domingo, 4 de marzo de 2012

Homilía



La expresión: “Aquí me tienes” (Gen.22,1), repetida dos veces por Abraham, es la respuesta del hombre creyente y fiel a la llamada de Dios. No duda en subir al monte Moria para sacrificar a la persona que más quiere, a su hijo Isaac.

Jesús, igual que Abraham, para mantener su fidelidad al Padre, propone a sus discípulos dejar Galilea y subir a Jerusalén.
En el contexto de este camino hacia el sacrificio, que tendrá lugar en la Ciudad Santa, tiene lugar el acontecimiento de la transfiguración.


La revelación del Tabor- la transfiguración del Señor- es relatada por los tres sinópticos.

Todo se desarrolla en un clima de oración lleno de simbología, marcado con la presencia constante de su Padre, Dios.
Moisés representa la LEY, la norma fundamental por la que se rige el pueblo de Israel, donde todo respira un aire teocrático.
Elías representa a los PROFETAS, que son los interlocutores, los portavoces de la voluntad de Dios, anunciando en su nombre la salvación o denunciando las injusticias y atropellos.

El relato destaca el protagonismo de Jesús, que es el sujeto principal de la escucha.
ESCUCHAR es la clave de la comunicación con Dios. Y el saber escuchar nos invita a menudo a olvidar nuestros esquemas férreos y falsas seguridades para hacer presente a quien me habla para mi bien.
Pedro, al entusiasmarse con la visión, fabrica un esquema idílico de contemplación y alegría sin fin, donde la vida queda resuelta con sus utopías y sueños. Ignora con buena intención el proyecto de Dios, porque se fija únicamente en él mismo y en la satisfacción de sus deseos más hondos. El camino hacia la cima- lo comprenderá más tarde cuando haya sentido sobre él el peso de su propia traición y el quebrantamiento de sus buenas promesas- pasa por la ascensión a la cima, el dolor de la marcha y la consumación en el sacrificio del Calvario.


Saber escuchar sigue siendo el gran desafío de los hombres de hoy, tan influenciados de principios democráticos, pero empapados de personalismos y palabras huecas.
Estamos estos días saturados de palabras electorales y promesas, algunas imposibles de cumplir por parte de nuestros políticos, todos ellos esforzándose en ofrecernos soluciones para casi todo. Oyéndoles, cualquiera diría que van a acabar con el paro, las delincuencias, las bajas pensiones, el terrorismo, la escasez de vivienda. Desgraciadamente todos sabemos que son promesas electorales, que difícilmente se plasman en la realidad después de la elecciones, cuando quede constituido el nuevo gobierno. Es la eterna lucha por el poder, que algunos la convierten en servicio desinteresado y otros muchos en ocasión para incrementar sus cuentas personales y el abanico de sus influencias..

El mundo de la comunicación resulta a veces un diálogo de sordos, de rebates y descalificaciones, con miras interesadas y desgraciadamente, con frecuencia, mediatizadas por la voluntad del que paga. Basta enchufar la cadenas de televisión para caer en la cuenta de esta polarización. ¿Dónde está nuestra libertad, nuestro criterio independiente, nuestra mediación positiva para dar cabida en nuestro corazón al que intenta comunicarse con nosotros?

En una sociedad que despierte a valores consistentes que den sentido a nuestra vida, deberíamos poner la buena escucha como estandarte. Si no escuchamos al hombre difícilmente escucharemos a Dios, y al contrario.
Pedro en el Tabor no siente la necesidad de aprender de los demás. Por eso no dialoga, ni escucha, más bien propone y manda hasta que la decepción y el desengaño, tras una dura experiencia de desierto, le ayuden a buscar la verdad. Y la verdad está en Dios.


Jesús- lo destaca el evangelio al comienzo del relato, sube con tres de sus discípulos a la montaña, para ORAR.

En la oración halla la motivación y el camino para afrontar las dificultades. Recurre siempre a ella, pero sobre todo en los momentos cruciales de su vida: el desierto, el Tabor, el Monte de los Olivos, cuando va experimentando el fracaso de su misión y presiente su muerte. En esos momentos no le preocupa ni el éxito ni el fracaso, sino su fidelidad a la voluntad de Dios, al proyecto que el Padre le ha confiado en un mundo complejo, ambiguo y lleno de contradicciones. Necesita el retiro del silencio para discernir en su oración.

ESCUCHAR A DIOS. No es una expresión vana, porque estamos convirtiendo nuestros pueblos y ciudades en una mezcla inacabada de voces y gritos que se entremezclan. Nos hallamos tan metidos en el ruido que hasta el silencio nos hiere. Y no podemos salir fuera, buscando paz y tranquilidad, sin llevarnos una radio, música o televisión.
Oímos ruidos, pero ¿ a quién prestamos nuestra atención?. Las sombras de la fama, el poder mediático de la palabra y la imagen condicionan de tal manera nuestra vida que nos creamos necesidades superfluas, porque no identificamos bien la bondad del producto. Hemos convertido la palabra en un gigantesco mercado de compra- venta, en un trágico desafuero a la misma inteligencia y a la credibilidad de la honradez.

Escuchar a Dios, que esta es la auténtica oración, nos ayudará a desenmascarar los ídolos de nuestro tiempo y a poner el énfasis en lo que merece realmente la pena: EL VALOR DE LA VIDA MISMA.


Los Beatles compusieron sus más bellas canciones, que aún siguen dando la vuelta al mundo, desde la contemplación en un monasterio de la India; San Ignacio de Loyola escribió los Ejercicios Espirituales en el silencio de la cueva de Manresa. La enumeración sería muy larga..

El meditativo engrandece el espíritu y encauza nuestro destino hacia Dios.

Cada vez sentimos más apremiante la llamada de acudir a Él para envolvernos en la contemplación, en la presencia, en la acogida...
Así hasta el mismo aire se transforma en mensaje de esperanza y en llamada a transformar nuestra sociedad; un aire que limpia las nubes de nuestras confusiones para que oigamos la voz misteriosa de Dios que, como un eco, nos susurra al oído:”ESTE ES MI HIJO AMADO, ESCUCHADLO”

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