viernes, 13 de enero de 2012

San Hilario de Poitiers, Obispo y Doctor de la Iglesia.

Guerra de sangre en las fronteras; guerra de argumentos en la corte. Sobre el Rin y el Danubio, las legiones detienen el empuje de los bárbaros; en la corte, los obispos ruegan, intrigan, cabildean. Atanasio de Alejandría anda errante a través del Imperio; el Papa Liberio vive lejos de Roma, relegado en una playa del Oriente; todos los hombres de lucha, Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli, Lucífero de Cagliari, están en el destierro o en la cárcel. Los discípulos de Arrio celebran su triunfo con ruidosas fiestas, y el emperador Constancio se jacta de haber enterrado para siempre el Símbolo de Nicea. Es el momento en que aparece en escena el nuevo atleta, el que va a recoger en Occidente la herencia de Osio, el obispo centenario. «Feliz Augusto—dice al emperador con noble y respetuosa palabra—, no con palabras, sino con lágrimas, te suplico que no permitas más ultrajes a la Iglesia católica. Todo está tranquilo entre nosotros; no hay asomo de facción, ni quejas ni murmuraciones. Sólo una cosa pedimos a tu clemencia: que esos confesores eminentes, que esos obispos vuelvan a ocupar sus sillas, y reine en todas partes la alegría y la libertad.» Era el lenguaje del antiguo curial, del magistrado que se interesaba por el bienestar de las ciudades. A continuación aparece el filósofo protestando, en nombre de la dignidad humana, contra el empleo de la fuerza en negocios de religión: «Oh emperador—dice—, tú gobiernas el Imperio con sabias máximas, velas día y noche para que tus súbditos disfruten de bienestar. También Dios tiene su autoridad sobre los hombres. Inspirando por la admiración de sus obras el respeto a sus mandamientos, desprecia todo homenaje conseguido por la violencia. Si alguien quisiese exigirlo, la sabiduría episcopal se presentaría delante de él diciendo: Dios es Señor de todas las cosas; no necesita homenajes forzados, ni profesiones de fe arrancadas por la violencia. Hay que servirle, no engañarle; sólo puede acoger al que se le acerca espontáneamente, sólo escuchar al que reza. ¿Quién oyó nunca hablar de sacerdotes obligados a temer a Dios por las cadenas y los suplicios?»

El que hacía oír en el palacio de Constancio este lenguaje sereno y respetuoso, era un joven obispo galo, a quien la elección popular acababa de poner al frente de la diócesis de Poitiers. Llamábase Hilario, y descendía de una familia noble, que le había educado en el culto de la ciencia antigua y en las prácticas del paganismo. Él mismo nos ha contado las etapas del camino laborioso que le había llevado hasta la cumbre de la fe. Joven aún, rico, padre de una hija a quien adoraba, influyente en su ciudad poitevina, sintió un día que del fondo de su conciencia se levantaba la cuestión terrible: ¿Cuál es el fin de la vida? ¿Basta, acaso, dejar que se deslice, plácidamente, en medio del placer y la opulencia? «No—protestaba su razón—; la vida no puede ser sólo un camino hacia la muerte; el dulce sentimiento de la existencia sería muy amargo si nos llevase únicamente al miedo doloroso de perderla... Pensando de esta suerte—continúa—llegué a la convicción de que si la vida presente no se nos ha dado para hacer algún progreso hacia la eternidad, no hay que considerarla como un presente de Dios. Entonces mi alma se inflamaba en un deseo ardiente de comprender a Dios, o de conocerle al menos; de apoyar en Él mi esperanza y de abrigarme en Él como en un puerto seguro y protector.» Pero ¿dónde encontrar la enseñanza auténtica acerca de la divinidad? El amable patricio consultaba la mitología pagana en que había sido educado. «Unos—dice—me hablaban de numerosas familias de dioses; otros hacían distinción entre dioses mayores y menores; la mayoría, afirmando la existencia de una divinidad, la declaraban indiferente para las cosas humanas, o adoraban tan sólo la Naturaleza, que se revela en el movimiento ciego y el concurso fortuito de los átomos. Más mi espíritu tenía por cierto que el Ser eterno y divino es necesariamente simple y único, y que no tiene principio o elemento fuera de Sí mismo.»
En medio de estas perplejidades, tuvo el filósofo la suerte de dar con los libros de los hebreos, que le dieron la respuesta suspirada, revelándole sucesivamente los diversos atributos divinos: la unidad absoluta, la eternidad, la infinidad, la bondad inagotable y la soberana hermosura. Admiró, sobre todo, aquellas palabras famosas: «El que es, me ha enviado a vosotros»; definición sublime, que traduce la noción incomprensible de la naturaleza divina con la expresión más apropiada a la inteligencia humana. Hilario cree haber llegado al termino de su investigación, pensando, acaso, que su espíritu está ya satisfecho: «La ciencia perfecta—escribe—consiste en conocer a Dios como imposible de ignorar y como imposible de describir. Hay que creerle, sentirle, adorarle y hablar de Él únicamente con nuestro vasallaje.» No tarda, sin embargo, en llegar a sus manos el Evangelio de San Juan. Entonces ve con más claridad el destino del hombre y las relaciones de la criatura con el Criador. Avanza a través de las interpretaciones de las sectas hasta las profundidades luminosas donde antes de los tiempos es engendrado el Verbo; adopta, como Atanasio, el camino de la perfecta unidad de la naturaleza divina, manifestada en la segunda Persona, y, sin dejar de pasear su espíritu por las alturas magníficas de la abstracción, doblega su pensamiento ante el explícito testimonio de la Escritura. Hay, sobre todo, una frase que le domina con su majestad deslumbradora: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.» Al leer estas palabras, aprendió más de lo que se había atrevido a esperar. Se halló en posesión de la verdad total, cesó su angustia, pidió el bautismo, y apenas había sido hecho cristiano, cuando sus compatriotas le aclamaron obispo. Su esposa, dando un ejemplo que fue muchas veces imitado en la primitiva Iglesia, se resolvió a no mírale sino en el altar, transfigurado por la llama del sacrificio.

La fe de Hilario en la divinidad del Verbo se mezclaba con una veneración apasionada que nacía de la gratitud personal. Era el misterio en el cual había hallado el reposo su inteligencia, agitada por una larga peregrinación espiritual. Podíase descontar su actitud en las contiendas dogmáticas del siglo. No obstante, como su nombre era desconocido, la solicitud presentada en la corte imperial cayó como una bomba en los círculos de la herejía. Al asombro sucedió la indignación, y a la indignación, las intrigas más odiosas para castigar al atrevido. En los últimos meses del año 356, Hilario salía para el destierro, encaminándose a la otra extremidad del mundo romano. Durante tres años recorrió las provincias del Asia, visitó las principales ciudades del Oriente y discutió con los corifeos de la herejía, hablándoles siempre con mansedumbre, buscándoles en sus iglesias y agregándose a sus asambleas. El fruto de este apostolado suavizaba su destierro. «Permanezcamos siempre desterrados—decía—, con tal que se predique la verdad.» Al mismo tiempo enviaba a Occidente su tratado de los Sínodos, destinado a servir a los occidentales como hilo conductor en el laberinto de las fórmulas dogmáticas de los bizantinos; y en 359 publicaba los doce libros sobre la Trinidad, que son su grande obra, la más completa y una de las más profundas de cuantas nos ofrece la historia de las controversias arrianas. Las discusiones de Atanasio son más personales, más violentas, más apasionadas. Reflejan el ambiente de la lucha. Hilario, en cambio, se mueve en el campo de las ideas eternas; tiene menos fuego, pero hay más orden en su lógica. El obispo no se olvida del rétor que brilló en las escuelas durante los días de su mocedad. El patricio conserva los ademanes heredados de elegancia y dignidad. Escoge la dicción, distribuye sabiamente las partes y desarrolla las ideas de una manera armoniosa. A diferencia de otros autores eclesiásticos, Hilario tiene en todo momento la preocupación de escribir bien, de dar amplitud al período, de multiplicar las imágenes y presentarlas artísticamente, de dejar las frases con rítmicas cadencias. Es un concienzudo discípulo de Quintiliano, como lo observó ya San Jerónimo. Tenía como principio que el que maneja la palabra de Dios debe hacer honor al Autor de esa palabra; como el notario de un rey debe estar a la altura de la grandeza de su amo. Al fin de la obra sobre la Trinidad, leemos estas palabras: «El Apóstol no nos ha enseñado una fe desnuda y pobre de razón. Es verdad que la fe es lo más necesario para la salvación; pero si no la adorna la ciencia, podrá acaso en la hora del combate encontrar un refugio para defenderse, pero no podrá avanzar contra el enemigo con la certidumbre de vencer. Será como el campamento en que los débiles se refugian, pero no se lanzará al combate con la audacia del guerrero.»
Esta fe ilustrada es la que daba alientos al gran campeón de Nicea. Fuerte con ella, recorría las provincias asiáticas destrozando monstruos de errores, se presentaba en el Concilio de Seleucia (359), defendía la ortodoxia contra todos los obispos del Oriente arriano, llegaba a Constantinopla, conseguía una audiencia del emperador; y viendo que todos aquellos esfuerzos resultaban inútiles, asqueado por la atmósfera de opresión, de violencia y de hipocresía que reinaba en la corte, dejaba escapar su indignación en un escrito amargo, en que el alma altiva del patricio y del cristiano se revolvió iracunda contra los atropellos de la tiranía. «Pasó, al fin, el tiempo de callar—escribía Hilario—; los mercenarios han huido, y el pastor debe levantar la voz.»

Todo el mundo sabe que desde que soy un proscrito, nunca he dejado de confesar la fe, pero sin rechazar ningún medio aceptable y honroso de establecer la paz. Y pues he guardado el silencio hasta ahora, de suerte que ni la amargura de las injurias ha podido hacerme hablar, es evidente que si al fin levanto la voz con la libertad de un cristiano, no soy impelido por la pasión humana. Quisiera haber vivido en tiempo de Decio y de Nerón. Inflamado por el Espíritu Santo, sostenido por la misericordia de Dios, me hubiera reído de la tortura y del fuego, y ni la cruz misma me hubiera aterrado... Mas he aquí que ahora combatimos contra un perseguidor disfrazado, contra un enemigo que acaricia, con el anticristo Constancio. No nos condena para hacernos nacer a la vida; nos enriquece para llevarnos a la muerte. No nos encierra en una cárcel para hacernos libres; nos honra en su palacio para esclavizarnos. No corta nuestra cabeza con la espada; mata nuestra alma con el oro. No nos amenaza con la hoguera; pero enciende secretamente el fuego del infierno. Reprime la herejía para que no haya cristianos; honra a los sacerdotes para que no haya obispos; edifica iglesias para demoler la fe… Pero yo te declaro, ¡oh Constancio!, lo que hubiera dicho a Nerón, a Decio y a Maximiano: combates contra Dios; te levantas contra su Iglesia; persigues a los santos; odias a los predicadores de Cristo; arruinas la religión; eres un tirano, no de las cosas humanas, sino de las divinas…»

Algunos meses más tarde, Hilario entraba triunfalmente en su ciudad episcopal. Asustados de aquella intrepidez terrible, los mismos arrianos trabajaron para que se volviese a su tierra, presentándole al principio como el perturbador del Oriente. Las invectivas que pudieron haberle llevado al suplicio le restituyeron a su iglesia. Y empieza para el confesor de la fe una era de paz, durante la cual sigue trabajando para arrancar de las Galias los últimos brotes del arrianismo; era fecunda en obras exegéticas: como los tratados sobre los Misterios, sobre los Salmos y sobre San Mateo, que nos revelan al discípulo y admirador de Orígenes en la interpretación alegórica de las Escrituras. Hilario había aprendido mucho de los Padres griegos; pero su pensamiento es siempre original y personal, siempre atrevido y profundo. El contacto con el Oriente le hizo también poeta. Fue en Frigia donde oyó por vez primera la poesía religiosa de los orientales, que él transplantó antes que nadie al Occidente. Conservamos aún tres himnos suyos, que nos encantan por la sobria elegancia de la forma. «Oh tú, que eres el verdadero astro del día—dice en el himno a la mañana—, no aquel cuya luz efímera anuncia la pálida aurora; tú que brillas más que el sol, tú que eres pleno día y luz soberana, ven, ilumina lo íntimo de mi corazón... Soy indigno de levantar hacia las brillantes estrellas mis ojos infortunados, que el peso abrumador de mis culpas inclina hacia la tierra. ¡Oh, Cristo, ten piedad de los que has redimido!»

Pero el último gesto que conocemos de Hilario es gesto de luchador. Había pasado la reacción pagana de Juliano; con Jovino, el Evangelio vuelve a subir al trono; reaparece la ambición entre el episcopado herético y comienzan de nuevo las querellas dogmáticas. En Occidente el arrianismo está representado por Auxencio de Milán. Hilario le ataca públicamente, es arrastrado ante el cuestor por introducir la discordia en la Iglesia milanesa, y con este motivo pronuncia un discurso memorable: «Hay que deplorar—dice—la miseria de nuestro siglo, en que se cree que los hombres pueden proteger a Dios, en que se trabaja para defender a Cristo con las intrigas del mundo. Decidme, vosotros que os creéis obispos, ¿necesitaron algún patrocinio los Apóstoles para predicar el Evangelio? ¿Fundó Pablo las iglesias en edictos de príncipes?... Pero hoy, ¡oh dolor!, se impone por la fuerza una fe acatada antaño a pesar de hogueras y calabozos.»

Siempre el batallador ardiente, hasta en la extrema vejez; siempre la frase nerviosa y violenta; siempre, como decía el solitario de Belén, «el Ródano de elocuencia», rápido e impetuoso.

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