miércoles, 16 de noviembre de 2011

Santa Gertrudis, Virgen y Santa Margarita de Escocia, Religiosa.

Desde el siglo XII empieza a observarse un fenómeno nuevo en la Iglesia: las mujeres comunican al mundo los favores recibidos en la oración. Probablemente, desde la más remota antigüedad tuvieron iluminaciones misteriosas, pero he aquí que ahora empiezan a contarlas. Los doctores, alarmados, recuerdan las palabras paulinas: «Que las mujeres callen en la iglesia»; pero Cristo dice a su sierva Catalina de Sena: «Has de saber, hija, que la soberbia de los letrados y doctores ha crecido tanto en estos últimos tiempos, que ya no puedo sufrirlos, y para llenarlos de confusión envío a las mujeres, fortalecidas con mi gracia.»

Así fue enviada Santa Gertrudis, la vidente de Helfta. Helfta es un lugar santo de Sajonia, porque desde él volaron al Cielo, durante cuarenta años, los más puros deseos. La sombra de Lutero, que nació a su lado, no logró profanarlo. El apóstol del odio será vencido por su compatriota la mensajera del amor. Un valle estrecho con rumor de aguas y ventalle de pinos, un bosque silencioso, un jardín florecido, una fuente cristalina y un estanque transparente; delante, la espaciosa llanura, y lejos, siluetas caprichosas de montañas azules. Gertrudis, aun en sus horas místicas, «entrará en la huerta y considerará la belleza del lugar, el agua corriente, la libertad de los pájaros, y especialmente de las palomas que vuelan en derredor, por la tranquilidad de aquellos lugares en que se descansa gozando del apartamiento».

Al deleite de la naturaleza se junta allí el del espíritu: doctas maestras y eximios modelos de todas las virtudes. Uno de ellos era la abadesa Gertrudis de Ackeborn, «amada de Dios, llena del Espíritu Santo, que había de ser acogida en los brazos de la pura y sencilla caridad, benignísima, piadosísima y digna de toda alabanza». Con aquella abadesa, que en la hora de la muerte no se cansaba de decir «Mein Geist: mi espíritu», estaba otra mística, Mectildis, la que en el libro de La Divina gracia describió la misteriosa acción de la Providencia, y la sabia hija de los fundadores del monasterio, Sofía de Mansfeld, copista infatigable, y otras mujeres ilustres, que trabajan como abejas oficiosas, y con sencillez de alondras cantan en el coro. Se borda, se pinta, se estudia a Cicerón y a Virgilio, se componen místicas canciones de una complicación erudita, se tienen visiones y revelaciones, y se las cuenta en libros apasionados. También Gertrudis trabaja inclinada sobre los viejos códices de pergamino, los copia, los corrige, los adorna de elegantes miniaturas, y con maravillosa facilidad aprende su contenido. En su alma se habían reunido las dotes más brillantes: corazón vehemente, brillante imaginación, sensibilidad exquisita, carácter inconfundible, inteligencia capaz de elevarse a las más altas esferas de la especulación. Encerrada en el monasterio desde los cinco años, se entrega a las letras con todo el ardor de su temperamento. Atráenla especialmente los autores profanos; deleitase en la lectura de los poetas, y tal vez medita el enredo de dramas y poemas, como Roswita de Gandersheim. Tiene el horror innato del mal y bastante amor propio para no merecer los reproches de sus compañeras; pero no es una monja fervorosa. Sus gustos literarios la absorben por completo, y como ella misma dice enérgicamente, «vive como una pagana entre paganos, sin preocuparse del interior de su alma más que del interior de sus pies».

A los veintiséis años experimenta una verdadera conversión. Empieza por una terrible crisis, que la va a introducir en los misterios de la noche oscura. El «cielo de bronce» se despeja pronto. Un mes más tarde, estando en el dormitorio, después de Completas, al levantar la cabeza, que había inclinado para hacer reverencia a una hermana más antigua, se le aparece el Señor por vez primera y le dice: «Pronto vendrá tu salvación; ¿por qué te consumes en la tristeza?» Jamás se olvidará de aquel momento. «Parecíame—escribe—que entre el Redentor y yo había un seto tan largo, que ni delante ni detrás de mí parecía que tenía fin, y estaba cubierto de muchas espinas; de suerte que yo no hallaba medio de acercarme a Él; mas de pronto, Él, tomándome de la mano, me levantó sin dificultad y me puso a su vera. Y entonces, ¡oh Señor!, reconocí en tus manos las llagas de la Cruz, las huellas de la sangre que redimió al mundo. Yo te alabo, yo te adoro, yo te bendigo, yo te doy gracias porque plegaste mi cerviz indomable a tu suavísimo yugo, serenando en lo interior de mi alma una turbación con la cual, a lo que creo, procurabas destruir una torre de vanidad y de curiosidad, que habían levantado en mí misma mi soberbia, altivez y presunción, siendo así que casi en vano traía el nombre y hábito de religiosa.»

Desde entonces pronunció Gertrudis con toda su alma aquellas palabras que escribía pensando en su profesión: «Soy una huerfanita, sin madre, pobre y privada de todo. Sólo Jesús es mi consolación. Desde hoy soy toda tuya; mi cuerpo y mi alma están en tus manos; los entrego a tu amor. ¡Oh Jesús, amor único de mi corazón; oh amante lleno de ternura; oh Amado, Amado, Amado sobre todas las cosas, por Ti suspira y enferma el deseo ardiente de mi alma! Tú eres para ella como un día de primavera, vibrante de vida y perfumado de flores. Con ansia febril aguardo tu presencia. Ven; te busco a semejanza de la tortolilla que busca un nido, porque tu encanto ha herido mi corazón. ¡Oh amado, amado mío, si rehúsas esta unión, mi eterna felicidad no será completa! »
La presencia del Señor no se hizo esperar. Entró en su corazón y en él habitó de una manera sensible e inefable durante toda su vida, con sólo un intervalo de ausencia que duró once días. «En el corazón de Gertrudis me encontraréis», solía decir el Amado; y Gertrudis oía palabras tan regaladas como las que salían de su boca: «Mira bien quién soy, paloma mía. Soy Jesús, tu dulcísimo amigo; ábreme los secretos de tu corazón. Vengo del país donde habitan los ángeles. Soy el resplandor del sol divino, soy el día espléndido cuya luz no conoce el ocaso. La majestad de mi gloria, que es mi propia esencia, hinche el Cielo y la tierra. Sólo la eternidad puede medir su extensión. Sólo Yo llevo la imperial diadema de la divinidad; pero mi frente está, además, coronada por la roja guirnalda de las rosas, señal de la sangre que he vertido por ti.... Si eres fiel, mi gracia te hará participante de la naturaleza divina; Yo te guardaré entre los brazos de mi ternura, y te estrecharé contra el corazón de mi divinidad, de suerte que se derrita como cera en el fuego de mi amor sublime. Si quieres ser mía, paloma de mi amor, ámame tiernamente, fuertemente, sabiamente, para que puedas gustar mis dulzuras.»

Los escritores paganos quedaron olvidados para siempre. Ahora eran las Sagradas Escrituras, los Santos Padres, San Agustín, San Gregorio Magno, y los maestros de la escuela de San Víctor, los autores favoritos de la extática virgen. Su primer libro, el corazón del Amado; y su anhelo más grande, el hacerse digna de Él. «Pluguiese a Dios mil veces—exclamaba con fiero apasionamiento—que toda el agua del mar se trocara en sangre, y que yo pudiera hacerla pasar sobre mi cabeza para dejar limpio el lugar que habéis escogido como morada. Quisiera que me arrancaran el corazón del pecho, que lo hicieran mil pedazos y lo pusieran en un brasero ardiente, para que vuestra morada fuera menos indigna de Vos.»

Las vallas del mundo se habían roto; la celda de Gertrudis era una prolongación del Cielo; los claustros monacales se iluminaban constantemente al paso de los bienaventurados, y en sus recintos se perdían los ecos de las conversaciones entre la esposa y el Esposo. Hablaban cara a cara, como un amigo suele hablar a su amigo. Jesús venía con su Madre, y resplandecientes coronas de ángeles, que llevaban candelabros de oro, como en la procesión que Dante viera avanzar por la selva eternamente fresca del Paraíso. Un deseo inflamado, una turbación, una delicadeza infantil bastaban para inundar de luz la celda monacal. Un día, la virgen, creyendo aliviar los dolores del Salvador en su Pasión, sustituye con ramas olorosas de geranio los clavos que sujetaban el pequeño crucifijo de su alcoba; y por la noche, mientras duerme, oye estos versos:

Amor meus continuus—Tibi languor assiduus,—Amor tuus suavissimus—Mihi sapor gratissimus.

Gertrudis es, ante todo, la reveladora de una ciencia nueva, la descubridora de una tierra maravillosa, cuyos opulentos tesoros apenas si conocían los hombres antes de ella. Sus descripciones serán como la cartografía que guiará, siglos más tarde, las místicas aventuras de otros navegantes afortunados de mares invisibles. Es ella quien reveló al mundo la devoción al Sagrado Corazón, «copa que Dios pone en las manos del alma para que brinde en la asamblea de los santos, alcancía inexhausta de los dones celestiales, cítara que, pulsada por el Espíritu, es la delicia de los escogidos; fuente de la que brotan arroyos de límpidas aguas; incensario de oro que llena de aromas los ámbitos del Cielo; altar rodeado de legiones de mártires y vírgenes», como le representaron los hermanos Van Eick en el célebre lienzo de la catedral de Gante.

Con este lenguaje, rico de símbolos y metáforas, expresa Gertrudis aquellas profundas y altísimas ideas que recogía con avidez el espíritu aristocrático de Leibniz. La poesía del alma tiene en sus Revelaciones la más alta realización: elegías conmovedoras, llenas de amor y ternura; transportes que son estallidos de fuego; dramas que rebosan vida y color, idilios celestiales de imágenes fuertes, apasionadas y audaces.

No podemos medir esos gritos desgarradores del alma enamorada de Dios comparándolos con las angustias de un amor terreno. El asombro se apodera al principio del lector, pero poco a poco va familiarizándose con esos acentos de una región superior, que, después de todo, es su verdadera patria. La simplicidad es en ellos comparable a la profundidad. Gertrudis narra como narraría un niño. Su lenguaje es a la vez una oración y un cántico, y no olvidemos que cantar y rezar es descubrir lo más profundo del pensamiento y del corazón. En esto, Gertrudis, a pesar de su estilo difuso, inspirado en los arrebatos de su pasión sublime, es plenamente de nuestro tiempo. La sinceridad lírica, que parece ser el rasgo característico de nuestro ideal literario, es uno de los mayores encantos que encontramos en las revelaciones gertrudianas. Son el reflejo directo de un alma, su expresión en la vida, su más íntima realización. Las mismas ideas vienen envueltas en un ropaje de figuras tan nuevas, tan vividas, que nos ponen delante de los ojos la vida sencilla y ordinaria de la monja, y nos hacen oír el latido de aquel corazón, que hizo decir a Lope de Vega:
«Y puesto que todo Dios en él se esconde, mayor tenéis el corazón que el cielo».

Ruge el vendaval caminando sobre las aguas a través de las tinieblas; el bajel danza entre un mar enemigo y un cielo irritado; los remeros se han cansado de luchar contra las olas; el príncipe llora, la princesa reza. Pero va amaneciendo, con las sombras huye la tempestad, y la esperanza empieza a renacer en el navío. Allá, enfrente, se dibuja ya el perfil de una costa rocosa, «¿Dónde estamos?», pregunta el joven príncipe a los marinos, con voz anhelante y ansiosa mirada. No saben responderle con certidumbre. Aquellos acantilados recuerdan a uno el país de Norwich; otro opina que están llegando a tierra de Flandes o a las provincias francesas del duque Guillermo, nuevo rey de Inglaterra. Pero el navío avanza, y los primeros rayos del sol iluminan la tierra cercana. Están en Escocia. Los navegantes se llenan de alegría. No es su voluntad la que allí les lleva, es la voluntad de Dios, y desembarcan confiados. Después, el mensaje al rey Malcolm: «Los sobrinos del santo rey Eduardo, Edgar y Margarita, besan tu mano y se encomiendan a tu generosidad.» Llegaron los cortesanos con presentes, acompañaron a los príncipes hasta el palacio real, salió el rey a su encuentro, y ellos contaron su triste historia. El desembarco de los normandos en Inglaterra, el duque Guillermo ocupando el trono de Alfredo el Grande, el pueblo inglés despojado por los invasores. «¡Y nosotros viendo todas esas cosas, oh rey!—decía el príncipe Edgar; maltratados, estrechamente vigilados y siempre con la espada sobre nuestras cabezas. El usurpador tiene miedo de que los ingleses, agrupados en torno al único heredero legítimo del rey Eduardo, le arrojen de la isla. Y un día salimos furtivamente de la corte, cabalgamos hasta el mar y subimos a un barco. Queríamos ir a Hungría: ya sabes, ¡oh rey!, que nuestra madre era hija del rey de aquella tierra; pero la tempestad nos ha traído a las costas de Escocia y nos ha puesto en tus manos.»

Malcolm era un rey magnánimo y bondadoso. También él conocía las amarguras del destierro. «Huyamos—había dicho, como ahora el descendiente de los reyes anglosajones—; aquí las sonrisas son puñales, y derraman sangre los que con la sangre están unidos.» Y mientras el tirano Macbeth ensangrentaba el trono que había ocupado su padre, él hallaba cariño y protección en el palacio del rey Eduardo, de San Eduardo el Confesor. Y fue San Eduardo quien puso a sus órdenes diez mil guerreros para que derribase al usurpador y devolviese la tranquilidad a su patria. Al fin remaba; y cumplía noblemente la promesa que había hecho en el momento de la victoria: «Yo pagaré a todos el afecto que les debo; volverán a sus casas los que huyeron del hierro y de la tiranía, y con ayuda de Dios habrá paz y justicia en Escocia.»

Era el año 1067 cuando entró Margarita en su nueva patria. Tenía ella entonces veinte de edad. Entró desterrada, para ser reina. Sentóse en el trono de lady Macbeth y se arrodilló en su reclinatorio; pero sin tener su crueldad, ni su perfidia, ni su ambición. Venía a limpiar las manchas de sangre, a secar las lágrimas del pueblo, a apaciguar las sombras de Duncán y Banquo. Fue una reina piadosa y varonil al mismo tiempo. Cabalgaba gentilmente entre los magnates, zurcía y bordaba entre las damas, rezaba entre los monjes, discutía entre los sabios, y entre los artistas planeaba proyectos de catedrales y monasterios. Se la vio presidir las asambleas del reino y los concilios, cortando abusos seculares, dictando decretos de reforma moral y religiosa y defendiéndolos frente a los obispos y los caballeros con textos de los santos. Malcolm, a su lado, contemplaba la escena orgulloso y silencioso, admirando el celo, la sabiduría y la suavidad con que la reina triunfaba de las rebeldías. Él manejaba el hierro valerosamente, pero no sabía leer ni hablaba con elegancia. Cuando había que dar algún decreto, ponía una cruz al pie y encargaba que se lo llevasen a la reina. Su amor hacia ella rayaba en la idolatría. Se le veía coger los libros en que ella leía o rezaba, admirar sus miniaturas, besarlas, colocarlas junto a su pecho y llevarlas como prenda de amor en sus campañas. A veces Margarita se encontraba con agradables sorpresas: los libros que más quería aparecían cubiertos de oro, adornados de imágenes sagradas, iluminados de perlas. Era un obsequio de su marido. Un día el rey preguntó a la reina cuál era el libro que más le gustaba. Ella contestó que el Evangelio. Y, efectivamente, ningún otro abrazaba tan apasionadamente, ni leía tan asiduamente, ni humedecía con tan fervorosas lágrimas. Y sucedió que un día se encontró en su habitación un códice de los Evangelios escrito con letras de oro, decorado maravillosamente, rutilante con ricos metales y piedras preciosas.
Malcom hubiera querido aprender a leer, pero era ya tarde. En todo lo demás se había convertido en discípulo de Margarita. Prolongaba la oración a su lado, ayunaba como ella, amaba lo que ella le enseñaba a amar, y lo mismo que ella, gustaba de verse entre mendigos y desgraciados. Lanzada desde las gradas del trono al destierro y desde el destierro al trono, Margarita había aprendido en la desgracia a compadecerse de los que la sufrían. La vista de la miseria hacíala llorar, y sus mejores amigos eran los presos, los pobres y los cautivos. Veinticuatro pobres alimentaba constantemente en su palacio. Cuando salía fuera, los hambrientos y harapientos se agrupaban en torno suyo, clamando: «¡Madre, madre, santa y bondadosa madre!» Ella les sonreía y los consolaba, y cuando había repartido cuanto tenía, acudía a la generosidad de sus damas, de sus pajes y de los caballeros. Sucedió muchas veces que la reina y todo su acompañamiento volvieron al palacio sin escudos, sin mantos, sin sortijas, sin alfileres, sin guantes y hasta sin zapatos. Durante la Cuaresma y el Adviento la reina parecía una monja. A medianoche se dirigía a la iglesia para rezar los oficios de la Santísima Trinidad, de la Santa Cruz, de la Santísima Virgen y de difuntos. A continuación, decía todo el Salterio, lavaba los pies a seis pobres y se acostaba de nuevo. A media mañana se la veía cuidando a nueve niños huérfanos, que siempre tenía junto a su habitación. Ella misma los vestía, les preparaba el alimento y se lo daba, poniéndose de rodillas delante de ellos. Después llamaba a sus hijos y les enseñaba la doctrina cristiana, o bien leía, o trabajaba, o recibía audiencias, o despachaba los negocios al lado del rey, o hablaba con su capellán de las cosas de su alma. «Me hablaba—dice él mismo—con una sencillez tal que yo estaba maravillado. Cuando nuestra conversación versaba acerca de la dulzura de la vida perenne, sus palabras salían inflamadas en el fuego del Espíritu Santo, que habitaba en ella. El amor la hacía sollozar y romper en llanto, y yo lloraba con ella. Con frecuencia me decía que vigilase sus acciones y sus palabras para que la diese en secreto la corrección correspondiente. «Corríjame el justo con misericordia—solía decir—, y que el aceite del pecador no toque mi cabeza; mejor es la herida del que ama que el beso del enemigo.»

Una sentencia que Margarita recordaba con frecuencia era aquella de Santiago: «¿Qué es nuestra vida sino un poco de humo, que se desvanece en el aire?» Sin embargo, era la suya una virtud amable y graciosa. «De tal modo se juntaba en ella la bondad con la austeridad, que todos la amaban y la temían al mismo tiempo.» Amaba la magnificencia en las iglesias y en el palacio, favorecía a los orfebres, a los pintores y a los arquitectos, le gustaba ver al rey rodeado de un séquito numeroso de caballeros vestidos de brillantes arneses, y ella misma aparecía en público con todo el esplendor de la dignidad real. En su cámara se veían siempre sedas, damascos, tapices y toda clase de joyas y telas que hasta entonces no se habían visto en Escocia. Allí pasaba largas horas la reina con sus damas bordando ornamentos para las iglesias o haciendo ricos mantos para que los caballeros los luciesen en las fiestas cortesanas.

La tierra de Escocia, que antes había sudado sangre y llanto, sentíase ahora feliz; reinaba la paz, la abundancia alegraba los hogares, prosperaba el comercio, surgían, según la pauta de un arte nuevo, espléndidas catedrales, y la sonrisa de la reina iluminaba la vida de los vasallos. Pero un día el ejército de Guillermo el Rojo atacó el castillo de Aluwick, en la frontera de Inglaterra, y Malcolm salió a defenderle con sus guerreros. La reina le acompañó llorando hasta el puente del castillo, y ya no volvió a alegrarse su corazón. Aquella partida llenábala de tristes presentimientos. «Desde entonces—dice su capellán—empezó a hablarme con más intimidad que nunca, me descubrió plenamente su alma, me contó por orden toda su vida, y, hechos sus ojos dos fuentes de lágrimas, me dijo: Adiós; mi fin se acerca, cuida de mis hijos y acuérdate de mí en la Santa Misa.» Algún tiempo después, estando con sus damas, la reina sintió como si una espada traspasara su alma; una palidez mortal cubría su rostro, su corazón palpitaba violentamente, y cuando pudo hablar dijo estas palabras: «Una gran desgracia ha caído hoy sobre el reino de los escoceses.» Ya antes se encontraba enferma, pero desde este momento los que la acompañaban empezaron a desesperar de su vida. Así lo comprendió ella, mandando que la llevasen al oratorio para recibir el Viático. «Pero ¿qué es lo que hago?—exclama el piadoso biógrafo—. ¿Cómo tengo valor para contar la muerte de mi señora? ¡Ay! Toda carne es heno y toda su gloria como flor de un día. Secóse la hierba y se cayó la flor. Con el color de la muerte en el rostro yacía junto al altar, pidiendo que rezásemos por ella. Habiendo vuelto al lecho, rogó que le trajesen la cruz negra, la joya más preciosa del palacio real. Corrió una dama al armario, pero como no acertaba a abrir, la moribunda gemía diciendo: «¡Ay, triste de mí! ¡Ay, pobre pecadora! Ya no soy digna de ver el signo de la Santa Cruz.» Trajéronsela al fin, y recogiendo las fuerzas que le quedaban, cogióla apasionadamente, la abrazó, la besó y se signó con ella una y otra vez los ojos y el pecho. Su cuerpo iba enfriándose, pero ella seguía rezando con la cruz sobre sus ojos. En este momento entró uno de sus hijos, que venía del campo de batalla. Angustiado, enloquecido, cayó junto al lecho, gritando:

—¡Madre, madre!

La moribunda hizo por sonreír, y preguntó:

—¿Qué me cuentas de tu padre y de tu hermano?

—Bien están—respondió el joven. Hubo un silencio, interrumpido por los sollozos, y luego la reina continuó:

—No me engañes, hijo mío; lo sé todo, pero dímelo tú, dime cómo murieron.

Y el príncipe contó la muerte de Malcolm y de su hermano, heridos a traición por un caballero inglés.

—Gracias, Señor—dijo Margarita, sin la menor señal de turbación—; gracias, porque me das paciencia para sufrir tantas calamidades juntas.

Después dirigió una última mirada a su hijo y expiró pronunciando estas palabras:

—Señor Jesucristo, que por tu muerte vivificaste al mundo, líbrame...

No pudo continuar. Había volado al reino que nadie le podría arrebatar.

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