jueves, 3 de mayo de 2012

San Felipe y Santiago el Menor


Dos más de los discípulos de Jesús, de aquellos hombres — envidiables que siguieron al Hombre-Dios a través de los caminos polvorientos y se sentaron a descansar con él junto a la misma fuente. Mucho mal de ellos han dicho los escritores. Les han llamado duros de cabeza y de corazón, ambiciosos, incapaces de comprender las límpidas parábolas del Reino, indecisos en su adhesión, cobardes en la hora del peligro, celosos de sus privilegios, impacientes por recibir la recompensa. Todo esto es verdad: ellos mismos lo han confesado ingenuamente; pero tal vez nos hemos fijado menos en su generosidad, en su entusiasmo y hasta en el ímpetu del amor que necesitaban para seguir a un hombre que les hablaba de pobreza, de mansedumbre y de perdón. No eran muchos los que tenían el valor que ellos. Ellos jamás se dijeron aquella reflexión que murmuraban tantos admiradores de un día: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede escucharle?» Eran fuertes las enseñanzas del Maestro, se necesitaba esfuerzo para asociar la vida a su destino. «Las raposas tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza.» Al oír estas palabras, el escriba meneaba la cabeza, se encogía de hombros y se escondía poco a poco entre la multitud. Pero ni Felipe ni Santiago se cansaron un solo momento de aquella vida de privación.

En el momento mismo de unirse a Jesús, Felipe había mostrado una docilidad comparable a la de Pedro y a la de Juan. «Sígueme», le dijo el Rabbí un día cerca del lago de Genesareth, su lago, porque también él era de Bethsaida; y en el mismo instante lo dejó todo: tenía casa, tenía mujer, tenía hijas, pequeñas todavía, y todo lo abandonó por seguir a Jesús. Jesús le da un puesto entre los doce; pero sin manifestarle especial predilección. Es menos afortunado que Cefas, su compadre, y Santiago, su convecino, y Andrés, su amigo. No obstante, desde el primer instante se ha convertido en un propagandista. Bartolomé entra en el círculo de los escogidos arrastrado por Felipe. «Ven, ven—dice éste gozoso—; he encontrado a un Rabbí de Nazareth que debe ser el Cristo.» Y, gozoso, va en pos del Mesías, descubierto, arrimándose a él para no perder su palabra, ni su gesto, ni su mirada. Al lado de Jesús está el día de la multiplicación de los panes; tal vez en sus ojos se lee algún indicio de compasión para con aquella muchedumbre que les ha seguido al desierto, y se siente feliz al ver que el Maestro se acuerda de él para preguntarle: «Felipe, ¿cómo dar de comer a toda esta gente?» En su ingenuidad, no logra entender la pregunta; echa una mirada sobre la concurrencia, calcula un momento, y saca la conclusión de que doscientos denarios no bastarían para dar un poco de pan a cada uno.

Es un hombre de buena voluntad, sencillo y dócil; pero le pasa lo que a Tomás: los altos misterios son demasiado altos para él. Nos le figuramos bostezando en aquel discurso de la última Cena, que le debía parecer algo largo y algo oscuro. ¿Qué significaba todo aquello: «El Padre os ama; el Padre os enviará un Consolador; el Padre y Yo somos una misma cosa»? En sus incertidumbres, ha creído encontrar una solución magnífica: «Muéstranos al Padre—interrumpe—, y esto nos basta.» Pero debemos agradecer su rudeza, porque a ella se debe una bella manifestación:

«Felipe—le dice Jesús—, quien me ve a Mí, ve también a mi Padre.» Unos días antes, Felipe estuvo menos atrevido con el Señor. Aunque nacido en el corazón de Galilea, debía de chapurrear un poco el griego. Su nombre griego es indicio de un hogar abierto a la influencia helenística. Tal vez por eso, cuando el lunes de la semana pascual un grupo de griegos quiso hablar con Jesús, se dirigió a Felipe para obtener la audiencia; pero Felipe no se atrevió a transmitir directamente el recado, sino que llamó en su ayuda a Andrés, con quien tenía, sin duda, más confianza.

Tal es la amable intervención de Felipe de Bethsaida en la maravillosa epopeya evangélica. Santiago, en cambio, no aparece en ella un solo instante. Escucha atento, camina alegre, observa silencioso y practica intrépido. Es un espíritu grave y austero. Tiene un título a la amistad de Jesús que no tienen Simón de Jonás ni Juan de Cebedeo: es pariente del Señor. Ha nacido en Caná, cerca de Nazareth. Su madre, María, y su padre, Alfeo Cleofás, pertenecen a la misma familia que José el carpintero y María su esposa, es acaso sobrino de la Madre de Dios; es «hermano» de Jesús, uno de los pocos hermanos de Jesús que creyeron en él antes de la Pasión. Y, sin embargo, los preferidos son Pedro y Juan. Pero Santiago no dice nada; no vacila; no se queja; recoge humildemente las parábolas del divino Sembrador, gloria de su casa, y parece como si pensase constantemente en aquella frase que un día cayó de labios de Cristo: «Todo el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi amigo, mi hermano y mi madre.»

Y llega el día de la dispersión. De todos los Apóstoles, Felipe y Santiago son los menos andariegos. En los campos de Frigia, junto a las riberas del Licus, se alzaba una ciudad famosa, a la cual enviaba un poeta este saludo: «Gloria a ti, la tierra más bella del Asia, alcázar de oro, ciudad sagrada, ninfa divina cuyas fuentes envidian todos los pueblos.» Eran famosas las fuentes de Hierápolis, que tenían la virtud de transformarlo todo en piedra. Sus ondas rígidas revestían las más caprichosas formas; aquí aparecían finísimas filigranas; allí tomaban el aspecto de animales fabulosos; o bien, se cuajaban en blancas estalactitas, teñidas de púrpura y de zafiro por el brillo deslumbrante del sol oriental. Aquí es donde pasó Felipe los últimos años de su vida. Aquí predicaba y bautizaba, ayudado por dos hijas suyas, que habían consagrado su virginidad a Cristo y le habían seguido en su misión. A veces cruzaba el río y entraba en la vecina ciudad de Laodicea para cultivar con su palabra la semilla que había dejado allí el Apóstol de las Gentes. Y no podía olvidar que un día el Hijo de Dios había pronunciado su nombre familiarmente, y le había dicho: «Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre.»

Entre tanto, Santiago el Menor gobernaba en Jerusalén, primer obispo de la más antigua de las iglesias. Era un obispo perfecto: vida sin mancha, apego a la tradición, dignidad en el semblante, majestad en el andar, prestigio en la palabra, espíritu de oración y austeridad que subyugaba. Su presencia recordaba a Juan el Bautista, y algo, ciertamente, quedaba del viejo mosaísmo en aquella singular figura de la era apostólica, que parecía destinada a conducir hasta el sepulcro a la sinagoga con todos los honores. Santiago vivía en la Ciudad Santa con el rigor de los antiguos nazareos: ni comía carne, ni bebía vino, ni usaba calzado, ni se bañaba, ni se ungía, ni se cortaba jamás el cabello. Su único vestido era una túnica, y sobre ella el manto episcopal de lino. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo; y en sus largas postraciones, las rodillas se le habían endurecido de tal modo, que recordaban la piel del camello. La Ley antigua era la atmósfera apropiada a esta rígida naturaleza, amante de la disciplina inflexible, de los ritos sangrientos, de las minuciosas prescripciones que encadenaban el alma. Tal vez Santiago no pudo abandonar nunca los alcázares de Sión, destinados al incendio, y el espíritu nuevo de Jesús no logró borrar por completo aquellas preferencias.

La presencia de este hombre en la Ciudad Santa fue una bendición. Muchos israelitas a quienes la elocuencia de Pablo hubiera alejado de la fe, se dejaron ganar por el asceta, que, como los santos del Antiguo Testamento, hablaba la lengua de los libros sagrados y exaltaba «la ley real, la ley perfecta que condena a los prevaricadores, la ley santa que no puede ser quebrantada en un solo punto sin quedar completamente violada». Muchos judíos se convirtieron al ver que podían seguir siendo fieles a Moisés, adorando en el templo al Dios de Israel, «Padre de las luces, que se revelaba a ellos en su Hijo Jesús», como su obispo les decía. Renunciaban, ciertamente, a sus familias sacerdotales, pero Santiago hacía para ellos las veces de sumo sacerdote. En sus reuniones íntimas veíanle sentado majestuosamente sobre el trono pontifical, llevando en la frente la insignia de los descendientes de Aarón, la placa de oro con los caracteres sagrados, que decían: «Santidad de Yahvé.»

Judíos y cristianos se inclinaban delante de aquel hombre, en quien, la más alta virtud se unía al amor más exaltado de la Ley. Todos le miraban con respeto al verle pasar seco, rígido, descalzo, extenuado; todos le escuchaban reverentes cuando hablaba de «la puerta de Jesús crucificado», por la cual se llega hasta Yahvé. La multitud le oprimía para tocar el borde de su túnica; y decíase que, en una gran sequía, bastó que él levantase las manos al Cielo para hacer descender la lluvia. Su oración era incesante. Veíasele en el templo, a la entrada del Sancta Sanctórum, con la frente pegada en la tierra, sin que los mismos levitas osasen molestarle, por no interrumpir su contemplación.

Pero aun entre los convertidos del gentilismo. Santiago era una autoridad. «Columna de la Iglesia» le llamaba San Pablo, cuyo espíritu no era precisamente el mismo que el del obispo de Jerusalén. Las obras legales que Pablo rechazaba eran sagradas para Santiago. Creyóse un momento que Santiago, con ruda intransigencia, se pondría al frente de los judaizantes, pero también él cedió a la elocuencia de Pablo. Fue en el Concilio de Jerusalén. Santiago se resistía a abandonar la Ley antigua; pero no era eso lo que se reclamaba de él; bastaba que no impusiese su observancia; que él fuese al templo y conservase entre los suyos el signo de la circuncisión, mientras Pablo predicaba entre las gentes su Evangelio de libertad.

Santiago se rindió, y se rindió con toda sinceridad. Se vio unos años más tarde, cuando tuvo que intervenir en las iglesias evangelizadas por el Apóstol de los gentiles. Pablo entonces estaba prisionero. Entre tanto, sus enemigos deformaban su doctrina, torcían su pensamiento y traicionaban su enseñanza. Ya no se contentaban con rechazar las obras legales, sino que pregonaban descaradamente el principio general de la fe sin obras. El que cree no puede cometer pecado, decían aquellos juríos helenizantes, falsificadores de la justificación paulina por la fe. Y la inmoralidad se extendía como una peste. Santiago se dio cuenta del peligro, y para tajarle escribió una epístola dirigida «a las doce tribus de la dispersión». Su condescendencia llega a un límite que difícilmente se hubiera podido esperar de él. Sabe que no habla con los piadosos ritualistas de Jerusalén; recuerda que un día convino con Pablo en no imponer las ceremonias mosaicas a los convertidos; y ni un momento pierde de vista que sus lectores viven en un ambiente de cultura helénica más amplia y brillante. Deja un instante su hebreo familiar para expresarse en el griego de los literatos, en el de San Lucas, en el de los retóricos antioquenos; da a entender que ha leído los escritos del judaísmo helenizado, que le es familiar la sabiduría alejandrina y que conoce las tendencias neoplatónicas de Filón. Insiste, ciertamente, sobre la realización de la justicia, recoge los ejemplos de los antiguos santos hebreos, se inspira en los Proverbios y en los profetas; pero aunque algunos rasgos nos reflejan el espíritu que no ha logrado desprenderse de la sinagoga, se guarda muy bien de oprimir las almas con su espíritu de esclavitud. Al contrario, habla claramente de la ley perfecta de la libertad, que es el cristianismo como regla de vida, el Evangelio realizado. Por algo Lutero llamaba a este escrito grave, austero y eminentemente práctico, la «Epístola de la paja». Porque es la Epístola de la fe con obras.

Santiago no discute, como San Pablo; ni le importa tampoco profundizar en los grandes misterios de la fe; exhorta sencillamente, propone una norma de conducta, y arranca con mano airada la cizaña que consume los campos de Dios. Propone a los perseverantes «la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman, y recuerda con rudeza la ley primordial de la caridad». Estamos ya muy lejos de aquel ambiente del cenáculo, en que no había más que un corazón, un espíritu y una administración común. La insolencia de los ricos llenaba de compasión el alma del apóstol, y le inspiraba este hermoso pensamiento: «Que el hermano de baja condición se glorifique en su pobreza como en el mayor de los honores; y que el rico vea en su riqueza un motivo de humillación, porque todo pasará como la flor del heno. Sale el sol, la hierba se marchita, la flor cae y todo encanto desaparece. Así se agostará el rico en sus caminos.» Pasando a señalar los caracteres de la verdadera fe, Santiago anatematiza las teorías fatalistas que atribuyen el pecado a la acción irresistible del destino. «No—dice él—; cada cual es movido e incitado por su propia concupiscencia; la concupiscencia concibe y pare el pecado, y el pecado, al consumarse, engendra la muerte.» La fe, ciertamente, es una gracia sobrenatural, «un don perfecto, que desciende de arriba, del Padre de las luces, y regenera por la palabra de la verdad»; pero no desarrolla su virtud redentora sino a condición de que la palabra plantada en el alma arroje de ella todo fango de pecado, haciendo germinar frutos de justicia, de paz y de misericordia.» La ira inflama el corazón del apóstol al recordar el «celo amargo» de los que transforman en podredumbre la buena nueva de la Santidad, y el Evangelio de la paz en motivo de querella. Fulmina el rayo de su palabra contra aquella «sabiduría terrestre, animal, diabólica», y clama indignado: «¿De dónde nacen las luchas entre vosotros? ¿Por ventura no son las pasiones que combaten en vuestros miembros la causa de vuestra miseria? Robáis, y no tenéis nada; asesináis, y nada conseguís; lucháis, os querelláis, y sois tan miserables como antes. Adúltero, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios?»

La dureza de este lenguaje nos descubre el poder de aquella palabra entre los convertidos del judaísmo. Pero Santiago no olvida que su deber es curar las llagas abiertas; y así, después de ese pasajero desahogo, abre a los extraviados su corazón compasivo con acentos empapados en bálsamos de unción evangélica. Por su frase corre el hálito del Sermón de la Montaña: la misma sencillez en la enseñanza, la misma naturalidad en la expresión, el mismo abandono en la lógica del pensamiento, la misma gracia de las imágenes, tomadas en los campos, en las aguas y en los cielos de Galilea. La magia de los discursos del lago de Genesareth había penetrado aquella alma, aunque sin desalojar de ella el ceño austero causado por los relámpagos del Sinaí. Junto al oyente de Jesús reaparece aquí y allá el lector asiduo de los libros sapienciales; el grave moralista, cuando escribe en una pintura impresionante los peligros de la lengua; el jefe de gesto majestuoso, cuando se yergue contra el opresor del débil; y siempre, el carácter noble del hombre a quien todo Israel llamaba «el Justo», el hombre de la lealtad y la rectitud, que es el rasgo saliente de su fisonomía. Sediento de justicia y de verdad, no comprende que se pueda creer a medias, que se pueda orar con la hesitación en el corazón, con la duda en los labios. Saber hacer el bien y no hacerle, es pecar, es mentir a Dios; dudar es ser como una ola que danza en el mar. Un espíritu inconstante en sus caminos no consigue nada de Dios. Nuestro sí debe ser un sí rotundo; nuestro no, un no claro y preciso.

Oda el alma de Santiago está en esa sinceridad fundamental, en ese entusiasmo para abrazar e imponer sin reserva la vida cristiana en toda su seriedad, «la norma perfecta» de la nueva religión, «la ley reina», que hace reyes a los que la guardan. Aquí está también el origen de su inspiración literaria, de su actitud con los humildes y de su indignación frente a los que les tiranizaban. Observa la corrupción el egoísmo duro y fastuoso de los grandes de Israel; y no puede contener el anatema: «Llorad, ricos—dice, presagiando la ruina de su pueblo-; aullad sobre las miserias que van a llover sobre vosotros. Vuestras riquezas se han consumido; vuestros mantos han sido roídos por los gusanos; vuestro oro y vuestra plata se han, enmohecido, y la polilla devorará vuestra carne como el fuego. Estáis amontonando un tesoro de cólera para los últimos días. El salario del obrero que trabaja en vuestros campos clama contra vosotros, y la voz del segador sube hasta los oídos del Señor de Sabaoth. Os sumergís en el placer, vivís en las delicias de la tierra, y engordáis como las víctimas para el día del sacrificio.»

La muchedumbre escuchaba con emoción estos apóstrofes, semejantes a los de los antiguos profetas; pero los potentados rugían de cólera. Eran los aristócratas insolentes y rapaces, que compraban las dignidades del sacerdocio y se repartían los puestos del Sanedrín, y cruzaban las calles rodeados de servidores, que golpeaban con sus mazas a los transeúntes. Su odio había crucificado a Jesús, se había desencadenado contra sus discípulos, haciendo estallar la primera persecución, y ahora iba a terminar con el jefe del cristianismo judío. Era el año 62. Festo, procurador de Judea, acababa de morir. Momento propicio. Santiago, arrebatado en oración delante del tabernáculo, fue llevado a presencia de Anás, sumo sacerdote, hijo del Anás de la noche tenebrosa que precedió al 14 de Nisán. Allí mismo, en la terraza del templo, se celebró el juicio. «¡Hosanna al Hijo de David!», repetía una y otra vez el anciano, hasta que, lanzado de la altura, tiñó una vez más con sangre inocente aquellas piedras que pronto calcinaría el incendio.

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