No es esto un mensaje de guerra; es—como decía el poeta antiguo—un heraldo con palabras de oro. Ven a abrazarme, no te detengas un solo momento. El amigo aguarda con impaciencia al amigo. La administración del Imperio es una esclavitud, ciertamente; pero un hombre solícito, prudente y dueño de sí mismo, puede aún encontrar tiempo para los que ama. Así hago yo. Aquí, en el círculo de la amistad, se vive sin ceremonias cortesanas. Nuestra primera regla es que un elogio equivale a una traición. Con toda libertad, pero siempre amablemente, nos advertimos unos a otros nuestros defectos, nos ayudamos en nuestros trabajos y nos acostumbramos a una tarea sin fatiga, sin emulación, sin insomnio. Yo soy el que más velo, pues debo responder de la salud de todos. Perdóname que te escriba con toda franqueza. Te juro que al enviarte esta carta sólo considero tu alta sabiduría, que debe ser provechosa para nosotros. Ven, pues; la posta pública está a tu disposición, y permanecerás con nosotros el tiempo que quieras.»
Esta carta la escribía Juliano el Apóstata poco después de haber sido investido por las legiones del Danubio con la púrpura imperial (361). El amigo a quien se dirige era Basilio de Cesarea. Juliano había conocido a Basilio en Atenas. Más de una vez habían discutido de sutilezas retóricas o cuestiones de filosofía, juntamente con Gregorio de Nacianzo, paseando en dirección al Pireo o a través de los jardines de Academo. Como Juliano, Basilio tenía entonces la pasión de las letras humanas, pero sin aquella inquietud religiosa que turbaba ya entonces a su augusto amigo. Aunque catecúmeno todavía, hacía honor a las tradiciones religiosas de su familia, una noble familia de Cesarea de Capadocia, que entre sus miembros contaba mártires, obispos y ascetas ilustres, y cuyo jefe era ahora un brillante profesor de elocuencia de la provincia del Ponto.
Al volver a su patria, después de cumplidos los veinticinco años, Basilio se sintió impresionado por el ejemplo de su hermana Macrina, que llevaba en casa la vida austera de las vírgenes consagradas a Dios. «Comencé—dice él mismo—a despertarme como de un profundo sueño, a abrir los ojos, a mirar la verdadera luz del Evangelio y a reconocer la vanidad de la sabiduría humana.» Como signo de una resolución firme, recibió el bautismo, y deseando conocer con más claridad la voluntad divina, viajó durante dos años por todo el Oriente, desde el Nilo hasta el Tigris, visitando los santuarios famosos, escuchando a los doctores de la fe, discutiendo con los filósofos, admirando a los grandes solitarios y robusteciendo el entusiasmo de su fe con la visita de los Santos Lugares. Rico con estos tesoros de experiencias, se apresuró a poner en práctica aquella vida de perfección que había aprendido de los anacoretas de Egipto y Mesopotamia, estableciéndose en un valle risueño de la provincia del Ponto, junto a la corriente del Iris. Con él viven otros ascetas, que forman una especie de círculo amistoso, cuyo lazo es el amor, caldeado en la oración, en el trabajo manual e intelectual y en la noble conversación, donde se estudiaban los más altos problemas de la filosofía y de la teología. Este es el momento en que Basilio recibe aquella misiva en que se le invitaba a formar parte de aquel otro círculo laico que Juliano empezaba a organizar en la corte. No conocemos su respuesta. Tal vez no vio en la invitación imperial más que un nuevo indicio de refinada hipocresía y el afán de imitar las bellas instituciones del cristianismo. Es un hecho que Basilio despreció aquella tentación peligrosa, prefiriendo la compañía de los cenobitas del Iris, entre los cuales figuraban su hermano Gregorio de Nissa y su amigo Gregorio de Nacianzo. Con ellos reza, ayuna y trabaja. Los gobierna, pero sin que nadie se dé cuenta de que hay un superior. Todo en su dirección es discreción y sabiduría. Se levantan al despuntar el día para alabar a Dios con la oración y el canto de los himnos. Leen los libros sagrados y contemplan a los santos personajes de la Biblia «como estatuas vivientes e imágenes animadas». La oración alterna con el estudio. No se impone el silencio absoluto, pero tampoco se habla inútilmente; es preciso reflexionar antes de hablar, y disciplinar hasta el tono de la voz. De cuando en cuando, Basilio reúne a sus compañeros en torno suyo, los instruye, resuelve sus dudas y los guía por los caminos de la perfección. Así nacen sus Reglas Mayores y Menores, suma de catequesis monacal, que señalan una etapa esencial en el desarrollo de la vida cenobítica. Con ella, la cultura oriental se junta a la tradición pacomiana, el ideal monástico es enriquecido e iluminado con las claridades del espíritu griego.
Aquel monasterio de Iris, donde a los encantos del espíritu se juntaban las más espléndidas bellezas naturales, parecía haber nacido a impulso de un capricho pasajero, pero en realidad llevaba en sí la vitalidad de una creación nueva y vigorosa. Por él la vida de comunidad iba a ocupar finalmente el puesto que le correspondía dentro del cristianismo. Hasta ahora el aislamiento anacorético se ha considerado como la cima de la perfección. El mismo ideal de San Pacomio es un homenaje a la vida de los anacoretas. Su monasterio nos da la impresión de un cercado donde el individuo puede vivir seguro. Hay una rígida disciplina exterior, pero cada cual tiene libertad completa para organizar su vida ascética. El objeto de aquella minuciosa reglamentación no es la comunidad, sino el individuo. El aprecio excesivo de la soledad ofusca a aquellos legisladores egipcios. Piensan que el trato con los hombres aparta de la compañía de los ángeles, y si aceptan el cenobio es porque el desierto carece de lo necesario para vivir, y está lleno de fieras y serpientes. San Basilio se da cuenta de que hay un punto flaco en estas tendencias: es el olvido del precepto fundamental del amor, y ello le lleva a sentar la tesis contraria: el claustro no es un producto de la necesidad, sino el ideal más puro del cristianismo. Familiarizado con el concepto de la ciudad griega, va a demoler la supremacía del aislamiento con una crítica profunda y radical, en la cual descubre crudamente los grandes peligros de la soledad y analiza las ventajas de la convivencia. A semejanza de la Iglesia, el monasterio se le presenta como un organismo en el cual cada miembro tiene su destino particular. Un espíritu común anima y penetra el conjunto, transmitiendo la savia vital hasta las últimas articulaciones.
Esta enseñanza pareció tan nueva, que no fue aceptada sin resistencia, y sólo lentamente llegó a propagarse por los centros ascéticos del Oriente, que siguen considerando a San Basilio como su maestro y legislador. Lo es efectivamente. Si no creó el monaquismo oriental, le infundió una vida nueva cuando se hallaba amenazado de un gran peligro; el de llegar a ser una sociedad de trabajadores que rezan, o de rezadores que se matan a fuerza de penitencias. El encauzamiento de la corriente impetuosa que pobló las soledades de Siria y Egipto trajo el movimiento metódico, militarizado y enfermo de espíritu. Se necesitaba un alma nueva, una sangre joven, algo interno y vital, un corazón palpitante y vigoroso, y esta espiritualización del ideal monástico fue también obra de San Basilio. Volvió a renacer el primitivo entusiasmo, y el milagro se realizó con la repetición machacona de un solo principio: el cumplimiento de la voluntad de Dios. Si el asilamiento corporal quedaba reemplazado por el recogimiento del alma, el cumplimiento de la voluntad divina sustituía a la red complicada de la primitiva ascesis. Sus obras no tienen de suyo importancia ninguna; todo depende del espíritu con que se las hace. Las mayores penitencias, hechas por satisfacer la voluntad propia, no sirven de nada. De aquí nace la discreción de Basilio en su obra legisladora. De este modo elevaba el ideal monástico y a la vez le extendía: le elevaba hacia Dios y le extendía hacia el mundo. Nada del mundo que fuese noble, bueno y bello, era extraño a la vida monacal; la misma cultura pagana podía penetrar en el claustro, purificada por el bautismo y la penitencia. El claustro no será un liceo, ciertamente, pero el hálito de Atenas penetrará en él; la vida religiosa se convertirá en una filosofía, el abad en un maestro y el monje en un campeón de la verdad. La pluma y el libro reemplazan a los cestos y a las esteras. Tal es la evolución que San Basilio realiza en la historia del monasterio. Sus reglas, más doctrinales que dispositivas, son a la vez obra de psicólogo y de observador. Aspira a ordenar, a completar y corregir la legislación anterior. Discierne, rechaza y perfecciona con actitud de crítico, y sepulta para siempre muchas ideas que antes se habían aceptado como oro de ley.
Pero tanto o más que maestro de monjes, Basilio fue el doctor de todo el pueblo cristiano. No dudaba en dejar de cuando en cuando la soledad para intervenir en las luchas religiosas, que apasionaban a sus contemporáneos. Se presentaba en Constantinopla, disputaba con los campeones de la herejía y aparecía una y otra vez en su ciudad natal. En una de estas ocasiones, el pueblo de Cesarea se apoderó de él y le presentó al obispo para que le ordenase de sacerdote. Su amigo Gregorio de Nacianzo, que acababa de sufrir una violencia semejante, le escribía: «También tú has caído en la red, también tú has sido arrastrado al sacrificio. De todas maneras, en estos tiempos miserables, oscurecidos por tantos cismas y tantos escándalos, creo que nuestro deber es aceptar sencillamente esa dignidad terrible que han puesto sobre nuestras cabezas.» Así pensaba también Basilio; empieza a trabajar con entusiasmo en la predicación y en el ministerio, en las obras de caridad y en el campo de la controversia. Su celo se extiende, cuando en 370 los obispos de Capadocia le colocaron sobre la sede metropolitana de Cesarea.
Fue el tipo auténtico del obispo, padre del pueblo, amigo de los desgraciados, inflexible en la fe, infatigable en la caridad. Seguidor escrupuloso de la pobreza evangélica, sólo tenía una túnica, no admitía en su mesa más que pan y legumbres, rechazaba todas las pompas que iban ya rodeando a la dignidad episcopal; pero al mismo tiempo embellecía la ciudad y disponía de inmensos tesoros para socorrer a los necesitados. Era aquél un tiempo de revueltas civiles, en que el capricho de los funcionarios hacía veces de ley, y en que los pueblos encontraban en los obispos sus mejores apoyos contra la arbitrariedad y la tiranía. Una gran parte de la correspondencia de Basilio tiene por objeto cumplir con este oficio episcopal. Escribe a sus amigos, a los prefectos, al emperador; unas veces pide el arreglo de un puente, otras la remisión de impuestos a una ciudad devastada por la inundación, otras el perdón de un culpable o la rehabilitación de un inocente. Si un padre riñe con su hijo porque se ha hecho cristiano, Basilio interviene y los reconcilia; si un amo trata con dureza a sus esclavos, Basilio está allí para recordarle la suavidad evangélica. No hay miseria, culpable o no culpable, no hay interés público o particular que no encuentre en él un abogado. En cada circunscripción de su diócesis establece un hospicio. En la capital levanta un establecimiento de beneficencia, que es como una nueva ciudad. Se llama la casa de los pobres. Es a la vez hospital, alberguería y universidad. En unos edificios reciben la enseñanza los niños y los jóvenes, en otros se hospedan los peregrinos, en otros tienen sus habitaciones los ancianos y los enfermos. Cada sexo tiene sus departamentos especiales; vastos jardines separan los distintos pabellones; en el fondo se levanta la leprosería, y en el centro está la iglesia, «adornada con todos los esplendores del culto triunfante», dominando, como foco de consuelo, aquel refugio de todos los dolores, que la gratitud pública seguirá llamando un siglo más tarde la Basiliada. Por toda la periferia hormiguea una población de vigilantes, enfermeros, proveedores y carreteros, y en medio se ve a Basilio inspeccionándolo todo, hablando a todos, llenándolo todo con su bondad y su celo.
El oro para realizar estos prodigios conseguíalo con la virtud de su palabra. Fue el gran predicador de la limosna. Había comprendido que, según la doctrina cristiana, la igualdad social sólo puede conseguirse por la práctica de la caridad, y a fuerza de elocuencia lograba enternecer el corazón de los hombres y hacer que se ayudasen los unos a los otros. Tal vez es en la homilía contra los ricos donde mejor se revela aquella alma de apóstol, aquella caridad triunfante y arrebatada. «En el Evangelio—decía—hay una palabra importuna, odiosa, insoportable. Es ésta: vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. ¡Ah! Si el Señor hubiese dicho: arrojad vuestro dinero en un abismo de placeres culpables, prodigadlo con las mujeres perdidas, comprad diamantes, muebles, pinturas; entonces vosotros, ricos del siglo, triunfaríais. ¡Qué demencia! Conocéis las ruinas gigantescas que dominan nuestra ciudad como un aglomerado de rocas artificiales. ¿En qué siglo fueron levantadas estas fortificaciones hoy desmanteladas? No lo sé; pero sé que entonces había pobres aquí, y que en lugar de socorrerlos, los ricos preferían gastar su dinero en estas construcciones locas. Pero el tiempo ha soplado sobre esas piedras ciclópeas, las ha derribado como juguetes de niño, y el dueño de esos palacios arruinados gime ahora en el infierno.» Más insinuante, aunque tal vez menos patético, decía en otra ocasión: «Cuando penetro en la casa de un rico opulento y sin entrañas, cuando contemplo la magnificencia del dorado y de los mármoles, pienso interiormente en la locura de ese hombre, que decora con tanto lujo los objetos inanimados y deja su alma abandonada. ¿Qué gusto puedes tener en contemplar tus sillas de marfil, tus mesas de plata, tus lechos de oro, cuando a tu puerta piden pan millares de hambrientos? Pero dirás: Yo no puedo socorrer a tantos. Y yo te respondo: El anillo que llevas en el dedo con el rubí, el zafiro o el diamante que le enriquece, podría librar a veinte presos por deudas. Tu guardarropa bastaría para vestir a una tribu entera. Y, sin embargo, te niegas a dar un óbolo a la indigencia. No lo olvides: el pan que tú no comes pertenece al que tiene hambre; el vestido que tú no usas pertenece al que va desnudo; el dinero que tú malgastas es oro del indigente.»
Empujado por aquel anhelo generoso de proteger a cuantos eran víctimas de la injusticia, Basilio no dudaba en afrontar el peligro y la calumnia. Una viuda perseguida por un magistrado que quiere casarse con ella contra su voluntad, se refugia en la iglesia de Cesarea y recibe hospedaje en la casa del obispo. El prefecto se presentó en Cesarea, y llamando a Basilio ante su tribunal, se atrevió a exteriorizar las más infames insinuaciones. «Se hizo una investigación en la casa episcopal; los lictores—dice Gregorio de Nacianzo—osaron penetrar en la modesta celda de Basilio, sin respeto a los ángeles del Cielo, testigos de las virtudes sublimes que allí practicaba este hombre humilde.» Entre tanto, Basilio permanecía tranquilo delante del prefecto:
—Que le despojen del manto—dijo éste.
—Estoy dispuesto—respondió Basilio—a quitarme también la túnica, si os place.
—Que le desgarren los costados con uñas de hierro—ordenó el juez.
Y el obispo dijo sonriente:
—Esto será un lenitivo excelente, porque, como podéis advertir, estoy sufriendo terriblemente del hígado.
Los verdugos iban a empezar, cuando un murmullo formidable hizo retemblar la curia. Era el pueblo de Cesarea que llegaba en masa preguntando por su obispo. Allí estaban todos: hombres y mujeres, viejos y muchachos. Los dos gremios de armeros y tejedores imperiales parecían los más irritados. Venían con hachas encendidas, bastones, piedras, puñales y lanzaderas.
—¡Muera el prefecto!—gritaba la indignación popular. Y, a ruegos del prefecto, Basilio apareció a la puerta del pretorio y apaciguó aquella mar alborotada. La exasperación se trocó en entusiasmo, y el perseguidor pudo escabullirse entre la multitud.
La obra de Basilio despertaba la emulación de los grandes funcionarios del Imperio, y el mismo emperador se vio, a pesar suyo, subyugado por la grandeza de su genio. Era el emperador arriano Valente, que ahogaba a los sacerdotes ortodoxos y mutilaba a los anacoretas y vivía rodeado de herejes y obispos aseglarados. Este es el momento en que Basilio se presentaba en Oriente como el campeón de la fe de Nicea. El arrianismo acababa de renovar sus métodos y su espíritu. La doctrina dura y malsonante de Arrio, las ondulantes teorías de Eusebio de Nicomedia se habían transformado en los rotundos períodos de Eunomio, cargados de reminiscencias filosóficas. Este hombre, de origen campesino, rudo, contrahecho y mordido por la lepra, se había conquistado un prestigio increíble repitiendo las frases armoniosas de Platón y exponiendo los sueños místicos de Plotino. Era demasiado astuto para decir que el Verbo es una criatura, que hubo un tiempo en que el Verbo no existía; su arte consistía en halagar los gustos de la clase ilustrada con las disputas elegantes y los recuerdos helénicos puestos de moda por Juliano el Apóstata. Lanzó a los cuatro vientos el término con que Platón había designado al primer principio: el Agénetos, el Ingénito. El Agénetos fue considerado como la divinidad de los espíritus cultos. Gozoso con este primer éxito, Eunomio aturdía a sus oyentes, según dice un contemporáneo suyo, con las agudas distinciones del gran Platón. Si la noción de Ingénito, decía, es la definición de Dios, esa noción es idéntica a Dios. Dios, por tanto, no puede ser engendrado de una manera personal ni sustancial. Platón triunfaba de Nicea.
Pero la Providencia, que había suscitado a Atanasio contra las blasfemias de Arrio, suscitó a Basilio contra los sofismas eunomianos; Atanasio, con su ardor militante, con su elocuencia popular, con su estilo prolijo, claro, espontáneo, que tiene unas veces aire de cátedra y otras arranques de arenga; con sus ímpetus de guerrero que penetra en medio del combate y descarga los golpes de su maza y persigue a los fugitivos, o se pone de espaldas a una roca, o escapa dando un enorme salto para caer de nuevo en la refriega.
Basilio, con su método irreprochable, con su caminar didáctico y seguro, con su cultura clásica, con su elocuencia grave y encendida a la vez, con la red tan temible de su dialéctica, que es más fácil salir de un laberinto que escapar a sus argumentos. Tiene un espíritu amplio y poderoso, pero disciplinado y conservador; posee todos los secretos de su lengua, sabe de las ciencias humanas lo necesario para no temer las objeciones de los especialistas, y en filosofía no teme las ingeniosas disquisiciones eunomianas: el platonismo, el peripatetismo, el eclecticismo de Alejandría, todas las variedades del pensamiento metafísico de la antigüedad son familiares a su espíritu; en ellas se inspira, de ellas toma sus definiciones y muchas de sus ideas, y si no es del todo exacto el nombre de Platón cristiano que le dieron sus contemporáneos, podemos ver en él, al menos, por la claridad luminosa de la frase, por la feliz elección de las fórmulas y por la riqueza de las comparaciones, un platónico distinguido. En su libro contra Eunomio, publicado en 364, Basilio se dirige, sobre todo, a demostrar que la inascibilidad no es la definición de Dios, que el término Ingénito no comprende la sustancia divina. Ataca al mismo tiempo a Platón y a Eunomio. Contra el primero demuestra que es un error confundir la forma del concepto con la del objeto conocido; y para deshacer el racionalismo presuntuoso del segundo, explica cómo si la acción de Dios desciende hasta nosotros, su esencia sigue siéndonos inaccesible.
Cuando el libro de Basilio recorría todo el Oriente, llenando de alarma a las huestes del arrianismo, el emperador llega inopinadamente a Cesarea. Iba preocupado del recibimiento que le haría Basilio, y acudió a todos los medios para conquistar su adhesión. Le enviaron primero un grupo de obispos arríanos, que ni siquiera fueron recibidos por el de Cesarea. «Llegó después una embajada de matronas, pero las instancias salidas del gineceo—dice Gregorio de Nacianzo—, y apoyadas por los eunucos, tuvieron el mismo resultado.» Otro día llegó el jefe de la cocina imperial, un hombre que se llamaba Démostenos, y para justificar su glorioso apellido tenía grandes ambiciones literarias. Este venía con gesto amenazador.
—Todo el que resiste al César—dijo—pasará por mis cuchillos.
—Vuelve a los hornos—le replicó el prelado—; allí está tu puesto.
Presentóse, finalmente, el prefecto. San Gregorio de Nacianzo nos ha conservado el diálogo que tuvo con Basilio:
—¿Qué motivos tienes—comienza—para resistir tú solo a tan gran emperador?
—El emperador es grande—responde el obispo—, pero no es superior a Dios.
—¿No sabes—replica el prefecto—los tormentos que puedo hacerte sufrir?
—¿Cuáles? Explícate.
—Tengo a mi disposición la confiscación, el destierro, la tortura, la muerte.
—¿La confiscación?—contesta Basilio—. Puedes ponerla en práctica, si es que te importan algunos vestidos usados y unos pocos libros que constituyen mi riqueza. ¿El destierro? ¿Cómo podrá asustarme? El cristiano se considera peregrino en todas partes y sabe que toda la tierra es de Dios. Los tormentos acabarán antes de ensañarse con mi cuerpo, según lo débil que está, y la muerte apresurará mi marcha hacia Dios, por quien suspiro.
—Nadie hasta hoy—dice el magistrado, estupefacto—ha usado conmigo semejante lenguaje.
—Es que tal vez—replica Basilio—no te has encontrado nunca con un obispo.
El prefecto volvió hacia su amo, conmovido e irritado a la vez. Propuso toda suerte de violencias para vencer aquello que llamaba testarudez insensata; pero Valente estaba aquel día de buen humor. Además, empezaba a admirar a aquel hombre extraordinario. Entró en Cesarea sin grandes aclamaciones y sin recibir el saludo del metropolitano. Al día siguiente, fiesta de la Epifanía, se dirigió a la basílica. La multitud llenaba los ámbitos; el canto era hermoso y potente; la liturgia ofrecía el espectáculo de majestad y de orden que Basilio sabía imponer en la iglesia. En el fondo aparecía el mismo Basilio, en pie, la cara vuelta hacia el pueblo, inmóvil como las columnas del templo, los ojos fijos en el altar. Figura alta, recta y seca, perfil aguileño; acentuado por la delgadez de sus mejillas, frente pensativa, cejas arqueadas, pelo ralo en la cabeza, y de tarde en tarde una ligera sonrisa, algo desdeñosa, que movía casi imperceptiblemente su luenga y encanecida barba. Aquel espectáculo produjo una impresión tal en el emperador, que sintió amagos de vértigo. Acercóse a presentar la ofrenda, pero ninguno de los ministros se apresuró a recibirla, ignorando la intención de Basilio. Al fin, éste hizo una señal, y la ofrenda fue recogida. Sin embargo, Valente no se atrevió a participar de los santos misterios; pero, al terminar los oficios, quiso tener una conferencia con el defensor de la ortodoxia. Basilio le tendió una silla, y expuso con una claridad admirable el dogma de la divinidad de Jesucristo. «Yo estaba allí—dice el Nacianceno—, en medio de la multitud que había seguido al príncipe, y oí las palabras que cayeron de sus labios, o, mejor, que le fueron inspiradas por la sabiduría misma de Dios.»
Pero al mismo tiempo que atacaba, Basilio veíase obligado a defenderse. Su actitud con el emperador nos refleja un carácter condescendiente y comprensivo. Pero sus anhelos de conciliación eran para los intransigentes claudicaciones imperdonables. Se le miraba como un tránsfuga de la verdad, se le acusaba de menospreciar las leyes canónicas o de interpretarlas a su capricho. «Él es—decía su amigo Gregorio—el último destello de la ortodoxia en Oriente, el foco en que se concentra la vida del catolicismo; y, sin embargo, se espían todas sus palabras para tergiversarlas, para volverlas contra él.» A los enemigos se juntaban los envidiosos. En sus visitas pastorales a través de Capadocia se encontró Basilio más de una vez gentes sospechosas que le vigilaban hasta en lo íntimo de su oración, que interrumpían sus discursos, que asaltaban a su comitiva en los caminos. Él se dirigía al Papa San Dámaso pidiendo su ayuda, pero la idea que en Roma se formaba de la situación del Oriente era muy confusa. Hasta entre sus íntimos encontraba traidores. «Tres años hace—escribía a uno de ellos—que he dejado la palabra a la envidia y al odio. El dolor que he sentido lo he encerrado en mi pecho. Pero al fin me veo obligado a hablar y a desafiar a mi mayor enemigo a que presente una acusación seria contra mi doctrina, mi vida o mis costumbres. Jamás he hecho traición a la fe. Como la recibí, siendo niño, sobre las rodillas de mi abuela Macrina, así la predico y así la enseñaré hasta mi último aliento. Hace veinte años, tú estabas conmigo en la soledad del Ponto, tomando parte en aquella vida de penitencia, juntamente con mi amigo Gregorio. Recuerdo que a veces pasábamos el río para ir a escuchar las cosas celestes que nos decía mi santa madre. Dime, por favor, ¿es que entonces, cuando todo nos era común por el derecho de una amistad llena de confianza, me oíste pronunciar alguna de esas blasfemias?»
Un día, en Nacianzo, asistía Gregorio a un banquete, invitado por un alto personaje. Después de hablar de los sucesos del día, recayó la conversación sobre los dos amigos. «Me felicitaban de ser amado por ti—escribía el Nacianceno al día siguiente—, recordaban nuestra vida de estudiantes en Atenas, ensalzaban tu elocuencia, ponían tu nombre sobre las nubes. De repente, un monje de apariencia austera se levanta y dice: «¡Basta de mentiras! Yo también admiro el genio de Basilio y de Gregorio, pero les falta lo mejor, la ortodoxia.»
—¿Qué audacia es ésta?—exclamé yo—. ¿Quién te ha hecho definidor de dogmas?
—Escúchame—dijo el asceta—. Vengo de Cesarea; allí he oído un discurso del obispo. Imposible hablar con más elocuencia del Padre y del Hijo; pero al tratar del Espíritu Santo, sus palabras eran torpes y oscuras. Hubiérase dicho un río que da vueltas a un peñasco para ir a esconderse en la arena.
No era este monje el único que creía ver sombras en la enseñanza del obispo de Cesarea sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Basilio vióse obligado a justificarse, y lo hizo en un bello tratado, que con abundancia de lenguaje y seguridad maravillosa expone por primera vez en la Iglesia la teología completa del Espíritu Santo. De esta manera las circunstancias le iban empujando poco a poco a enriquecer la literatura cristiana. Era uno de esos hombres que muestran alientos intrépidos cuando se ven obligados moralmente a obrar, y que sólo se deciden a salir del retiro movidos por un deber imperioso. Gregorio alude a su hablar premioso, que él mismo atribuye a la pesadez capadociana. Eunomio añade que se estremecía cada vez que se encerraba en su habitación para trabajar, y si vamos a creer a Filistorgio, se prestaba con dificultad a las discusiones.
Pero más que en las luchas dogmáticas, nos interesa verle instruyendo a los pobres habitantes de Cesarea y levantándolos a Dios por la contemplación de la Naturaleza. Es el asunto de las homilías que llevan el nombre de Hexamerón, porque en ellas se explican las maravillas de los seis días de la Creación. Libanio, el retórico pagano, lloraba leyéndolas. «Jamás—decía—escribí yo cosa semejante. ¡Y no es de Atenas de donde salen estas obras maestras, sino de Capadocia! ¿No se engañará Basilio al pensar que no habita la mansión de las musas?» «No—respondía Basilio—; mi única gloria es ser el discípulo de los pescadores.» Esta frase explica el genio de aquella oratoria y nos da el secreto de su influencia sobre la multitud. Los juegos de palabras, los torneos literarios, los vanos oropeles, que Libanio admiraba, eran en Basilio una cosa involuntaria y accidental. Es un orador, ciertamente, el primer orador que ha tenido la Iglesia, porque Orígenes había dogmatizado como un profesor y Atanasio había arengado como un general. Basilio habla a todos los públicos con un lenguaje natural y sabio a la vez, con una frase cuya elegancia no disminuye la simplicidad y la fuerza. Su palabra se alimenta de recuerdos clásicos, y, sin embargo, corre con una espontaneidad, que la hace accesible a todas las inteligencias. Para Gregorio, la palabra es con frecuencia penacho de adorno; para Basilio es siempre una espada, cuya empuñadura, por muy bien cincelada que parezca, sólo sirve para meter más adentro la hoja. Focio colocaba al obispo de Cesarea entre los más grandes escritores clásicos, por el orden y la claridad de los pensamientos, por la propiedad del lenguaje, por la elegancia y la naturalidad; la crítica moderna admira en él el equilibrio perfecto de la especulación y la erudición, de la .retórica y las dotes de gobierno, y Fenelón se inclina reverente ante el orador «grave, sentencioso y austero, ante el hombre que ha meditado todos los detalles del Evangelio, ante el sutil conocedor de las enfermedades del hombre y ante el gran maestro de dirección de las almas». Sin perder nada de su familiaridad, aquella elocuencia se nos presenta más brillante en las descripciones del Hexamerón, donde se encuentra el genio griego con toda su belleza nativa, dulcemente animado de un colorido oriental, pero siempre armonioso y puro. «Si alguna vez—decía Basilio—habéis pensado en el Hacedor de todas las cosas, cuando en una noche serena paseáis vuestra vista por la hermosura inenarrable de los astros; si alguna vez habéis considerado durante el día las maravillas de la luz, venid, dejad que os conduzca como de la mano a través de los prodigios del universo.» Describe luego las bellezas de la tierra, el orden, los perfumes, los colores, la música de las cosas, y concluye: «Si estas cosas visibles son tan admirables, ¿qué serán las invisibles? Ese sol perecedero y, sin embargo, tan hermoso, nos ofrece asunto de admiración inagotable. ¿Qué será el sol de la justicia divina en su soberana hermosura?»
Los artesanos de Cesarea amaban estos apóstrofes vibrantes, los escuchaban anhelantes y respondían a ellos con lágrimas y aplausos. Cuando la muerte apagó aquella voz, nada podía consolarlos. El dolor rayaba con la demencia; lloraban hasta los judíos y los paganos; la multitud corrió sollozando a tocar por última vez el cuerpo inerte. Algunos murieron sofocados; «y los demás—dice San Gregorio—envidiaron la suerte de estas víctimas funerarias, y así colocaron a mi amigo en el sepulcro de sus abuelos: cerca de los obispos, el obispo; el mártir, cerca de los mártires, y junto a los predicadores, la gran voz que sigue vibrando siempre en mis oídos».
Otro de los grandes doctores orientales, defensor, como Atanasio, de la divinidad del Verbo, pero muy distinto en su carácter, en su estilo, en sus procedimientos. Atanasio, puro teólogo, desdeña la literatura; a pesar de su conocimiento de la filosofía helénica y de la mitología, es elocuente a fuerza de evitar la elocuencia; Gregorio, en cambio, acudirá a todos los artificios del talento oratorio para expresar las verdades del cristianismo en una lengua no indigna de Lisias o de Platón. Es un representante auténtico del genio griego en su primitiva belleza, más abundante acaso y menos ático, pero siempre armonioso y puro, aunque iluminado por dulces matices orientales.
Gregorio no era un heleno, sino un asiático. Había nacido en Arianzo, un pueblecito de Capadocia, cercano de Nacianzo, la pequeña ciudad donde luego fijó su residencia. A los veinte años le encontramos en Atenas entregado con pasión al estudio de las bellas letras; pero antes había recorrido ya todo el curso de la filosofía helénica en las escuelas de Cesarea y Alejandría. En las aulas atenienses se encontró un joven de su tierra, cuyo nombre iba a pasar a la posteridad estrechamente unido con el suyo. Era el futuro obispo de Cesarea, San Basilio. Con temperamentos diferentes, el uno más austero y el otro más apacible, el uno mejor ordenado por las enseñanzas de la ciencia y el otro más arrebatado por los arranques del amor divino, ambos eran igualmente fervorosos en la oración, igualmente puros en sus costumbres, igualmente entusiastas de las letras; la poesía y la elocuencia. Ya entonces uno de los más famosos retóricos paganos de aquel tiempo, Libanio, solía decir con tristeza que aquellos dos discípulos del Evangelio hubieran sido capaces de resucitar las maravillas de los siglos de Píndaro y Demóstenes. « ¡Ah!—exclamaba más tarde San Gregorio—. No puedo recordar aquellos días sin derramar lágrimas. Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la Iglesia y a sus doctores; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela y a sus maestros.»
Allí conoció Gregorio al futuro restaurador del culto pagano en el Imperio. Juliano, inclinado ya hacia la idolatría, pero deseoso de adquirir nuevas relaciones, y tal vez atormentado por la duda, penetró en el retiro de los dos jóvenes estudiantes. No faltaban asuntos comunes que discutir; Basilio era un hábil gramático; Gregorio podía disertar largamente de poesía y de elocuencia. Los rozamientos, sin embargo, se produjeron inevitablemente al tratar de cuestiones morales y religiosas, dejando en los dos asiáticos una dolorosa impresión. «Le miraba—decía más tarde el nacianceno—y veía su cabeza agitada por una movilidad continua, sus hombros estremecidos por un ridículo vaivén que daba lástima, su vista extraviada, su paso vacilante, y su nariz arremangada, respirando insolencia y desdén. Y me decía: ¿Qué monstruo alimenta aquí Roma?» Cuando el César se dirigió a reinar, los dos amigos le despidieron con una melancólica sonrisa, en que se pudieran haber adivinado los más tristes presentimientos. Ellos, a su vez, se volvieron a su tierra.
Gregorio encontró a su padre convertido en obispo de Nacianzo, y se quedó junto a él para ayudarle en los asuntos de administración, no sin quejarse constantemente «de tener que pasar el día vigilando a los domésticos, siempre dispuestos a abusar de la facilidad de los amos buenos y a acusar la severidad de los malos, desenmascarando las astucias de los agentes del fisco y escuchando en la curia las tonterías de los litigantes». Pero un día recibió esta bella epístola: «Habiendo perdido las esperanzas, o, mejor, los sueños que me hacían acerca de ti, pues creo, con el poeta, que la esperanza es el sueño de un hombre despierto, me he venido al Ponto en busca de la vida que necesito. Y Dios ha querido que encontrase un asilo a mi gusto. Lo que imaginábamos en otro tiempo, lo tengo ahora en la realidad: es una alta montaña rodeada de espesos bosques y regada por frescas y cristalinas fuentes. Al pie se extiende la llanura, fecunda por las aguas que descienden de lo alto. La selva que levanta en torno sus árboles variadísimos le sirve, por decirlo así, de muro y de defensa.» La carta sigue describiendo las delicias de aquel lugar incomparable. La isla de Calipso, tan admirada de Homero, era menos bella. En la cima del monte hay una morada desde la cual se divisa el Iris, que rueda desbocado entre las rocas, y ofrece, a la vez, espectáculos maravillosos y deliciosas truchas. Hay variedad de flores, gorjeos de pájaros, ciervos, cabras monteses, águilas y conejos. Pero la paz es el mayor tesoro de este asilo, en que se detuvo Alcmeón después de encontrar las islas Equínadas.
Quien así hablaba era Basilio, que se había retirado a hacer vida cenobítica en aquel rincón del Ponto, rodeado de algunos amigos. Pero le faltaba el más amado de todos, el antiguo condiscípulo de Atenas, el hombre más a propósito para gustar aquella vida de silencio, de trabajo y de pobreza. Gregorio se dejó convencer fácilmente, y algo más tarde figuraba entre los miembros más fervorosos de aquella comunidad ideal. Todo allí era sobriedad y sencillez. Se araba el campo, se regaba el jardín, se explotaba el bosque y se aprovechaban las canteras cercanas. Una gran parte del día estaba consagrada a la oración, a los cantos religiosos, al estudio de las letras cristianas y a la instrucción de algunos jóvenes venidos de Grecia y de Asia. Basilio y Gregorio componían magníficos discursos y bellos poemas. Juliano el Apóstata acababa de arrojar la máscara. Uno de sus primeros cuidados había sido prohibir a los cristianos el estudio de la elocuencia y de las letras profanas. «Para nosotros—decía irónicamente—, las artes de Grecia, juntamente con el culto de los dioses; para vosotros, la ignorancia y la rusticidad: ésta es vuestra sabiduría.» Sus pérfidas disposiciones sólo sirvieron para arraigar más en los maestros cristianos el amor de aquellas ciencias, en que veían un arma de defensa y de victoria. «Todo te lo dejo—respondía Gregorio, indignado—, las riquezas, el nacimiento, la gloria, la autoridad, los bienes todos de aquí abajo, que se desvanecen como un sueño; pero la elocuencia es mía; y no me pesan los trabajos ni las peregrinaciones emprendidas por tierra y por mar para conquistarla.»
«Los días pónticos» dejaron en el alma del monje poeta un recuerdo imborrable. Más tarde, en medio de las preocupaciones de la vida episcopal, los recordará como los más felices de su vida. « ¿Quién me devolverá—exclamaba—aquellas salmodias, aquellas vigilias, aquellas ascensiones al Cielo por medio de la oración, aquella vida libre del cuerpo, aquella concordia de las almas, que se dirigían juntas hacia Dios? No he olvidado aquel bosque en que trabajábamos, aquellos árboles que plantábamos, aquellas piedras que tallábamos; no he olvidado aquel plátano, más precioso que el plátano de oro de Jerjes, junto al cual venía a sentarse, no un rey con toda la pompa de su grandeza, sino un monje que lloraba sus pecados. Yo le planté, y tú, mi precioso amigo—decía Gregorio, refiriéndose a Basilio—, le regaste. Dios le hizo crecer para nuestra gloria, como recuerdo de nuestros asiduos trabajos.»
Nombrado metropolitano de Cesarea, Basilio obligó a su amigo a aceptar el episcopado de Sásimo, una población insignificante de los confines de la Capadocia, amenazada constantemente por bandas de herejes y bandoleros. Gregorio había tenido siempre horror al episcopado; pero el que ahora se le ofrecía tenía casi un aspecto burlesco. « ¿Qué voy a hacer en los desiertos de Sásimo?—se preguntaba con amargura—. ¿Soy acaso un carabinero, para ir en busca de bandidos?» Poco faltó para que se enturbiasen las relaciones entre aquellos grandes hombres. La santidad no le impedía a Gregorio exhalar estas amargas quejas: «Según se va a las montañas, en el cruce de tres caminos, hay una población horrible, sin agua, sin árboles, sin vegetación, sin habitantes. Sólo ruido de carros, polvo, clamores de aduaneros, cepos, cadenas, alaridos de contrabandistas puestos en cuestión de tormento. Esta es mi ciudad episcopal. El pueblo se recluta de vagabundos fugitivos, proscritos y salteadores de caminos. Estos son mis fieles; ésta es la silla que me regala el omnipotente Basilio desde la cumbre de su trono primacial. ¡Qué munificencia! ¡Qué recuerdo tan conmovedor de nuestra vida común en Atenas! » Basilio tenía sus razones para obrar de aquella manera, aunque él mismo comprendía que no hacía un gran favor a su amigo. «Yo quisiera—escribía—que este hombre ilustre, este hermano de mi alma, estuviese al frente de una ciudad digna de su mérito, aunque todas las iglesias juntas serían poco para su genio. Pero es propio de las grandes almas, no sólo servir para las grandes cosas, sino también realzar las pequeñas con su grandeza.» Hay que reconocer que Gregorio carecía de la firmeza de carácter de su amigo. Desde el punto de vista del talento, sería difícil determinar de parte de quién estaba la superioridad. Pero el de Cesarea tenía en sumo grado las cualidades que hacen al conductor de hombres, al organizador, al hombre práctico; mientras que el de Nacianzo, alma contemplativa, imaginación viva y melancólica, estaba más hecho para meditar que para obrar. Basilio triunfó en todas sus luchas; Gregorio no cosechó más que fracasos en su vida episcopal. Por el momento, fue consagrado obispo; pero habiendo cesado los motivos que obligaran a Basilio a crear la diócesis de Sásimo, sucedió a su padre en Nacianzo.
Esto sucedía en 372. Tres años más tarde sacudía Gregorio la carga episcopal para retirarse de nuevo al desierto. La noticia de la muerte de Basilio (379) le confirmó en su idea de dar al mundo un adiós eterno. « ¿Qué hago yo aquí —decía—, cuando la mejor mitad de mí mismo ha sido arrebatada lejos de mí? ¿Cuánto tiempo se prolongará aún mi destierro?» Cuando se lamentaba de esta manera, vinieron a pedir su ayuda los fieles de Constantinopla. Cuarenta años hacía que el arrianismo dominaba en la ciudad de Constantino. Todas las iglesias estaban en poder de los herejes, de suerte que apenas quedaba un puñado de ortodoxos. Creyóse que sólo el prestigio de Gregorio podría devolver a la fe su antiguo esplendor, y fueron a sacarle de su soledad. Él se defendió cuanto pudo. «¿Qué haréis—decía a los emisarios—con un extranjero que no ha salido del rincón de tierra que le vio nacer, que está agotado por la edad, la enfermedad y el ayuno; que tiene el cuerpo encorvado, la cabeza blanca, el vestido pobre, la bolsa vacía, la palabra agreste y dura?» Su bondad, sin embargo, le obligó a ceder. Llegado a la ciudad imperial, se estableció en casa de un pariente y allí recibía a su pequeña grey. Rara vez salía a la calle; todo su anhelo era estudiar y meditar. Las muchedumbres arrianas se habían enterado con indignación de su presencia, y hacían lo imposible para obligarle a volver a la soledad. «Un poco de pan y un puñado de hierbas cocidas con agua -nos dice él mismo- eran todo mi alimento, y, sin embargo, aunque hubiera traído la peste conmigo no me hubieran llenado de tantos ultrajes. La ciudad ardía. Se me acusaba de haber traído la idolatría. El populacho se estacionaba delante de mi habitación aullando. Lluvias de piedras caían sobre mis ventanas.» Un día el animoso obispo fue arrebatado por la multitud y arrastrado hasta el tribunal del gobernador. Hubo este diálogo:
—¿Quién eres?
—Un discípulo de Jesucristo.
—¿A quién has matado?
—A nadie; vengo, más bien, a salvar vuestras alma. Se le puso en libertad, y él continuó su ministerio. Gregorio tenía dos armas con las cuales no tardó en imponerse: la virtud y la elocuencia. El pueblo empezó a venerarle, admirado de su vida de espartano, como decían los obispos herejes, y al subir a la cátedra acabó de conquistar los corazones. Un alma de poeta y de obispo vibraba en su palabra. Aún conservamos los discursos pronunciados durante aquellos días. Todos ellos están consagrados a la defensa de la fe, y por eso se los ha llamado discursos teológicos. Son otros tantos modelos en el arte delicado de envolver los razonamientos filosóficos en el vestido de la oratoria: jugo doctrinal fresco y abundante; elocuencia templada, que ni cansa ni desazona; argumentación nerviosa, elegancia sobria y libre de toda exageración. Los católicos acudían a escuchar, según la expresión del orador, «como personas sedientas que hubieran hallado una fuente, donde apagar su sed». Con ellos se mezclaban los paganos y los herejes, venidos unos para instruirse y otros para recrearse. Los aplausos interrumpían con frecuencia la predicación; más de una vez se rompió la balaustrada que defendía la tribuna, y eran muchos los oyentes que escribían los discursos conforme se iban pronunciando. Electrizando los espíritus, aquella elocuencia triunfaba; se aumentaba el número de los fieles, resucitaba la comunidad católica, y aquella su primera capilla recibió el nombre de Anástasis, o Resurrección. «Aquí—decía Gregorio—ha resucitado la palabra de Dios, que antes estaba como muerta en Constantinopla. Este es el lugar de nuestra común victoria; la nueva Siló, en donde el arca ha encontrado por fin una morada fija.»
Humillados por estos triunfos, los arrianos irrumpieron un día en la iglesia, profanaron los altares, rompieron la cátedra episcopal y se lanzaron contra los sacerdotes al grito de «¡Mueran los adoradores de los tres dioses!» Propusieron algunos que se acudiese al emperador Teodosio para castigar la agresión; pero Gregorio, aunque había resultado herido en el asalto, prohibió toda reclamación. «He venido a predicar la paz—decía a los suyos—: el castigo, indudablemente, reporta su utilidad, porque sirve para prevenir el mal ejemplo; pero la paciencia vale más todavía. Si el castigo impone su sanción al mal, la paciencia produce el bien.» En otro discurso desarrollaba Gregorio la misma idea con estas hermosas palabras: «Hijos míos, ¿sabéis cuál es lo mejor que existe en el mundo? Yo os diré que la paz. Entre los hebreos había una ley que prohibía la lectura de ciertos libros a las almas que no se consideraban aún suficientemente robustas. Sería menester que se prohibiese entre nosotros, a todos indistintamente, el discutir a todas horas acerca de la fe. ¡Es tan arduo el penetrar en las cosas divinas! ¡Es tan trabajoso el explicarlas! No comprendéis la gracia que Dios os dispensa de poder callaros, al paso que yo estoy obligado a hablar de estos misterios que me espantan.»
De todas partes llegaban los hombres sedientos de escuchar aquella palabra que parecía resucitar los mejores tiempos de la elocuencia griega. El mismo San Jerónimo dejaba el desierto por oír al gran doctor de la ortodoxia, y Gregorio utilizaba sus servicios para resolver algunos problemas de las Sagradas Escrituras. Pero no siempre estuvo tan acertado en la elección de sus amigos. Cierto día apareció entre los oyentes un hombre extraño vestido a guisa de los filósofos cínicos: manto blanco, bastón de peregrino y largos cabellos, teñidos de rubio. Parecía un filósofo; pero, según él afirmaba, era un católico austero y un confesor de la fe. Gregorio le creyó, le recibió en su intimidad y le sentó a su mesa; pero no tardó en darse cuenta de que el extranjero estaba tramando contra él un complot infame: quería, nada menos, suplantarle en la sede constantinopolitana, y hasta llegó a hacerse consagrar por algunos obispos de extracción dudosa.
Una vez más, Gregorio había dado pruebas de que su bondad rayaba en candor, de que le faltaba la penetración que sirve para descubrir la astucia de los malvados. Mortificado por aquella equivocación, intenta volverse de nuevo a la soledad; pero el pueblo le rodea, diciendo: «Si tú te vas, la Trinidad se nos va contigo.» Gregorio se resiste, pero en aquel momento entra Teodisio en Constantinopla. Es a fines del año 380. «Dios—le dice el emperador, abrazándole—se sirve de mí para colocarte al frente de esta Iglesia. El pueblo se amotinaría si me negara al más ardiente de sus deseos.» Una orden imperial puso en sus manos todas las iglesias de la ciudad, y el mismo Teodosio quiso asistir a la ocupación de Santa Sofía: «Una densa niebla—escribe Gregorio relatando sus impresiones—se extendía sobre la ciudad como un velo siniestro, mientras desfilaba la comitiva. Alrededor de la basílica, los arrianos zumbaban como preparándose para un motín. Pude distinguir gritos de rabia contra mí. El emperador iba rodeado de sus oficiales. Yo le precedía pálido, tembloroso, respirando con dificultad. No viendo mis ojos por todas partes más que amenazas, adopté el recurso de fijarlos en el Cielo. El héroe, sereno e impasible, seguía su camino. Por fin, sin saber cómo, me hallé bajo las bóvedas de la basílica, póstreme levantando las manos al Cielo, y acompañado de todo el clero, entoné el cántico de acción de gracias. En este momento, el sol, abriéndose paso entre las nubes, iluminó el templo con claridad radiante. Se hubiera dicho que el imperio de las tinieblas cedía por fin a la luz de Jesucristo.
Y la muchedumbre, convertida de súbito, gritaba sin cesar: «jGregorio, obispo!»
Un año más tarde se celebraba en aquella misma basílica el segundo Concilio ecuménico, con el fin de consolidar la paz de las iglesias, terminar con los cismas y sofocar los últimos brotes heréticos. Gregorio presidía. Su elocuencia triunfaba una vez más; la simplicidad de su vida era la admiración de aquellos prelados, que, según la expresión de Anniano Marcelino, habían dejado el bastón apostólico para dirigirse a los palacios de los césares con fastuoso cortejo. Pero un día, defendiendo al obispo de Antioquía, Paulino, tuvo el desacierto de aludir al apoyo que el Occidente daba a su patrocinado. Siempre el candor estrellándose contra la pasión. Un murmullo, que él comparaba al zumbido de un enjambre de abejas y al graznar de una bandada de grajos, se levantó de entre los miembros de la asamblea, casi todos orientales. Era la protesta del orgullo asiático: «¿No es en Oriente—gritó alguno—donde nació Jesucristo?» «Sí—respondió Gregorio—; pero también es en Oriente donde se le crucificó.» Sin embargo, su parecer fue rechazado; y desde entonces ya no asistió con regularidad a las sesiones. Convencíase con tristeza de que su palabra no era ya invencible, y en su alma, santa y dulce a la vez, las más leves presunciones de su inutilidad se convirtieron en remordimientos. Y empezó a ser, según su propia expresión, como un corcel encerrado en la caballeriza, que no cesa de piafar y relinchar echando de menos la libertad de los campos. Inopinadamente se presentó un día delante de sus colegas, y les dijo: «Varones de Dios, dignaos no tomar en cuenta para nada lo que a mí se refiere. Cesad en vuestras luchas y daos fraternalmente la mano. Aunque no sea la causa de la tempestad, yo me entrego, como Jonás por la salvación de la nave.» Como nadie se levantase para protestar de aquella decisión, Gregorio abandonó la sala. Más tarde decía: «No quiero escudriñar los pensamientos de los hombres, yo que no amo más que la sencillez; pero hay que confesar que dieron asentimiento a mis palabras con más facilidad de lo que se podía esperar. ¡Así recompensa la patria a los que la han servido!»
Antes de partir, Gregorio reunió al pueblo para hablarle por última vez; y su genio de orador se mostró entonces más brillante y elevado que nunca. Con encantadora sencillez, rindió cuenta de su vida, de sus tribulaciones, de su fe y de sus combates contra la herejía. Respondiendo al reproche de no vivir como los obispos cortesanos de su tiempo, decía: «No sabía que teníamos obligación de competir con los cónsules y los generales en lujo y magnificencia. Si tales fueron mis faltas, perdonadme; nombrad un obispo que agrade a la multitud, y concededme a mí el reposo de la soledad.» Acabó saludando a todos aquellos lugares que tenía frescos en su memoria, a todo lo que amaba y ahora iba a dejar: «Adiós, iglesia de la Anastasia, que llevas tu nombre de nuestra piadosa confianza; adiós, grande y famoso templo, trofeo de nuestra fe; adiós, ministros del Señor, que estáis cerca de Cristo cuando desciende a la Sagrada Mesa; adiós, vosotros todos, los que amabais mis discursos, solícita multitud, entre la cual veía yo brillar los punzones que grababan furtivamente mis palabras; adiós, cancel de la tribuna sagrada, forzado por la santa avidez de la muchedumbre; adiós, reyes de la tierra, palacios de los reyes, servidores y cortesanos, fieles, así lo creo, a vuestro amo, pero infieles, casi siempre, a vuestro Dios. Aplaudid, levantad hasta el Cielo a vuestro nuevo orador; se calla por fin la voz amiga que os importunaba.»
Después de consolarse un momento en Cesarea junto a las cenizas de su santo amigo, Gregorio se refugió en Arianzo, su pueblo natal, donde acabó sus días meditando, leyendo, cultivando un pequeño jardín y reanudando aquella pasión de los versos que había iluminado sus años juveniles. Entre sus poemas, unos son históricos y autobiográficos; otros, teológicos y doctrinales. No es aquí donde hay que buscar el acento de la verdadera inspiración. En cambio, en las elegías el poeta aparece plenamente. Su tristeza soñadora, su mística melancolía, tienen un encanto singular, que nos llega al alma. Es una poesía filosófica y psicológica a la vez, una mezcla de pensamientos abstractos y de emociones, en que las inquietudes de un corazón agitado por el enigma de la existencia contrastan con las maravillas de la Naturaleza. No es la antigua poesía helénica; es algo más íntimo, más nuevo, más moderno; tan moderno, que a veces creemos escuchar las efusiones románticas del siglo XIX. La novedad está en la tristeza del hombre que penetra en el fondo de su ser, en el diálogo interior, en el ensueño melancólico, en el análisis de los pensamientos íntimos y de los vagos deseos, en los gritos profundos y desgarradores del dolor metafísico y de las dolencias del alma. Es una poesía subjetiva, tierna, grave y austera, pero iluminada por las esperanzas de la religión. En las mayores turbaciones, la fe viene a serenar el espíritu del poeta y a hacerle prorrumpir en gritos de alborozo.
«Atormentado por la tristeza—leemos en una de estas deliciosas meditaciones—, me senté ayer a la sombra del bosque opaco; nadie estaba conmigo, porque, en mis males, amo el consuelo de conversar a solas con mi alma. El soplo del aire, mezclado a las voces de los pájaros, dejaba caer un dulce sueño de las copas de los árboles. Las cigarras, ocultas en la hierba, estremecían el bosque; un agua transparente bañaba mis pies, refrescando la alameda; pero yo, absorto en mi dolor, miraba indiferente todas estas cosas, porque el placer es odioso en las horas amargas. Del fondo de mi corazón agitado saltaban estas palabras: ¿Qué soy? ¿Qué fui en otro tiempo? ¿Cuál será mi paradero? Lo ignoro. Otros más sabios que yo lo ignoran también. Envuelto entre nubes, ando de aquí para allá, sin tener cosa alguna, ni siquiera el sueño de lo que deseo. Vamos tropezando por caminos oscuros bajo el peso de la tiniebla de los sentidos. Yo soy, dices; pero, ¿qué cosa? Porque lo que era, ya desapareció, y ahora soy otra cosa. Paso con la rapidez de esta corriente. Nadie cruza dos veces por el mismo bosque; nadie ve dos veces unos mismos ojos.» En medio de estas incertidumbres, el poeta se detiene aterrado; se irrita contra sí mismo, retracta sus palabras y cae de rodillas adorando a la Trinidad. «Ahora, las tinieblas—dice—; luego, la verdad; entonces, contemplando a Dios o devorado por las llamas, comprenderás todas las cosas. Estas palabras—añade—disiparon mi dolor. Atardecía cuando salí del bosque para encerrarme en casa. Iba riéndome de la locura de los hombres, y a la vez sintiendo las heridas de los combates de mi espíritu atormentado.»
Esta carta la escribía Juliano el Apóstata poco después de haber sido investido por las legiones del Danubio con la púrpura imperial (361). El amigo a quien se dirige era Basilio de Cesarea. Juliano había conocido a Basilio en Atenas. Más de una vez habían discutido de sutilezas retóricas o cuestiones de filosofía, juntamente con Gregorio de Nacianzo, paseando en dirección al Pireo o a través de los jardines de Academo. Como Juliano, Basilio tenía entonces la pasión de las letras humanas, pero sin aquella inquietud religiosa que turbaba ya entonces a su augusto amigo. Aunque catecúmeno todavía, hacía honor a las tradiciones religiosas de su familia, una noble familia de Cesarea de Capadocia, que entre sus miembros contaba mártires, obispos y ascetas ilustres, y cuyo jefe era ahora un brillante profesor de elocuencia de la provincia del Ponto.
Al volver a su patria, después de cumplidos los veinticinco años, Basilio se sintió impresionado por el ejemplo de su hermana Macrina, que llevaba en casa la vida austera de las vírgenes consagradas a Dios. «Comencé—dice él mismo—a despertarme como de un profundo sueño, a abrir los ojos, a mirar la verdadera luz del Evangelio y a reconocer la vanidad de la sabiduría humana.» Como signo de una resolución firme, recibió el bautismo, y deseando conocer con más claridad la voluntad divina, viajó durante dos años por todo el Oriente, desde el Nilo hasta el Tigris, visitando los santuarios famosos, escuchando a los doctores de la fe, discutiendo con los filósofos, admirando a los grandes solitarios y robusteciendo el entusiasmo de su fe con la visita de los Santos Lugares. Rico con estos tesoros de experiencias, se apresuró a poner en práctica aquella vida de perfección que había aprendido de los anacoretas de Egipto y Mesopotamia, estableciéndose en un valle risueño de la provincia del Ponto, junto a la corriente del Iris. Con él viven otros ascetas, que forman una especie de círculo amistoso, cuyo lazo es el amor, caldeado en la oración, en el trabajo manual e intelectual y en la noble conversación, donde se estudiaban los más altos problemas de la filosofía y de la teología. Este es el momento en que Basilio recibe aquella misiva en que se le invitaba a formar parte de aquel otro círculo laico que Juliano empezaba a organizar en la corte. No conocemos su respuesta. Tal vez no vio en la invitación imperial más que un nuevo indicio de refinada hipocresía y el afán de imitar las bellas instituciones del cristianismo. Es un hecho que Basilio despreció aquella tentación peligrosa, prefiriendo la compañía de los cenobitas del Iris, entre los cuales figuraban su hermano Gregorio de Nissa y su amigo Gregorio de Nacianzo. Con ellos reza, ayuna y trabaja. Los gobierna, pero sin que nadie se dé cuenta de que hay un superior. Todo en su dirección es discreción y sabiduría. Se levantan al despuntar el día para alabar a Dios con la oración y el canto de los himnos. Leen los libros sagrados y contemplan a los santos personajes de la Biblia «como estatuas vivientes e imágenes animadas». La oración alterna con el estudio. No se impone el silencio absoluto, pero tampoco se habla inútilmente; es preciso reflexionar antes de hablar, y disciplinar hasta el tono de la voz. De cuando en cuando, Basilio reúne a sus compañeros en torno suyo, los instruye, resuelve sus dudas y los guía por los caminos de la perfección. Así nacen sus Reglas Mayores y Menores, suma de catequesis monacal, que señalan una etapa esencial en el desarrollo de la vida cenobítica. Con ella, la cultura oriental se junta a la tradición pacomiana, el ideal monástico es enriquecido e iluminado con las claridades del espíritu griego.
Aquel monasterio de Iris, donde a los encantos del espíritu se juntaban las más espléndidas bellezas naturales, parecía haber nacido a impulso de un capricho pasajero, pero en realidad llevaba en sí la vitalidad de una creación nueva y vigorosa. Por él la vida de comunidad iba a ocupar finalmente el puesto que le correspondía dentro del cristianismo. Hasta ahora el aislamiento anacorético se ha considerado como la cima de la perfección. El mismo ideal de San Pacomio es un homenaje a la vida de los anacoretas. Su monasterio nos da la impresión de un cercado donde el individuo puede vivir seguro. Hay una rígida disciplina exterior, pero cada cual tiene libertad completa para organizar su vida ascética. El objeto de aquella minuciosa reglamentación no es la comunidad, sino el individuo. El aprecio excesivo de la soledad ofusca a aquellos legisladores egipcios. Piensan que el trato con los hombres aparta de la compañía de los ángeles, y si aceptan el cenobio es porque el desierto carece de lo necesario para vivir, y está lleno de fieras y serpientes. San Basilio se da cuenta de que hay un punto flaco en estas tendencias: es el olvido del precepto fundamental del amor, y ello le lleva a sentar la tesis contraria: el claustro no es un producto de la necesidad, sino el ideal más puro del cristianismo. Familiarizado con el concepto de la ciudad griega, va a demoler la supremacía del aislamiento con una crítica profunda y radical, en la cual descubre crudamente los grandes peligros de la soledad y analiza las ventajas de la convivencia. A semejanza de la Iglesia, el monasterio se le presenta como un organismo en el cual cada miembro tiene su destino particular. Un espíritu común anima y penetra el conjunto, transmitiendo la savia vital hasta las últimas articulaciones.
Esta enseñanza pareció tan nueva, que no fue aceptada sin resistencia, y sólo lentamente llegó a propagarse por los centros ascéticos del Oriente, que siguen considerando a San Basilio como su maestro y legislador. Lo es efectivamente. Si no creó el monaquismo oriental, le infundió una vida nueva cuando se hallaba amenazado de un gran peligro; el de llegar a ser una sociedad de trabajadores que rezan, o de rezadores que se matan a fuerza de penitencias. El encauzamiento de la corriente impetuosa que pobló las soledades de Siria y Egipto trajo el movimiento metódico, militarizado y enfermo de espíritu. Se necesitaba un alma nueva, una sangre joven, algo interno y vital, un corazón palpitante y vigoroso, y esta espiritualización del ideal monástico fue también obra de San Basilio. Volvió a renacer el primitivo entusiasmo, y el milagro se realizó con la repetición machacona de un solo principio: el cumplimiento de la voluntad de Dios. Si el asilamiento corporal quedaba reemplazado por el recogimiento del alma, el cumplimiento de la voluntad divina sustituía a la red complicada de la primitiva ascesis. Sus obras no tienen de suyo importancia ninguna; todo depende del espíritu con que se las hace. Las mayores penitencias, hechas por satisfacer la voluntad propia, no sirven de nada. De aquí nace la discreción de Basilio en su obra legisladora. De este modo elevaba el ideal monástico y a la vez le extendía: le elevaba hacia Dios y le extendía hacia el mundo. Nada del mundo que fuese noble, bueno y bello, era extraño a la vida monacal; la misma cultura pagana podía penetrar en el claustro, purificada por el bautismo y la penitencia. El claustro no será un liceo, ciertamente, pero el hálito de Atenas penetrará en él; la vida religiosa se convertirá en una filosofía, el abad en un maestro y el monje en un campeón de la verdad. La pluma y el libro reemplazan a los cestos y a las esteras. Tal es la evolución que San Basilio realiza en la historia del monasterio. Sus reglas, más doctrinales que dispositivas, son a la vez obra de psicólogo y de observador. Aspira a ordenar, a completar y corregir la legislación anterior. Discierne, rechaza y perfecciona con actitud de crítico, y sepulta para siempre muchas ideas que antes se habían aceptado como oro de ley.
Pero tanto o más que maestro de monjes, Basilio fue el doctor de todo el pueblo cristiano. No dudaba en dejar de cuando en cuando la soledad para intervenir en las luchas religiosas, que apasionaban a sus contemporáneos. Se presentaba en Constantinopla, disputaba con los campeones de la herejía y aparecía una y otra vez en su ciudad natal. En una de estas ocasiones, el pueblo de Cesarea se apoderó de él y le presentó al obispo para que le ordenase de sacerdote. Su amigo Gregorio de Nacianzo, que acababa de sufrir una violencia semejante, le escribía: «También tú has caído en la red, también tú has sido arrastrado al sacrificio. De todas maneras, en estos tiempos miserables, oscurecidos por tantos cismas y tantos escándalos, creo que nuestro deber es aceptar sencillamente esa dignidad terrible que han puesto sobre nuestras cabezas.» Así pensaba también Basilio; empieza a trabajar con entusiasmo en la predicación y en el ministerio, en las obras de caridad y en el campo de la controversia. Su celo se extiende, cuando en 370 los obispos de Capadocia le colocaron sobre la sede metropolitana de Cesarea.
Fue el tipo auténtico del obispo, padre del pueblo, amigo de los desgraciados, inflexible en la fe, infatigable en la caridad. Seguidor escrupuloso de la pobreza evangélica, sólo tenía una túnica, no admitía en su mesa más que pan y legumbres, rechazaba todas las pompas que iban ya rodeando a la dignidad episcopal; pero al mismo tiempo embellecía la ciudad y disponía de inmensos tesoros para socorrer a los necesitados. Era aquél un tiempo de revueltas civiles, en que el capricho de los funcionarios hacía veces de ley, y en que los pueblos encontraban en los obispos sus mejores apoyos contra la arbitrariedad y la tiranía. Una gran parte de la correspondencia de Basilio tiene por objeto cumplir con este oficio episcopal. Escribe a sus amigos, a los prefectos, al emperador; unas veces pide el arreglo de un puente, otras la remisión de impuestos a una ciudad devastada por la inundación, otras el perdón de un culpable o la rehabilitación de un inocente. Si un padre riñe con su hijo porque se ha hecho cristiano, Basilio interviene y los reconcilia; si un amo trata con dureza a sus esclavos, Basilio está allí para recordarle la suavidad evangélica. No hay miseria, culpable o no culpable, no hay interés público o particular que no encuentre en él un abogado. En cada circunscripción de su diócesis establece un hospicio. En la capital levanta un establecimiento de beneficencia, que es como una nueva ciudad. Se llama la casa de los pobres. Es a la vez hospital, alberguería y universidad. En unos edificios reciben la enseñanza los niños y los jóvenes, en otros se hospedan los peregrinos, en otros tienen sus habitaciones los ancianos y los enfermos. Cada sexo tiene sus departamentos especiales; vastos jardines separan los distintos pabellones; en el fondo se levanta la leprosería, y en el centro está la iglesia, «adornada con todos los esplendores del culto triunfante», dominando, como foco de consuelo, aquel refugio de todos los dolores, que la gratitud pública seguirá llamando un siglo más tarde la Basiliada. Por toda la periferia hormiguea una población de vigilantes, enfermeros, proveedores y carreteros, y en medio se ve a Basilio inspeccionándolo todo, hablando a todos, llenándolo todo con su bondad y su celo.
El oro para realizar estos prodigios conseguíalo con la virtud de su palabra. Fue el gran predicador de la limosna. Había comprendido que, según la doctrina cristiana, la igualdad social sólo puede conseguirse por la práctica de la caridad, y a fuerza de elocuencia lograba enternecer el corazón de los hombres y hacer que se ayudasen los unos a los otros. Tal vez es en la homilía contra los ricos donde mejor se revela aquella alma de apóstol, aquella caridad triunfante y arrebatada. «En el Evangelio—decía—hay una palabra importuna, odiosa, insoportable. Es ésta: vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. ¡Ah! Si el Señor hubiese dicho: arrojad vuestro dinero en un abismo de placeres culpables, prodigadlo con las mujeres perdidas, comprad diamantes, muebles, pinturas; entonces vosotros, ricos del siglo, triunfaríais. ¡Qué demencia! Conocéis las ruinas gigantescas que dominan nuestra ciudad como un aglomerado de rocas artificiales. ¿En qué siglo fueron levantadas estas fortificaciones hoy desmanteladas? No lo sé; pero sé que entonces había pobres aquí, y que en lugar de socorrerlos, los ricos preferían gastar su dinero en estas construcciones locas. Pero el tiempo ha soplado sobre esas piedras ciclópeas, las ha derribado como juguetes de niño, y el dueño de esos palacios arruinados gime ahora en el infierno.» Más insinuante, aunque tal vez menos patético, decía en otra ocasión: «Cuando penetro en la casa de un rico opulento y sin entrañas, cuando contemplo la magnificencia del dorado y de los mármoles, pienso interiormente en la locura de ese hombre, que decora con tanto lujo los objetos inanimados y deja su alma abandonada. ¿Qué gusto puedes tener en contemplar tus sillas de marfil, tus mesas de plata, tus lechos de oro, cuando a tu puerta piden pan millares de hambrientos? Pero dirás: Yo no puedo socorrer a tantos. Y yo te respondo: El anillo que llevas en el dedo con el rubí, el zafiro o el diamante que le enriquece, podría librar a veinte presos por deudas. Tu guardarropa bastaría para vestir a una tribu entera. Y, sin embargo, te niegas a dar un óbolo a la indigencia. No lo olvides: el pan que tú no comes pertenece al que tiene hambre; el vestido que tú no usas pertenece al que va desnudo; el dinero que tú malgastas es oro del indigente.»
Empujado por aquel anhelo generoso de proteger a cuantos eran víctimas de la injusticia, Basilio no dudaba en afrontar el peligro y la calumnia. Una viuda perseguida por un magistrado que quiere casarse con ella contra su voluntad, se refugia en la iglesia de Cesarea y recibe hospedaje en la casa del obispo. El prefecto se presentó en Cesarea, y llamando a Basilio ante su tribunal, se atrevió a exteriorizar las más infames insinuaciones. «Se hizo una investigación en la casa episcopal; los lictores—dice Gregorio de Nacianzo—osaron penetrar en la modesta celda de Basilio, sin respeto a los ángeles del Cielo, testigos de las virtudes sublimes que allí practicaba este hombre humilde.» Entre tanto, Basilio permanecía tranquilo delante del prefecto:
—Que le despojen del manto—dijo éste.
—Estoy dispuesto—respondió Basilio—a quitarme también la túnica, si os place.
—Que le desgarren los costados con uñas de hierro—ordenó el juez.
Y el obispo dijo sonriente:
—Esto será un lenitivo excelente, porque, como podéis advertir, estoy sufriendo terriblemente del hígado.
Los verdugos iban a empezar, cuando un murmullo formidable hizo retemblar la curia. Era el pueblo de Cesarea que llegaba en masa preguntando por su obispo. Allí estaban todos: hombres y mujeres, viejos y muchachos. Los dos gremios de armeros y tejedores imperiales parecían los más irritados. Venían con hachas encendidas, bastones, piedras, puñales y lanzaderas.
—¡Muera el prefecto!—gritaba la indignación popular. Y, a ruegos del prefecto, Basilio apareció a la puerta del pretorio y apaciguó aquella mar alborotada. La exasperación se trocó en entusiasmo, y el perseguidor pudo escabullirse entre la multitud.
La obra de Basilio despertaba la emulación de los grandes funcionarios del Imperio, y el mismo emperador se vio, a pesar suyo, subyugado por la grandeza de su genio. Era el emperador arriano Valente, que ahogaba a los sacerdotes ortodoxos y mutilaba a los anacoretas y vivía rodeado de herejes y obispos aseglarados. Este es el momento en que Basilio se presentaba en Oriente como el campeón de la fe de Nicea. El arrianismo acababa de renovar sus métodos y su espíritu. La doctrina dura y malsonante de Arrio, las ondulantes teorías de Eusebio de Nicomedia se habían transformado en los rotundos períodos de Eunomio, cargados de reminiscencias filosóficas. Este hombre, de origen campesino, rudo, contrahecho y mordido por la lepra, se había conquistado un prestigio increíble repitiendo las frases armoniosas de Platón y exponiendo los sueños místicos de Plotino. Era demasiado astuto para decir que el Verbo es una criatura, que hubo un tiempo en que el Verbo no existía; su arte consistía en halagar los gustos de la clase ilustrada con las disputas elegantes y los recuerdos helénicos puestos de moda por Juliano el Apóstata. Lanzó a los cuatro vientos el término con que Platón había designado al primer principio: el Agénetos, el Ingénito. El Agénetos fue considerado como la divinidad de los espíritus cultos. Gozoso con este primer éxito, Eunomio aturdía a sus oyentes, según dice un contemporáneo suyo, con las agudas distinciones del gran Platón. Si la noción de Ingénito, decía, es la definición de Dios, esa noción es idéntica a Dios. Dios, por tanto, no puede ser engendrado de una manera personal ni sustancial. Platón triunfaba de Nicea.
Pero la Providencia, que había suscitado a Atanasio contra las blasfemias de Arrio, suscitó a Basilio contra los sofismas eunomianos; Atanasio, con su ardor militante, con su elocuencia popular, con su estilo prolijo, claro, espontáneo, que tiene unas veces aire de cátedra y otras arranques de arenga; con sus ímpetus de guerrero que penetra en medio del combate y descarga los golpes de su maza y persigue a los fugitivos, o se pone de espaldas a una roca, o escapa dando un enorme salto para caer de nuevo en la refriega.
Basilio, con su método irreprochable, con su caminar didáctico y seguro, con su cultura clásica, con su elocuencia grave y encendida a la vez, con la red tan temible de su dialéctica, que es más fácil salir de un laberinto que escapar a sus argumentos. Tiene un espíritu amplio y poderoso, pero disciplinado y conservador; posee todos los secretos de su lengua, sabe de las ciencias humanas lo necesario para no temer las objeciones de los especialistas, y en filosofía no teme las ingeniosas disquisiciones eunomianas: el platonismo, el peripatetismo, el eclecticismo de Alejandría, todas las variedades del pensamiento metafísico de la antigüedad son familiares a su espíritu; en ellas se inspira, de ellas toma sus definiciones y muchas de sus ideas, y si no es del todo exacto el nombre de Platón cristiano que le dieron sus contemporáneos, podemos ver en él, al menos, por la claridad luminosa de la frase, por la feliz elección de las fórmulas y por la riqueza de las comparaciones, un platónico distinguido. En su libro contra Eunomio, publicado en 364, Basilio se dirige, sobre todo, a demostrar que la inascibilidad no es la definición de Dios, que el término Ingénito no comprende la sustancia divina. Ataca al mismo tiempo a Platón y a Eunomio. Contra el primero demuestra que es un error confundir la forma del concepto con la del objeto conocido; y para deshacer el racionalismo presuntuoso del segundo, explica cómo si la acción de Dios desciende hasta nosotros, su esencia sigue siéndonos inaccesible.
Cuando el libro de Basilio recorría todo el Oriente, llenando de alarma a las huestes del arrianismo, el emperador llega inopinadamente a Cesarea. Iba preocupado del recibimiento que le haría Basilio, y acudió a todos los medios para conquistar su adhesión. Le enviaron primero un grupo de obispos arríanos, que ni siquiera fueron recibidos por el de Cesarea. «Llegó después una embajada de matronas, pero las instancias salidas del gineceo—dice Gregorio de Nacianzo—, y apoyadas por los eunucos, tuvieron el mismo resultado.» Otro día llegó el jefe de la cocina imperial, un hombre que se llamaba Démostenos, y para justificar su glorioso apellido tenía grandes ambiciones literarias. Este venía con gesto amenazador.
—Todo el que resiste al César—dijo—pasará por mis cuchillos.
—Vuelve a los hornos—le replicó el prelado—; allí está tu puesto.
Presentóse, finalmente, el prefecto. San Gregorio de Nacianzo nos ha conservado el diálogo que tuvo con Basilio:
—¿Qué motivos tienes—comienza—para resistir tú solo a tan gran emperador?
—El emperador es grande—responde el obispo—, pero no es superior a Dios.
—¿No sabes—replica el prefecto—los tormentos que puedo hacerte sufrir?
—¿Cuáles? Explícate.
—Tengo a mi disposición la confiscación, el destierro, la tortura, la muerte.
—¿La confiscación?—contesta Basilio—. Puedes ponerla en práctica, si es que te importan algunos vestidos usados y unos pocos libros que constituyen mi riqueza. ¿El destierro? ¿Cómo podrá asustarme? El cristiano se considera peregrino en todas partes y sabe que toda la tierra es de Dios. Los tormentos acabarán antes de ensañarse con mi cuerpo, según lo débil que está, y la muerte apresurará mi marcha hacia Dios, por quien suspiro.
—Nadie hasta hoy—dice el magistrado, estupefacto—ha usado conmigo semejante lenguaje.
—Es que tal vez—replica Basilio—no te has encontrado nunca con un obispo.
El prefecto volvió hacia su amo, conmovido e irritado a la vez. Propuso toda suerte de violencias para vencer aquello que llamaba testarudez insensata; pero Valente estaba aquel día de buen humor. Además, empezaba a admirar a aquel hombre extraordinario. Entró en Cesarea sin grandes aclamaciones y sin recibir el saludo del metropolitano. Al día siguiente, fiesta de la Epifanía, se dirigió a la basílica. La multitud llenaba los ámbitos; el canto era hermoso y potente; la liturgia ofrecía el espectáculo de majestad y de orden que Basilio sabía imponer en la iglesia. En el fondo aparecía el mismo Basilio, en pie, la cara vuelta hacia el pueblo, inmóvil como las columnas del templo, los ojos fijos en el altar. Figura alta, recta y seca, perfil aguileño; acentuado por la delgadez de sus mejillas, frente pensativa, cejas arqueadas, pelo ralo en la cabeza, y de tarde en tarde una ligera sonrisa, algo desdeñosa, que movía casi imperceptiblemente su luenga y encanecida barba. Aquel espectáculo produjo una impresión tal en el emperador, que sintió amagos de vértigo. Acercóse a presentar la ofrenda, pero ninguno de los ministros se apresuró a recibirla, ignorando la intención de Basilio. Al fin, éste hizo una señal, y la ofrenda fue recogida. Sin embargo, Valente no se atrevió a participar de los santos misterios; pero, al terminar los oficios, quiso tener una conferencia con el defensor de la ortodoxia. Basilio le tendió una silla, y expuso con una claridad admirable el dogma de la divinidad de Jesucristo. «Yo estaba allí—dice el Nacianceno—, en medio de la multitud que había seguido al príncipe, y oí las palabras que cayeron de sus labios, o, mejor, que le fueron inspiradas por la sabiduría misma de Dios.»
Pero al mismo tiempo que atacaba, Basilio veíase obligado a defenderse. Su actitud con el emperador nos refleja un carácter condescendiente y comprensivo. Pero sus anhelos de conciliación eran para los intransigentes claudicaciones imperdonables. Se le miraba como un tránsfuga de la verdad, se le acusaba de menospreciar las leyes canónicas o de interpretarlas a su capricho. «Él es—decía su amigo Gregorio—el último destello de la ortodoxia en Oriente, el foco en que se concentra la vida del catolicismo; y, sin embargo, se espían todas sus palabras para tergiversarlas, para volverlas contra él.» A los enemigos se juntaban los envidiosos. En sus visitas pastorales a través de Capadocia se encontró Basilio más de una vez gentes sospechosas que le vigilaban hasta en lo íntimo de su oración, que interrumpían sus discursos, que asaltaban a su comitiva en los caminos. Él se dirigía al Papa San Dámaso pidiendo su ayuda, pero la idea que en Roma se formaba de la situación del Oriente era muy confusa. Hasta entre sus íntimos encontraba traidores. «Tres años hace—escribía a uno de ellos—que he dejado la palabra a la envidia y al odio. El dolor que he sentido lo he encerrado en mi pecho. Pero al fin me veo obligado a hablar y a desafiar a mi mayor enemigo a que presente una acusación seria contra mi doctrina, mi vida o mis costumbres. Jamás he hecho traición a la fe. Como la recibí, siendo niño, sobre las rodillas de mi abuela Macrina, así la predico y así la enseñaré hasta mi último aliento. Hace veinte años, tú estabas conmigo en la soledad del Ponto, tomando parte en aquella vida de penitencia, juntamente con mi amigo Gregorio. Recuerdo que a veces pasábamos el río para ir a escuchar las cosas celestes que nos decía mi santa madre. Dime, por favor, ¿es que entonces, cuando todo nos era común por el derecho de una amistad llena de confianza, me oíste pronunciar alguna de esas blasfemias?»
Un día, en Nacianzo, asistía Gregorio a un banquete, invitado por un alto personaje. Después de hablar de los sucesos del día, recayó la conversación sobre los dos amigos. «Me felicitaban de ser amado por ti—escribía el Nacianceno al día siguiente—, recordaban nuestra vida de estudiantes en Atenas, ensalzaban tu elocuencia, ponían tu nombre sobre las nubes. De repente, un monje de apariencia austera se levanta y dice: «¡Basta de mentiras! Yo también admiro el genio de Basilio y de Gregorio, pero les falta lo mejor, la ortodoxia.»
—¿Qué audacia es ésta?—exclamé yo—. ¿Quién te ha hecho definidor de dogmas?
—Escúchame—dijo el asceta—. Vengo de Cesarea; allí he oído un discurso del obispo. Imposible hablar con más elocuencia del Padre y del Hijo; pero al tratar del Espíritu Santo, sus palabras eran torpes y oscuras. Hubiérase dicho un río que da vueltas a un peñasco para ir a esconderse en la arena.
No era este monje el único que creía ver sombras en la enseñanza del obispo de Cesarea sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Basilio vióse obligado a justificarse, y lo hizo en un bello tratado, que con abundancia de lenguaje y seguridad maravillosa expone por primera vez en la Iglesia la teología completa del Espíritu Santo. De esta manera las circunstancias le iban empujando poco a poco a enriquecer la literatura cristiana. Era uno de esos hombres que muestran alientos intrépidos cuando se ven obligados moralmente a obrar, y que sólo se deciden a salir del retiro movidos por un deber imperioso. Gregorio alude a su hablar premioso, que él mismo atribuye a la pesadez capadociana. Eunomio añade que se estremecía cada vez que se encerraba en su habitación para trabajar, y si vamos a creer a Filistorgio, se prestaba con dificultad a las discusiones.
Pero más que en las luchas dogmáticas, nos interesa verle instruyendo a los pobres habitantes de Cesarea y levantándolos a Dios por la contemplación de la Naturaleza. Es el asunto de las homilías que llevan el nombre de Hexamerón, porque en ellas se explican las maravillas de los seis días de la Creación. Libanio, el retórico pagano, lloraba leyéndolas. «Jamás—decía—escribí yo cosa semejante. ¡Y no es de Atenas de donde salen estas obras maestras, sino de Capadocia! ¿No se engañará Basilio al pensar que no habita la mansión de las musas?» «No—respondía Basilio—; mi única gloria es ser el discípulo de los pescadores.» Esta frase explica el genio de aquella oratoria y nos da el secreto de su influencia sobre la multitud. Los juegos de palabras, los torneos literarios, los vanos oropeles, que Libanio admiraba, eran en Basilio una cosa involuntaria y accidental. Es un orador, ciertamente, el primer orador que ha tenido la Iglesia, porque Orígenes había dogmatizado como un profesor y Atanasio había arengado como un general. Basilio habla a todos los públicos con un lenguaje natural y sabio a la vez, con una frase cuya elegancia no disminuye la simplicidad y la fuerza. Su palabra se alimenta de recuerdos clásicos, y, sin embargo, corre con una espontaneidad, que la hace accesible a todas las inteligencias. Para Gregorio, la palabra es con frecuencia penacho de adorno; para Basilio es siempre una espada, cuya empuñadura, por muy bien cincelada que parezca, sólo sirve para meter más adentro la hoja. Focio colocaba al obispo de Cesarea entre los más grandes escritores clásicos, por el orden y la claridad de los pensamientos, por la propiedad del lenguaje, por la elegancia y la naturalidad; la crítica moderna admira en él el equilibrio perfecto de la especulación y la erudición, de la .retórica y las dotes de gobierno, y Fenelón se inclina reverente ante el orador «grave, sentencioso y austero, ante el hombre que ha meditado todos los detalles del Evangelio, ante el sutil conocedor de las enfermedades del hombre y ante el gran maestro de dirección de las almas». Sin perder nada de su familiaridad, aquella elocuencia se nos presenta más brillante en las descripciones del Hexamerón, donde se encuentra el genio griego con toda su belleza nativa, dulcemente animado de un colorido oriental, pero siempre armonioso y puro. «Si alguna vez—decía Basilio—habéis pensado en el Hacedor de todas las cosas, cuando en una noche serena paseáis vuestra vista por la hermosura inenarrable de los astros; si alguna vez habéis considerado durante el día las maravillas de la luz, venid, dejad que os conduzca como de la mano a través de los prodigios del universo.» Describe luego las bellezas de la tierra, el orden, los perfumes, los colores, la música de las cosas, y concluye: «Si estas cosas visibles son tan admirables, ¿qué serán las invisibles? Ese sol perecedero y, sin embargo, tan hermoso, nos ofrece asunto de admiración inagotable. ¿Qué será el sol de la justicia divina en su soberana hermosura?»
Los artesanos de Cesarea amaban estos apóstrofes vibrantes, los escuchaban anhelantes y respondían a ellos con lágrimas y aplausos. Cuando la muerte apagó aquella voz, nada podía consolarlos. El dolor rayaba con la demencia; lloraban hasta los judíos y los paganos; la multitud corrió sollozando a tocar por última vez el cuerpo inerte. Algunos murieron sofocados; «y los demás—dice San Gregorio—envidiaron la suerte de estas víctimas funerarias, y así colocaron a mi amigo en el sepulcro de sus abuelos: cerca de los obispos, el obispo; el mártir, cerca de los mártires, y junto a los predicadores, la gran voz que sigue vibrando siempre en mis oídos».
Otro de los grandes doctores orientales, defensor, como Atanasio, de la divinidad del Verbo, pero muy distinto en su carácter, en su estilo, en sus procedimientos. Atanasio, puro teólogo, desdeña la literatura; a pesar de su conocimiento de la filosofía helénica y de la mitología, es elocuente a fuerza de evitar la elocuencia; Gregorio, en cambio, acudirá a todos los artificios del talento oratorio para expresar las verdades del cristianismo en una lengua no indigna de Lisias o de Platón. Es un representante auténtico del genio griego en su primitiva belleza, más abundante acaso y menos ático, pero siempre armonioso y puro, aunque iluminado por dulces matices orientales.
Gregorio no era un heleno, sino un asiático. Había nacido en Arianzo, un pueblecito de Capadocia, cercano de Nacianzo, la pequeña ciudad donde luego fijó su residencia. A los veinte años le encontramos en Atenas entregado con pasión al estudio de las bellas letras; pero antes había recorrido ya todo el curso de la filosofía helénica en las escuelas de Cesarea y Alejandría. En las aulas atenienses se encontró un joven de su tierra, cuyo nombre iba a pasar a la posteridad estrechamente unido con el suyo. Era el futuro obispo de Cesarea, San Basilio. Con temperamentos diferentes, el uno más austero y el otro más apacible, el uno mejor ordenado por las enseñanzas de la ciencia y el otro más arrebatado por los arranques del amor divino, ambos eran igualmente fervorosos en la oración, igualmente puros en sus costumbres, igualmente entusiastas de las letras; la poesía y la elocuencia. Ya entonces uno de los más famosos retóricos paganos de aquel tiempo, Libanio, solía decir con tristeza que aquellos dos discípulos del Evangelio hubieran sido capaces de resucitar las maravillas de los siglos de Píndaro y Demóstenes. « ¡Ah!—exclamaba más tarde San Gregorio—. No puedo recordar aquellos días sin derramar lágrimas. Sólo conocíamos dos caminos: el primero, el más amado, el que nos conducía a la Iglesia y a sus doctores; el otro, menos elevado, el que nos llevaba a la escuela y a sus maestros.»
Allí conoció Gregorio al futuro restaurador del culto pagano en el Imperio. Juliano, inclinado ya hacia la idolatría, pero deseoso de adquirir nuevas relaciones, y tal vez atormentado por la duda, penetró en el retiro de los dos jóvenes estudiantes. No faltaban asuntos comunes que discutir; Basilio era un hábil gramático; Gregorio podía disertar largamente de poesía y de elocuencia. Los rozamientos, sin embargo, se produjeron inevitablemente al tratar de cuestiones morales y religiosas, dejando en los dos asiáticos una dolorosa impresión. «Le miraba—decía más tarde el nacianceno—y veía su cabeza agitada por una movilidad continua, sus hombros estremecidos por un ridículo vaivén que daba lástima, su vista extraviada, su paso vacilante, y su nariz arremangada, respirando insolencia y desdén. Y me decía: ¿Qué monstruo alimenta aquí Roma?» Cuando el César se dirigió a reinar, los dos amigos le despidieron con una melancólica sonrisa, en que se pudieran haber adivinado los más tristes presentimientos. Ellos, a su vez, se volvieron a su tierra.
Gregorio encontró a su padre convertido en obispo de Nacianzo, y se quedó junto a él para ayudarle en los asuntos de administración, no sin quejarse constantemente «de tener que pasar el día vigilando a los domésticos, siempre dispuestos a abusar de la facilidad de los amos buenos y a acusar la severidad de los malos, desenmascarando las astucias de los agentes del fisco y escuchando en la curia las tonterías de los litigantes». Pero un día recibió esta bella epístola: «Habiendo perdido las esperanzas, o, mejor, los sueños que me hacían acerca de ti, pues creo, con el poeta, que la esperanza es el sueño de un hombre despierto, me he venido al Ponto en busca de la vida que necesito. Y Dios ha querido que encontrase un asilo a mi gusto. Lo que imaginábamos en otro tiempo, lo tengo ahora en la realidad: es una alta montaña rodeada de espesos bosques y regada por frescas y cristalinas fuentes. Al pie se extiende la llanura, fecunda por las aguas que descienden de lo alto. La selva que levanta en torno sus árboles variadísimos le sirve, por decirlo así, de muro y de defensa.» La carta sigue describiendo las delicias de aquel lugar incomparable. La isla de Calipso, tan admirada de Homero, era menos bella. En la cima del monte hay una morada desde la cual se divisa el Iris, que rueda desbocado entre las rocas, y ofrece, a la vez, espectáculos maravillosos y deliciosas truchas. Hay variedad de flores, gorjeos de pájaros, ciervos, cabras monteses, águilas y conejos. Pero la paz es el mayor tesoro de este asilo, en que se detuvo Alcmeón después de encontrar las islas Equínadas.
Quien así hablaba era Basilio, que se había retirado a hacer vida cenobítica en aquel rincón del Ponto, rodeado de algunos amigos. Pero le faltaba el más amado de todos, el antiguo condiscípulo de Atenas, el hombre más a propósito para gustar aquella vida de silencio, de trabajo y de pobreza. Gregorio se dejó convencer fácilmente, y algo más tarde figuraba entre los miembros más fervorosos de aquella comunidad ideal. Todo allí era sobriedad y sencillez. Se araba el campo, se regaba el jardín, se explotaba el bosque y se aprovechaban las canteras cercanas. Una gran parte del día estaba consagrada a la oración, a los cantos religiosos, al estudio de las letras cristianas y a la instrucción de algunos jóvenes venidos de Grecia y de Asia. Basilio y Gregorio componían magníficos discursos y bellos poemas. Juliano el Apóstata acababa de arrojar la máscara. Uno de sus primeros cuidados había sido prohibir a los cristianos el estudio de la elocuencia y de las letras profanas. «Para nosotros—decía irónicamente—, las artes de Grecia, juntamente con el culto de los dioses; para vosotros, la ignorancia y la rusticidad: ésta es vuestra sabiduría.» Sus pérfidas disposiciones sólo sirvieron para arraigar más en los maestros cristianos el amor de aquellas ciencias, en que veían un arma de defensa y de victoria. «Todo te lo dejo—respondía Gregorio, indignado—, las riquezas, el nacimiento, la gloria, la autoridad, los bienes todos de aquí abajo, que se desvanecen como un sueño; pero la elocuencia es mía; y no me pesan los trabajos ni las peregrinaciones emprendidas por tierra y por mar para conquistarla.»
«Los días pónticos» dejaron en el alma del monje poeta un recuerdo imborrable. Más tarde, en medio de las preocupaciones de la vida episcopal, los recordará como los más felices de su vida. « ¿Quién me devolverá—exclamaba—aquellas salmodias, aquellas vigilias, aquellas ascensiones al Cielo por medio de la oración, aquella vida libre del cuerpo, aquella concordia de las almas, que se dirigían juntas hacia Dios? No he olvidado aquel bosque en que trabajábamos, aquellos árboles que plantábamos, aquellas piedras que tallábamos; no he olvidado aquel plátano, más precioso que el plátano de oro de Jerjes, junto al cual venía a sentarse, no un rey con toda la pompa de su grandeza, sino un monje que lloraba sus pecados. Yo le planté, y tú, mi precioso amigo—decía Gregorio, refiriéndose a Basilio—, le regaste. Dios le hizo crecer para nuestra gloria, como recuerdo de nuestros asiduos trabajos.»
Nombrado metropolitano de Cesarea, Basilio obligó a su amigo a aceptar el episcopado de Sásimo, una población insignificante de los confines de la Capadocia, amenazada constantemente por bandas de herejes y bandoleros. Gregorio había tenido siempre horror al episcopado; pero el que ahora se le ofrecía tenía casi un aspecto burlesco. « ¿Qué voy a hacer en los desiertos de Sásimo?—se preguntaba con amargura—. ¿Soy acaso un carabinero, para ir en busca de bandidos?» Poco faltó para que se enturbiasen las relaciones entre aquellos grandes hombres. La santidad no le impedía a Gregorio exhalar estas amargas quejas: «Según se va a las montañas, en el cruce de tres caminos, hay una población horrible, sin agua, sin árboles, sin vegetación, sin habitantes. Sólo ruido de carros, polvo, clamores de aduaneros, cepos, cadenas, alaridos de contrabandistas puestos en cuestión de tormento. Esta es mi ciudad episcopal. El pueblo se recluta de vagabundos fugitivos, proscritos y salteadores de caminos. Estos son mis fieles; ésta es la silla que me regala el omnipotente Basilio desde la cumbre de su trono primacial. ¡Qué munificencia! ¡Qué recuerdo tan conmovedor de nuestra vida común en Atenas! » Basilio tenía sus razones para obrar de aquella manera, aunque él mismo comprendía que no hacía un gran favor a su amigo. «Yo quisiera—escribía—que este hombre ilustre, este hermano de mi alma, estuviese al frente de una ciudad digna de su mérito, aunque todas las iglesias juntas serían poco para su genio. Pero es propio de las grandes almas, no sólo servir para las grandes cosas, sino también realzar las pequeñas con su grandeza.» Hay que reconocer que Gregorio carecía de la firmeza de carácter de su amigo. Desde el punto de vista del talento, sería difícil determinar de parte de quién estaba la superioridad. Pero el de Cesarea tenía en sumo grado las cualidades que hacen al conductor de hombres, al organizador, al hombre práctico; mientras que el de Nacianzo, alma contemplativa, imaginación viva y melancólica, estaba más hecho para meditar que para obrar. Basilio triunfó en todas sus luchas; Gregorio no cosechó más que fracasos en su vida episcopal. Por el momento, fue consagrado obispo; pero habiendo cesado los motivos que obligaran a Basilio a crear la diócesis de Sásimo, sucedió a su padre en Nacianzo.
Esto sucedía en 372. Tres años más tarde sacudía Gregorio la carga episcopal para retirarse de nuevo al desierto. La noticia de la muerte de Basilio (379) le confirmó en su idea de dar al mundo un adiós eterno. « ¿Qué hago yo aquí —decía—, cuando la mejor mitad de mí mismo ha sido arrebatada lejos de mí? ¿Cuánto tiempo se prolongará aún mi destierro?» Cuando se lamentaba de esta manera, vinieron a pedir su ayuda los fieles de Constantinopla. Cuarenta años hacía que el arrianismo dominaba en la ciudad de Constantino. Todas las iglesias estaban en poder de los herejes, de suerte que apenas quedaba un puñado de ortodoxos. Creyóse que sólo el prestigio de Gregorio podría devolver a la fe su antiguo esplendor, y fueron a sacarle de su soledad. Él se defendió cuanto pudo. «¿Qué haréis—decía a los emisarios—con un extranjero que no ha salido del rincón de tierra que le vio nacer, que está agotado por la edad, la enfermedad y el ayuno; que tiene el cuerpo encorvado, la cabeza blanca, el vestido pobre, la bolsa vacía, la palabra agreste y dura?» Su bondad, sin embargo, le obligó a ceder. Llegado a la ciudad imperial, se estableció en casa de un pariente y allí recibía a su pequeña grey. Rara vez salía a la calle; todo su anhelo era estudiar y meditar. Las muchedumbres arrianas se habían enterado con indignación de su presencia, y hacían lo imposible para obligarle a volver a la soledad. «Un poco de pan y un puñado de hierbas cocidas con agua -nos dice él mismo- eran todo mi alimento, y, sin embargo, aunque hubiera traído la peste conmigo no me hubieran llenado de tantos ultrajes. La ciudad ardía. Se me acusaba de haber traído la idolatría. El populacho se estacionaba delante de mi habitación aullando. Lluvias de piedras caían sobre mis ventanas.» Un día el animoso obispo fue arrebatado por la multitud y arrastrado hasta el tribunal del gobernador. Hubo este diálogo:
—¿Quién eres?
—Un discípulo de Jesucristo.
—¿A quién has matado?
—A nadie; vengo, más bien, a salvar vuestras alma. Se le puso en libertad, y él continuó su ministerio. Gregorio tenía dos armas con las cuales no tardó en imponerse: la virtud y la elocuencia. El pueblo empezó a venerarle, admirado de su vida de espartano, como decían los obispos herejes, y al subir a la cátedra acabó de conquistar los corazones. Un alma de poeta y de obispo vibraba en su palabra. Aún conservamos los discursos pronunciados durante aquellos días. Todos ellos están consagrados a la defensa de la fe, y por eso se los ha llamado discursos teológicos. Son otros tantos modelos en el arte delicado de envolver los razonamientos filosóficos en el vestido de la oratoria: jugo doctrinal fresco y abundante; elocuencia templada, que ni cansa ni desazona; argumentación nerviosa, elegancia sobria y libre de toda exageración. Los católicos acudían a escuchar, según la expresión del orador, «como personas sedientas que hubieran hallado una fuente, donde apagar su sed». Con ellos se mezclaban los paganos y los herejes, venidos unos para instruirse y otros para recrearse. Los aplausos interrumpían con frecuencia la predicación; más de una vez se rompió la balaustrada que defendía la tribuna, y eran muchos los oyentes que escribían los discursos conforme se iban pronunciando. Electrizando los espíritus, aquella elocuencia triunfaba; se aumentaba el número de los fieles, resucitaba la comunidad católica, y aquella su primera capilla recibió el nombre de Anástasis, o Resurrección. «Aquí—decía Gregorio—ha resucitado la palabra de Dios, que antes estaba como muerta en Constantinopla. Este es el lugar de nuestra común victoria; la nueva Siló, en donde el arca ha encontrado por fin una morada fija.»
Humillados por estos triunfos, los arrianos irrumpieron un día en la iglesia, profanaron los altares, rompieron la cátedra episcopal y se lanzaron contra los sacerdotes al grito de «¡Mueran los adoradores de los tres dioses!» Propusieron algunos que se acudiese al emperador Teodosio para castigar la agresión; pero Gregorio, aunque había resultado herido en el asalto, prohibió toda reclamación. «He venido a predicar la paz—decía a los suyos—: el castigo, indudablemente, reporta su utilidad, porque sirve para prevenir el mal ejemplo; pero la paciencia vale más todavía. Si el castigo impone su sanción al mal, la paciencia produce el bien.» En otro discurso desarrollaba Gregorio la misma idea con estas hermosas palabras: «Hijos míos, ¿sabéis cuál es lo mejor que existe en el mundo? Yo os diré que la paz. Entre los hebreos había una ley que prohibía la lectura de ciertos libros a las almas que no se consideraban aún suficientemente robustas. Sería menester que se prohibiese entre nosotros, a todos indistintamente, el discutir a todas horas acerca de la fe. ¡Es tan arduo el penetrar en las cosas divinas! ¡Es tan trabajoso el explicarlas! No comprendéis la gracia que Dios os dispensa de poder callaros, al paso que yo estoy obligado a hablar de estos misterios que me espantan.»
De todas partes llegaban los hombres sedientos de escuchar aquella palabra que parecía resucitar los mejores tiempos de la elocuencia griega. El mismo San Jerónimo dejaba el desierto por oír al gran doctor de la ortodoxia, y Gregorio utilizaba sus servicios para resolver algunos problemas de las Sagradas Escrituras. Pero no siempre estuvo tan acertado en la elección de sus amigos. Cierto día apareció entre los oyentes un hombre extraño vestido a guisa de los filósofos cínicos: manto blanco, bastón de peregrino y largos cabellos, teñidos de rubio. Parecía un filósofo; pero, según él afirmaba, era un católico austero y un confesor de la fe. Gregorio le creyó, le recibió en su intimidad y le sentó a su mesa; pero no tardó en darse cuenta de que el extranjero estaba tramando contra él un complot infame: quería, nada menos, suplantarle en la sede constantinopolitana, y hasta llegó a hacerse consagrar por algunos obispos de extracción dudosa.
Una vez más, Gregorio había dado pruebas de que su bondad rayaba en candor, de que le faltaba la penetración que sirve para descubrir la astucia de los malvados. Mortificado por aquella equivocación, intenta volverse de nuevo a la soledad; pero el pueblo le rodea, diciendo: «Si tú te vas, la Trinidad se nos va contigo.» Gregorio se resiste, pero en aquel momento entra Teodisio en Constantinopla. Es a fines del año 380. «Dios—le dice el emperador, abrazándole—se sirve de mí para colocarte al frente de esta Iglesia. El pueblo se amotinaría si me negara al más ardiente de sus deseos.» Una orden imperial puso en sus manos todas las iglesias de la ciudad, y el mismo Teodosio quiso asistir a la ocupación de Santa Sofía: «Una densa niebla—escribe Gregorio relatando sus impresiones—se extendía sobre la ciudad como un velo siniestro, mientras desfilaba la comitiva. Alrededor de la basílica, los arrianos zumbaban como preparándose para un motín. Pude distinguir gritos de rabia contra mí. El emperador iba rodeado de sus oficiales. Yo le precedía pálido, tembloroso, respirando con dificultad. No viendo mis ojos por todas partes más que amenazas, adopté el recurso de fijarlos en el Cielo. El héroe, sereno e impasible, seguía su camino. Por fin, sin saber cómo, me hallé bajo las bóvedas de la basílica, póstreme levantando las manos al Cielo, y acompañado de todo el clero, entoné el cántico de acción de gracias. En este momento, el sol, abriéndose paso entre las nubes, iluminó el templo con claridad radiante. Se hubiera dicho que el imperio de las tinieblas cedía por fin a la luz de Jesucristo.
Y la muchedumbre, convertida de súbito, gritaba sin cesar: «jGregorio, obispo!»
Un año más tarde se celebraba en aquella misma basílica el segundo Concilio ecuménico, con el fin de consolidar la paz de las iglesias, terminar con los cismas y sofocar los últimos brotes heréticos. Gregorio presidía. Su elocuencia triunfaba una vez más; la simplicidad de su vida era la admiración de aquellos prelados, que, según la expresión de Anniano Marcelino, habían dejado el bastón apostólico para dirigirse a los palacios de los césares con fastuoso cortejo. Pero un día, defendiendo al obispo de Antioquía, Paulino, tuvo el desacierto de aludir al apoyo que el Occidente daba a su patrocinado. Siempre el candor estrellándose contra la pasión. Un murmullo, que él comparaba al zumbido de un enjambre de abejas y al graznar de una bandada de grajos, se levantó de entre los miembros de la asamblea, casi todos orientales. Era la protesta del orgullo asiático: «¿No es en Oriente—gritó alguno—donde nació Jesucristo?» «Sí—respondió Gregorio—; pero también es en Oriente donde se le crucificó.» Sin embargo, su parecer fue rechazado; y desde entonces ya no asistió con regularidad a las sesiones. Convencíase con tristeza de que su palabra no era ya invencible, y en su alma, santa y dulce a la vez, las más leves presunciones de su inutilidad se convirtieron en remordimientos. Y empezó a ser, según su propia expresión, como un corcel encerrado en la caballeriza, que no cesa de piafar y relinchar echando de menos la libertad de los campos. Inopinadamente se presentó un día delante de sus colegas, y les dijo: «Varones de Dios, dignaos no tomar en cuenta para nada lo que a mí se refiere. Cesad en vuestras luchas y daos fraternalmente la mano. Aunque no sea la causa de la tempestad, yo me entrego, como Jonás por la salvación de la nave.» Como nadie se levantase para protestar de aquella decisión, Gregorio abandonó la sala. Más tarde decía: «No quiero escudriñar los pensamientos de los hombres, yo que no amo más que la sencillez; pero hay que confesar que dieron asentimiento a mis palabras con más facilidad de lo que se podía esperar. ¡Así recompensa la patria a los que la han servido!»
Antes de partir, Gregorio reunió al pueblo para hablarle por última vez; y su genio de orador se mostró entonces más brillante y elevado que nunca. Con encantadora sencillez, rindió cuenta de su vida, de sus tribulaciones, de su fe y de sus combates contra la herejía. Respondiendo al reproche de no vivir como los obispos cortesanos de su tiempo, decía: «No sabía que teníamos obligación de competir con los cónsules y los generales en lujo y magnificencia. Si tales fueron mis faltas, perdonadme; nombrad un obispo que agrade a la multitud, y concededme a mí el reposo de la soledad.» Acabó saludando a todos aquellos lugares que tenía frescos en su memoria, a todo lo que amaba y ahora iba a dejar: «Adiós, iglesia de la Anastasia, que llevas tu nombre de nuestra piadosa confianza; adiós, grande y famoso templo, trofeo de nuestra fe; adiós, ministros del Señor, que estáis cerca de Cristo cuando desciende a la Sagrada Mesa; adiós, vosotros todos, los que amabais mis discursos, solícita multitud, entre la cual veía yo brillar los punzones que grababan furtivamente mis palabras; adiós, cancel de la tribuna sagrada, forzado por la santa avidez de la muchedumbre; adiós, reyes de la tierra, palacios de los reyes, servidores y cortesanos, fieles, así lo creo, a vuestro amo, pero infieles, casi siempre, a vuestro Dios. Aplaudid, levantad hasta el Cielo a vuestro nuevo orador; se calla por fin la voz amiga que os importunaba.»
Después de consolarse un momento en Cesarea junto a las cenizas de su santo amigo, Gregorio se refugió en Arianzo, su pueblo natal, donde acabó sus días meditando, leyendo, cultivando un pequeño jardín y reanudando aquella pasión de los versos que había iluminado sus años juveniles. Entre sus poemas, unos son históricos y autobiográficos; otros, teológicos y doctrinales. No es aquí donde hay que buscar el acento de la verdadera inspiración. En cambio, en las elegías el poeta aparece plenamente. Su tristeza soñadora, su mística melancolía, tienen un encanto singular, que nos llega al alma. Es una poesía filosófica y psicológica a la vez, una mezcla de pensamientos abstractos y de emociones, en que las inquietudes de un corazón agitado por el enigma de la existencia contrastan con las maravillas de la Naturaleza. No es la antigua poesía helénica; es algo más íntimo, más nuevo, más moderno; tan moderno, que a veces creemos escuchar las efusiones románticas del siglo XIX. La novedad está en la tristeza del hombre que penetra en el fondo de su ser, en el diálogo interior, en el ensueño melancólico, en el análisis de los pensamientos íntimos y de los vagos deseos, en los gritos profundos y desgarradores del dolor metafísico y de las dolencias del alma. Es una poesía subjetiva, tierna, grave y austera, pero iluminada por las esperanzas de la religión. En las mayores turbaciones, la fe viene a serenar el espíritu del poeta y a hacerle prorrumpir en gritos de alborozo.
«Atormentado por la tristeza—leemos en una de estas deliciosas meditaciones—, me senté ayer a la sombra del bosque opaco; nadie estaba conmigo, porque, en mis males, amo el consuelo de conversar a solas con mi alma. El soplo del aire, mezclado a las voces de los pájaros, dejaba caer un dulce sueño de las copas de los árboles. Las cigarras, ocultas en la hierba, estremecían el bosque; un agua transparente bañaba mis pies, refrescando la alameda; pero yo, absorto en mi dolor, miraba indiferente todas estas cosas, porque el placer es odioso en las horas amargas. Del fondo de mi corazón agitado saltaban estas palabras: ¿Qué soy? ¿Qué fui en otro tiempo? ¿Cuál será mi paradero? Lo ignoro. Otros más sabios que yo lo ignoran también. Envuelto entre nubes, ando de aquí para allá, sin tener cosa alguna, ni siquiera el sueño de lo que deseo. Vamos tropezando por caminos oscuros bajo el peso de la tiniebla de los sentidos. Yo soy, dices; pero, ¿qué cosa? Porque lo que era, ya desapareció, y ahora soy otra cosa. Paso con la rapidez de esta corriente. Nadie cruza dos veces por el mismo bosque; nadie ve dos veces unos mismos ojos.» En medio de estas incertidumbres, el poeta se detiene aterrado; se irrita contra sí mismo, retracta sus palabras y cae de rodillas adorando a la Trinidad. «Ahora, las tinieblas—dice—; luego, la verdad; entonces, contemplando a Dios o devorado por las llamas, comprenderás todas las cosas. Estas palabras—añade—disiparon mi dolor. Atardecía cuando salí del bosque para encerrarme en casa. Iba riéndome de la locura de los hombres, y a la vez sintiendo las heridas de los combates de mi espíritu atormentado.»
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