuerza persuasiva de la palabra que salva, el amor que se da gratis.
La iglesia particular no es plenamente católica si no es misionera; una Iglesia cerrada en sí misma, sin apertura a los demás, es una iglesia enferma.
Cada año aumenta el número de misioneros provenientes de las iglesias jóvenes de los antiguos países de misión. Estos traen el empuje de las nuevas generaciones que, de evangelizadas se han convertido en evangelizadoras.

Entre los muchos ejemplos de misioneros a imitar podemos fijarnos en el P. Damián de Beuster, el apóstol de los leprosos, canonizado hace tres años por el Papa Benedicto XVI.
El P. Damián ejerció la compasión como medida del amor, y vivió como un leproso más dentro de la insoportable atmósfera de la isla de Molokai.
Al dolor físico de la enfermedad se sumó la incomprensión de las autoridades religiosas y civiles de su tiempo, puesto que no rechazó la publicidad ni los donativos ni los honores que le fueron dados como representante de los leprosos.
Al contrario, lo asumió como medio para aliviar el sufrimiento de sus hermanos leprosos. El P. Damián comentó varias veces que se sentía “el misionero más feliz del mundo”.


En el evangelio de hoy, Jesús nos da una de las claves, que originan los más graves problemas del mundo: el poder. Personifican esta aspiración los discípulos de Jesús Santiago y Juan, que desean ocupar el primer lugar en el rango de los Apóstoles.
Los otros se indignan, porque pretenden la misma finalidad. Jesús les alecciona sobre el cáliz y la cruz (sufrimiento y muerte) para hacerles comprender el camino auténtico del evangelio.
Aún así, algunos no entendieron el mensaje, porque después de la resurrección le preguntan: “¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel? (Hech.1,6).

El poder, ejercido como dominio para sojuzgar a los pueblos y adueñarse de sus riquezas, es el desencadenante de la mayor parte de los conflictos de la humanidad: guerras, atropellos, esclavitudes, divisiones.
A nivel familiar, ocasiona rupturas, odios y posturas irreconciliables.
El mismo Jesús fue tentado en el desierto por el diablo para que se hiciera con el poder, amasara las riquezas y ostentara toda la gloria mundana.

La tentación acecha a todas las instituciones, de las que no escapa la Iglesia. Hemos vivido, por desgracia, épocas aciagas, y vemos a menudo ejemplos que escandalizan.
Los “trepas” de ahora, en el ámbito religioso, político y social son, como los Zebedeos, mal vistos.
El pueblo llano disculpa más fácilmente al cura que ha caído en una debilidad humana (alcohol, sexo) que al “pesetero”.

El Reino que predica Jesús tiene su fundamento en el servicio; su programa espiritual rechaza la ambición, el autoritarismo, la supremacía del dinero y el prestigio personal que deshumaniza, divide y adultera la sana convivencia.
En este sentido, los misioneros son la avanzadilla más auténtica de la Iglesia y testimonian con su vida humilde y sacrificada que es posible la utopía predicada por Jesús: un mundo mejor y distinto.

Seamos generosas en nuestra ayuda a las misiones.

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