domingo, 1 de mayo de 2011

Homilía


ABRIR LAS PUERTAS

Críticas hacia la Iglesia.

La Iglesia, según baremo de la opinión pública sobre el índice de popularidad en España, no es precisamente una institución que despierte simpatías mayoritarias, aunque la mayor parte de los interrogados se confiesen católicos.
¿A qué se debe esta paradoja?
Hay distanciamientos críticos que, en determinados grupos, es muy fuerte.
En otros, salen a colección sentimientos nostálgicos, con añoranzas de épocas gloriosas, que se pretende rememorar descalificando todo cambio.
Está claro que abunda la confusión sobre la realidad que llamamos “Iglesia”.
Hay quien la confunde con una organización burocrática, que tramita papeles, concede autorizaciones y centra toda su actividad en menesteres de oficina.
Otros circunscriben su autoridad a meras funciones de culto, dentro de los templos. Aquí empieza y acaba todo. Y no le compete ninguna otra función, fuera de las estrictamente humanitarias.
Muchos la identifican con la jerarquía, a la que consideran obsoleta, trasnochada y fuera de la órbita de la realidad que se vive.
Pocos son los que la sienten como “comunidad de seguidores de Jesús”, que se reúnen para celebrar la vida desde la fe en Dios y en Jesucristo y desde la unión fraterna con otras comunidades.

No carecen de razón varias de las críticas que se formulan, siempre que se hagan desde el afecto y el respeto.
Cuando se hacen desde la acritud, la intolerancia, la descalificación sistemáticas o el partidismo demagógico, pierden su valor, porque no contribuyen a su construcción o renovación.

La Iglesia: nuestra familia.

Hoy no podemos ver a la Iglesia como una institución llena de riquezas, a pesar de su enorme patrimonio histórico-artístico.
La realidad confirma que los sacerdotes apenas superan el salario mínimo interprofesional; que los centros de reunión y los templos se mantienen gracias a la aportación económica de los fieles y a las prestaciones gratuitas de voluntarios...
El tan cacareado poder e influencia –“con la Iglesia hemos topado”- no es tal...
Los mismos cristianos vivimos como muy encerrados y con miedo...

Sin embargo, es nuestra familia, con todos sus altibajos, pues nos acoge, cuida y acompaña en los momentos cruciales de nuestra vida y a quien recurrimos cuando todo falla a nuestro alrededor y se cae todo el andamiaje donde queríamos construir nuestras falsas seguridades...
¿Continuaremos tirando piedras contra nuestro propio tejado en vez de reparar las goteras?

Tomás, el incrédulo.

Marcharse de la Iglesia sin más y sin valorar las experiencias positivas vividas es una lamentable equivocación, en la que cayó el apóstol Tomás.
Sus compañeros habían cerrado las puertas por miedo a los judíos. Temían su persecución. Sobre todo cuando se había difundido que el Maestro había resucitado. Pero seguían aguardando en grupo acontecimientos.
Tomás no estuvo allí. Claudicó. No se sentía con fuerzas para testimoniar su fe ni para oír a las personas que más le querían.
Vuelve a sus viejos usos domésticos y sociales, donde “vegetar” y “rumiar” sus penas.
Todo había sido un sueño agradable, que se truncó con la muerte de Jesús.
Con esta actitud estaba la iglesia primitiva el primer día de la semana después de la Resurrección del Señor, ajena al cambio que se estaba operando, medrosa ante el futuro, confundida en sus ideales, encerrada en su nerviosismo e inseguridad.
Hay quien, por sistema, se niega a cambiar y cierra su mente y su corazón a nuevas tecnologías, a nuevas costumbres. Esto es síntoma de vejez y anquilosamiento.

Afortunadamente llegó Jesús y se abrieron las puertas; la luz se abrió paso entre la oscuridad, la esperanza entre el abatimiento y el derrotismo y la vida entre las sombras de la muerte. Se inicia una nueva era, avalada por la presencia cercana de Jesús.

La Iglesia sin resurrección es como un libro sin letra o una relación sin comunicación ni alicientes; es vivir muriendo y morir viviendo. Da el primero y el último sentido a nuestra fe.

Tomás somos todos: materialistas, cerriles, interesados, incrédulos, cerrados a los nuevos tiempos. Tendrá que llegar la ventolera del Espíritu para hacernos despertar al futuro.

Miremos al Resucitado y reconozcamos, como Tomás ante Jesús, la poca seguridad de nuestros cálculos humanos y cuán necesitados estamos de acogernos a Jesús y confesar nuestra fe en él: “¡Señor mío y Dios mío!

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