domingo, 5 de febrero de 2012

Homilía



Seguimos escuchando hoy el largo relato del capítulo 1 de San marcos, que nos señala un cuadro completo de 24 horas de la actividad evangelizadora de Jesús.
La agencia de Jesús se inicia después del rezo del “sabbat”, en la sinagoga de Cafarnaún, ciudad que Jesús había tomado como centro de sus correrías apostólicas.
En esta ciudad cosmopolita de Galilea, de pescadores y mercaderes, donde convivían judíos y gentiles dentro de un clima de relativa abertura, Jesús asume el compromiso sellado con el Padre del Cielo para la redención del género humano, y lo hace con la ayuda de un grupo de jóvenes, a quienes llama Apóstoles, en quienes deposita su confianza. Los elige personalmente y va poco a poco instruyendo acerca de los misterios del Reino de Dios.
Jesús, que se aloja en la casa de Pedro, cura a la suegra de éste, que se halla en cama con una fuerte calentura.
Con el gesto de cogerla de la mano y ayudarla a levantarse, demuestra su poder sobre la enfermedad y capacita a la persona curada a servir a los demás.
Algo parecido sucedería más adelante con la resurrección de la hija del Jairo, jefe de la sinagoga, y de la curación de un niño epiléptico. (Marcos 9, 26).
Los tres episodios contienen un significado teológico de resurrección, de luz pascual.


El centro de la agotadora jornada de Jesús se desarrolla después del descanso sagrado del sabbat, al anochecer, cuando el gentío sale de sus casas para compartir la alegría y expansionarse por las calles. Muchas personas, sabedoras del poder de Jesús, le traen enfermos y lisiados para ser curados por la imposición de sus manos.
Jesús se siente conmovido y multiplica sus quehaceres hasta bien entrada la madrugada. Pero no ignora lo importante que resulta para Él la comunicación con su Padre del Cielo, con quien se siente íntimamente unido en comunión de voluntad y de amor. Y es en la oración donde encuentra las fuerzas necesarias para afrontar todo tipo de dificultades y asumir el sufrimiento, que dignifica y purifica cuando se le da un sentido.


En consonancia con la idea motriz de la liturgia de este Domingo, el Libro de Job nos explica cuál de ser la actitud del hombre frente al sufrimiento y la enfermedad.
Los judíos interpretaban las enfermedades graves como castigo de Dios por los pecados cometidos por el propio sujeto o por su familia.
Estos enfermos eran declarados impuros ante la Ley.
Jesús, con su actitud de curar a los enfermos, viene a decir a las gentes que el Reino de Dios está cerca y que no existe correlación entre la enfermedad y el pecado.
Al mismo tiempo, nos da la medida de cómo hemos de encarar el sufrimiento y luchar contra él.
No es de buenos cristianos dejarnos arrastrar por el determinismo estoico y pesimista frente al sufrimiento, quedándonos quietos, resignados e indiferentes.
Sí es, en cambio, aceptar la realidad con entereza y poner nuestro destino en las manos de Dios, que “sana los corazones destrozados y venda sus heridas.(Salmo 146, 3).
Job va perdiendo progresivamente todos sus bienes materiales, a su familia y a sus ganados. Parece que el mal triunfará definitivamente y le llevará a la desesperación. Pero Job, aún en su situación extrema, afirma: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Al final recupera sus bienes, su familia y sus ganados.
La enfermedad, que se afronta desde la esperanza activa y desde la fe, fortalece al paciente y ensancha su confianza en el destino final junto a Dios. La muerte se convierte así, no en un trauma angustioso, sino en una etapa más en el camino hacia la Vida Eterna.


Volviendo al relato evangélico, nos percatamos de cuan importante es la oración diaria de Jesús con su Padre, imprescindible para llevar adelante su obra evangelizadora.
Una comunidad cristiana, que se asiente en el mero activismo y en “hacer cosas por Dios”, pero sin el sustento de la oración, está abocada a desaparecer o, en el mejor de los casos, a desembocar en una ONG meramente humanitaria, algo muy loable, aunque no es lo que el Señor requiere de ella.
Todos necesitamos un tiempo y un espacio para la oración personal, lejos del ruido que nos absorbe y de las actividades sin freno.
Necesitamos también la oración comunitaria de la Iglesia, que nos engarza con la rica tradición cristiana y el testimonio de personas santas, que nos han precedido con el signo de la fe. Unidos y en fraternidad, será mucho más fácil dejarnos empapar por la acción del Espíritu, que opera allí donde “dos o más están reunidos en su nombre”.
No es posible hacer un hueco a Dios, si tenemos las alforjas llenas de baratijas insustanciales que nos esclavizan.
Seremos libres en la medida que nos despojemos de lo superfluo, abandonemos la vida anodina y vayamos, como Jesús, en busca de nuevos lugares de misión.


Esta es la exclamación de los discípulos, que intentan contener a la muchedumbre que se agolpa en su entorno con el fin de ver y escuchar a Jesús.
Jesús acoge, perdona, motiva y llena de esperanza los corazones de quienes aceptan su mensaje. No importa su cansancio; siempre encuentra tiempo para hacer patente la misericordia y el amor de Dios.
San Pablo siente la misma llamada de Jesús, que llena todo su ser de tal manera, que llega a decir: ¡Ay e mí si no evangelizo!” ((I Corintios, 9, 17).
Ha vivido en sus propias carnes la experiencia del amor gratuito de Dios, y ya no puede permanecer pasivo. Se entrega en cuerpo y alma sin recibir nada a cambio.

Este es el auténtico espíritu misionero, que sigue transformando el mundo a través de personas generosas, que no buscan recompensas terrenales, sino sentir cómo la Buena Noticia es acogida por lo pobres y necesitados. El buen misionero sabe que “El Señor proveerá con creces”.

Este año, en Octubre, se celebrará el Sínodo Universal sobre la Evangelización, convocado por el Papa Benedicto XVI. Es un reto grandioso para los tiempos futuros.
¿Cómo anunciar el Evangelio hoy entre los alejados, dentro de una sociedad paganizada, cauterizada o comida por tópicos negativos hacia la Iglesia?

El desafío que nos aguarda en muy similar al de la Primitiva Comunidad Cristiana.

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