viernes, 25 de mayo de 2012

SANTA MARíA MAGDALENA DE PAZZI

Oh amor, amor, amor! ¡Basta, basta! Es demasiado. Eres un loco, estás loco de amor. Eres la pena y el consuelo, la fatiga y el descanso, la muerte y la vida. Eres todo amable y deseable, nutritivo y unitivo, deleitante y confortante. ¡Oh amor, amor, tú me haces morir de amor!» Así decía sor María Magdalena, corriendo, corriendo por las galerías del convento con su Cristo en la mano, las tocas en desorden y los ojos delirantes. Reía y sollozaba a la vez, daba saltos jubilosos, volvía la mirada del Cielo al crucifijo y del crucifijo al Cielo, y a las hermanas que salían a su encuentro les decía: « ¿Sabéis? Está loco; le ha vuelto loco el amor; es todo amor, sólo amor, este mi hermoso, mi amable, mi gracioso, mi poderoso, mi inefable, mi adorable Jesús. Y luego, dirigiéndose hacia los ventanales del claustro, gritaba: «¡Oh amor, amor! Quiero que me oiga todo el mundo, desde el Oriente hasta el Occidente, hasta los confines del mar, hasta el infierno. Que todo el mundo sepa que Tú eres el único, el verdadero amor. ¡Oh amor, penétralo todo, atraviésalo todo, rómpelo todo, únelo todo, gobiérnalo todo. Tú eres Cielo y tierra, aire y fuego, sangre y agua, Dios y hombre!»

Las hermanas acudían, unas llorando y otras riendo; unas llevadas por la curiosidad, otras por la caridad o la devoción. « ¡Es una santa!», decían muchas, y algunas pensaban : «¡ Es una loca! » Al fin, María Magdalena se sentaba en el suelo sudorosa y jadeante, oprimiendo el crucifijo contra su corazón y limpiando la sangre de su rostro con la punta del velo. «¿Veis?—decía—. Mi amado es blanco y rojo. Mirad su sangre, la sangre que tiñe su cuerpo de azucena.» Las monjas miraban, y no veían más que la bella imagen de marfil, tallada con aquel gusto del detalle que tenían los artistas del Renacimiento italiano. Veían también a su compañera fatigada, cubierta de sudor, agitada por aquellos ímpetus amorosos. Todo su cuerpo parecía una llama, sus manos ardían, la fiebre iluminaba sus ojos, un fuego interior la consumía, y ella se veía obligada a exclamar: «Ya no puedo con este ardor sofocante; denme agua, Hermanas, que me ahogo.» Y le rociaban el rostro, el pecho y los brazos, y la desabrochaban la túnica, y así lograban hacerla respirar.

Esto pasaba en el convento de monjas carmelitas de San Juan, de Florencia. Desde que María Magdalena había entrado en él, la comunidad andaba revuelta. Todo parecía extraordinario en aquella joven. Ya de niña odiaba los juegos, las aguas perfumadas, los jabones de olor, las cintas y las peinetas. Cuando salió del colegio, su madre quiso darle una sorpresa presentándole un vestido blanco que sería la admiración de toda la sociedad florentina; pero nada más verle la niña, se echó a llorar. Su palacio—los Pazzi tenían un magnífico palacio en la mejor vía de la ciudad— era para ella como una ermita. A los cinco años conocía por olfato cuándo comulgaba su madre; a los siete hacía la meditación siguiendo escrupulosamente el mecanismo del método ignaciano; a los diez pronunciaba el voto de virginidad, y a los quince vestía el hábito carmelitano. Antes de que sus ojos pudiesen abrirse a las alegrías terrenales, Dios la había introducido en la nube misteriosa donde se comunica con sus predestinados.

Los éxtasis comenzaron en el noviciado y continuaron toda la vida. Nada puede igualarse al dramatismo de aquella existencia prodigiosa, poblada de ángeles y santos, ensombrecida por rugidos de fieras y terrores de demonios, iluminada por divinos resplandores, agitada por tentaciones horrendas y desgarrada por penitencias inauditas. Entre los velos del éxtasis, el Amado habla a la amada, la dirige, le traza el plan de su vida y la sujeta a las terribles exigencias del divino amor. Un día le dice: «Vas a vivir a pan y agua.» Y María Magdalena se somete gozosamente a aquel régimen draconiano. Otro día la voz le pide que ande descalza, y ella obedece sin titubear. En una ocasión. Jesús le enseña una caverna espantosa. De ella salen rugidos de leones, silbidos de serpientes, aullidos de perros, gañidos de zorros, olor de azufre, humo, llamas y lamentos. «Es preciso—ordena la visión—que entres en esa madriguera de bestias salvajes y que vivas en ella durante cinco años, sin una luz, sin un consuelo, sin el menor gusto sensible.» La pobre monja temblaba, pero la mirada del Esposo se le presentó seria y triste, y nuevamente doblegó su voluntad.

Entonces empieza el tormento de las tentaciones. Todo el cristianismo se le presenta como una farsa. Del fondo de su ser surgían voces que decían porfiadamente: Dios no existe, los santos no se acuerdan de ti, eres una necia si buscas a tu Jesús en la Eucaristía. Blasfemias horribles se le venían a la punta de la lengua cuando cantaba en el coro; la vista de las imágenes sagradas la ponía nerviosa; y más de una vez, acercándose al ventanillo para comulgar, cayó como muerta, convencida de que tenía delante al demonio. Al mismo tiempo, el fuego de la concupiscencia devoraba su cuerpo; se le ofrecían las imágenes más seductoras, y una fuerza impetuosa la empujaba inconscientemente fuera del convento. Pero allí, junto a la portería, estaba la leñera, y un día la pobre monja apareció desnuda entre las zarzas, los leños y las astillas, sofocando el incendio interior con las desgarraduras de la carne. No menos violenta y más humillante aún era la tentación de la gula. A su paso se abrían las arcas y los armarios, y los manjares más exquisitos se presentaban ante su vista. Parecía como envuelta en una oscuridad infernal, y un torbellino de desesperación la atormentaba sin cesar. Pensaba con frecuencia en el suicidio, temblaba cada vez que veía una soga, y una noche, estando con las demás en el coro, saltó de su asiento, en el paroxismo de la lucha, corrió al refectorio y echó mano del cuchillo; pero logró dominarse, y poco después aparecía en la iglesia, colocaba el cuchillo en manos de la Virgen y terminaba pisoteándole rabiosamente. A veces tenía luchas visibles con el enemigo. Veíale en forma de bestias horribles, que se acercaban a ella con gestos amenazadores. « ¡Auxilio!—decía, llamando a sus Hermanas—; venid en mi ayuda, que me devora.» Las Hermanas nada veían, pero oían sus sollozos angustiosos y sus lamentos cuando rodaba por tierra una y otra vez. Luego se levantaba animosamente, tomaba la disciplina y caminaba a través de la iglesia, golpeando los bancos y las paredes.

El premio de tan largos combates fueron cinco gracias extraordinarias: los estigmas espirituales, la corona de espinas, los desposorios místicos, la entrega del Corazón de Jesús y la participación de la pureza divina. Siguieron las visiones, las apariciones y los arrobamientos. Un coro de bienaventurados bajó a felicitarla por su victoria definitiva. Ella les miraba y remiraba, se volvía de un lado a otro y les decía: «Perdonadme, santos de Dios; toda la eternidad es poca para admirar vuestra belleza; pero mientras dirijo la mirada a los que están a mi derecha, no puedo ver a los que se han colocado a mi izquierda.» Luego les invitó a dar un paseo por el monasterio para visitar el campo de sus luchas. Iba ella radiante de alegría, cantando y danzando. «Clamad y aullad—gritaba, insultando a los demonios—; ya no os tengo miedo; me río de vosotros, os desprecio y para mi alma no valéis más que frágiles mariposas.» Había llegado la hora de los coloquios amorosos con el Amado. A sus ojos, Jesús es, hoy, un niño recién nacido, que le tendía las manitas sonrosadas y temblorosas; otra vez, un pequeñuelo, que le pedía su ayuda para dar los primeros pasos; otras, un adolescente lleno de gracia, o un mancebo rebosante de belleza y de bondad.

Los éxtasis eran continuos; duraban largas horas, y a veces días enteros. La sorprendían orando, lavando, comiendo o levantando el brazo para acercar el vaso a la boca. Le bastaba oler una flor, ver una estrella, oír el nombre de Jesús o pronunciar la palabra amor. Unas veces perdía completamente el sentido, quedaba inmóvil como una estatua de piedra, y no había fuerza capaz de mover sus brazos; otras parecía desdoblarse de una manera misteriosa: muchas veces le vinieron los éxtasis mientras pintaba—era muy aficionada a pintar imágenes devotas—, o pulverizaba el oro, o bordaba, o cosía. No obstante, seguía trabajando con la mirada fija en el Cielo. Entonces sus compañeras le vendaban los ojos o bien cerraban las ventanas de la habitación, paro sus dedos se movían certeros trazando bellos rasgos sobre el pergamino o exquisitos pespuntes en las casullas. Con frecuencia, en aquellos vuelos de su alma hacia las puras regiones en que la aguardaba el Esposo, hablaba largamente, con extraordinaria rapidéz, como dialogando con alguien. Todos los motivos de la conversación se reflejaban en su rostro: alegre o pálido, radiante o compasivo, encendido o desencajado. Tan pronto se echaba a llorar lívida y temblorosa, como empezaba a correr alborozada por todo el convento con tal ligereza que nadie era capaz de alcanzarla. Seis religiosas estaban siempre dispuestas para recoger las palabras que caían de sus labios en aquellas horas misticas, y gracias a eso conservamos sus discursos, ricos de doctrina, penetrados de suspiros amorosos, matizados de imágenes deslumbrantes, iluminados por reverberos de aquel mundo en que flotaba el espíritu de la vidente.

Entre tanto, María Magdalena, la favorecida de Dios, era la monja más humilde del convento. «Creedme, Hermanas mías—solía decir a las demás—; si la gracia divina no me hubiese traído al claustro, habría terminado en un presidio.» Y besaba arrebatadamente aquellos muros de su reclusión, y se postraba a la entrada de la iglesia para que todas pasasen sobre su cerviz, y caminaba de rodillas en el refectorio pidiendo de limosna a las demás un mendrugo de pan, y aparecía por las mañanas atada a la reja del altar, con los ojos vendados y colgando del cuello un cordel infamante. Una divina locura se había apoderado de ella: el dolor era su placer, la enfermedad trituraba sus huesos, la fuerza del amor hacíala languidecer, la penitencia mortificaba su carne, y ella repetía sonriendo: «Señor, padecer y no morir.» A los cuarenta años la vidente saludaba ya con alborozo el alba de la eternidad. Destellos de lumbre increada relampagueaban en sus ojos, aquellos ojos que, los que la vieron en sus raptos, confundían con dos luceros. Ellos daban la expresión a todo el rostro. No era propiamente una belleza. Tenía una espléndida cabellera de ébano, una frente elevada, una boca grande, una nariz firme, una mandíbula pronunciada y en los labios una mueca, que no se sabe si terminará en risa o en llanto: rasgos enérgicos y varoniles, iluminados por dos ojos grandes y magníficos, ávidos de profundidades y lejanías.

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