domingo, 27 de marzo de 2011

Meditación de CUARESMA


Señor mío, Jesucristo, creo firmemente que estás aquí; en estos pocos minutos de oración que empiezo ahora quiero pedirte y agradecerte.

PEDIRTE la gracia de darme más cuenta de que Tú vives, me escuchas y me amas; tanto, que has querido morir libremente por mí en la cruz y renovar cada día en la Misa ese sacrificio.

Y AGRADECERTE con obras lo mucho que me amas: ¡Tuyo soy, para ti nací! ¿Qué quieres, Señor, de mí?

Tres formas de hacer daño a Dios. Hay tres formas de hacer sufrir y llorar a una madre. Además de la más elemental, que sería atacarle a ella directamente: golpeándola o insultándola, hay otras dos en las que le podemos hacer sufrir igualmente. Una de ellas es hacer algo malo a mi hermano. Si yo le doy una paliza a un hermano mío, y mi madre se entera, le dolerá incluso más que si le maltrato a ella.
Otra forma de hacerle sufrir es hacer algo que sea malo para mí, algo que me empeore. Como mi madre me quiere eso le dolerá. Imagínate que ve cómo te cortas un brazo: no lo aguantaría.
Dios te ve siempre -no como un espía sino como alguien que te quiere mucho- y sufre cada vez que te ve hacer algo QUE HACE DAÑO A OTRA PERSONA, porque esa otra persona es hija de Él y cada vez que te ve HACERTE DAÑO A TI MISMO, y cada vez que te ve hacer algo QUE LE HACE DAÑO A ÉL. Por eso es bueno que todas las noches, cuando te acuestes, hagas un repaso del día, un examen de conciencia, y pidas perdón a Dios por esas cosas que Él ha visto y no le han gustado.

El examen de conciencia lo puedes hacer así: ¿Cómo me he portado con Dios? ¿Cómo me he portado con los demás? ¿Cómo me he portado conmigo mismo? Dios mío, a partir de ahora haré el examen todas las noches. Y te pediré perdón por el daño que haya hecho cada día de alguna de estas tres formas. Y también te agradeceré tu compañía. ¡Recuérdamelo!, y gracias.


Coméntale a Dios con tus palabras algo de lo que has leído. Después termina con la oración final.

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en la Cruz y escarnecido.
Muéveme ver tu cuerpo tan herido
muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

(Anonimo)

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