jueves, 6 de agosto de 2009

Biografias

BIOGRAFIA de SANTO DOMINGO de GUZMAN
(1ª Parte)

Fundador de los Dominicos

Nació en Caleruega (España), alrededor del año 1170. Estudió teología en Palencia y fue nombrado canónigo de la Iglesia de Osma. Con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía albigense. Con los compañeros que se le adhirieron en esta empresa, fundó la Orden de Predicadores. Murió en Bolonia el día 6de agosto del año 1221.

Su padre, Félix de Guzmán, era noble acompañante del Rey. Su madre era la Beata Juana de Aza de quien Domingo recibió su educación primera.

Cuando tenía seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria. A los catorces años fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y más famoso de toda esa parte de España, y en el que estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas y sagrada teología. El joven Domingo se entregó de lleno al estudio de la teología.

Eran tiempos de continuas guerras contra los moros y entre los mismos príncipes cristianos. Una gran hambre sobrevino a toda aquella región de Palencia. Domingo se compadeció profundamente de los pobres y les fue entregando sus pertenencias. En los oídos de Domingo martilleaban las palabras del maestro: "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Llegó el momento que solo le quedaba lo que mas preciaba, sus libros. Entonces pensó: "¿Cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?". Un día llegó a su presencia una mujer llorando y le dijo: "Mi hermano ha caído prisionero de los moros". A Domingo no le queda ya nada que dar. Decide venderse como esclavo para rescatar al esclavo. Este acto de Domingo conmovió a Palencia.

Domingo conmovió a la ciudad de Palencia de manera que se produjo un movimiento de caridad y se hizo innecesario vender sus libros o entregarse como esclavo. También surgieron vocaciones para la Orden que mas tarde Domingo fundaría.

A los 24 años de edad, Domingo fue llamado por el obispo de Osma para ser canónigo de la catedral. A los 25 años fue ordenado sacerdote.

En 1207 Domingo, con algunos compañeros, entre ellos el Obispo de Osma, se entrega de lleno a la vida apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaba, renunciando a toda comodidad, caminando a pie y descalzo, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta.

Comprendiendo la necesidad de instruir a aquellas gentes que caían en las herejías, determinó fundar la Orden de predicadores, dispuestos a recorrer pueblos y ciudades para llevar a todas partes la luz del Evangelio. Funda centros de apostolado en todo el sur de Francia. Pero, reconociendo que para combatir las herejías era necesaria una buena formación teológica, busca un doctor en teología que instruyera a la comunidad. Más tarde, uno de sus discípulos en la orden sería la lumbrera más grande que haya tenido la iglesia universal: Santo Tomás de Aquino.

Santo Domingo fue un gran amigo de San Francisco de Asís, a quien visito y abrazó efusivamente.

Santo Domingo poco después fundó la rama femenina de su Orden.

El rey Alfonso VIII había encargado al obispo de Osma, don Diego de Acevedo, en 1203, la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo Fernando, de trece años, la mano de una dama noble. El obispo aceptó. Y por compañero espiritual de viaje escogió a Domingo, subprior suyo, dirigiéndose con él por Zaragoza a Tolosa de Francia. Pero allí observaron que toda esta región, y aun, al parecer, toda Francia, Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombardía, estaban, grandemente infectadas de perniciosas herejías. Los cataros, los valdenses o pobres de Lyón, y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental, lo llenaban todo. Tenían hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar un concilio, presidido por un tal Nicetas, que se decía papa, venido de Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera más o menos solapada, les favorecían. Su aspecto exterior era de lo más austero: vestían de negro, practicaban la continencia absoluta y se abstenían de carnes y lacticinios. Negaban todos los dogmas católicos, la unicidad de Dios, la redención por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con la afirmación de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religión venía a ser solamente una actitud pesimista frente a la vida, de la cual había que librarse por esa austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban a las muchedumbres.

Desde San Bernardo, sobre todo, se venía luchando contra ellos sin conseguir apenas resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba albigenses, por tener en la ciudad de Albi uno de sus centros principales. Providencialmente la misma primera noche de su estancia en Tolosa tuvo Domingo ocasión de encontrarse cara a cara con uno de ellos, su propio huésped, quedando horrorizado. Le pidió razón de sus errores, y el hereje se defendió como pudo. Y así la noche entera. Hasta que, al fin, el hereje, profundamente impresionado por el amor y la ternura con que le hablaba Domingo, reconoció sus propios errores y abandonó la herejía. A la mañana siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a Dinamarca, donde cumplieron bien su misión, aunque el matrimonio, concertado así por poder o por procurador, no llegó jamás a consumarse, a pesar de un segundo viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales habían descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos, con muchas mayores dificultades para su evangelización, mundo que ya no se borrará jamás de su alma.

Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo más y más los estragos de la herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato..., decidieron quedarse allí. La lucha entre herejes y católicos era sumamente desigual. Pues, además de que los herejes no reparaban en medios, tenían bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina. Por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa, pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares. Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que enseñaba. Para esto se fijaban, sobre todo, en la forma como venían a predicarles los legados pontificios, que solían venir con grande pompa y boato, por creer que lo contrario hacia desmerecer su autoridad.

En el seno de la Iglesia hacía un siglo que se venían haciendo reformas en Cabildos catedrales, como hemos visto, y en Órdenes religiosas, como la de Cluny, la del Cister y otras. Pero estas reformas no siempre lograban, mantenerse en el primer fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a poco de haberse iniciado.

Además, estas comunidades, por mucha perfección que practicasen, vivían separadas del pueblo, mientras que los herejes vivían con el mezcladísimos. Por otra parte, al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la moral, y cree siempre más en las obras que en las palabras. Cuando el obispo de Osma y el subprior llegaron a darse cuenta por completo de la situación, comenzaron a advertir al Papa que no era nada a propósito para combatir a los herejes presentarse como sus legados se presentaban. Entre aquella inmensa corrupción, que lo inundaba todo, comenzaban a sentirse por doquier ansias de verdadera vida evangélica, y se hacía cada vez más claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y corrompido, había que volver al modo de predicar y de vivir que los mismos apóstoles practicaron.

En la primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos legados cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y Domingo, por otra, sobre el sistema a seguir en la lucha contra los herejes. El de Osma renunció a todo su boato episcopal para abrazar con Domingo la vida estrictamente apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaban, renunciando a toda comodidad, caminando, a pie y descalzos, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta, etc., etc. Domingo por ese tiempo ya no quería que le llamasen subprior ni canónigo, sino tan sólo fray Domingo, y su obispo se había adaptado también perfectamente a esta pobreza de vida.

Con estas cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando más y más a favor de los católicos. Los misioneros papales aumentaron notablemente en cantidad y calidad, llevando una vida enteramente apostólica y repartiéndose por toda la región en torno a ciertos centros escogidos. Domingo se quedó en un lugarcito llamado Prulla, cerca de Fangeau, junto a una ermita de la Virgen y algunas pocas viviendas, pero con buenas comunicaciones. Era ya predicador pontificio y delegado del Papa para dar certificados de reconciliación con el sello de toda la Empresa Misional. Este sello contenía solamente la palabra Predicación. Al jefe de la misión, en este caso a Domingo, se le llamaba magíster praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el personal de la misión, en general, era temporero, a los pocos meses comenzaron a cansarse y se fueron a sus abadías, quedando en pie solamente el centro de Prulla, que dirigía y sostenía Domingo. Por este mismo tiempo comenzó Domingo a reunir en Prulla un grupo de damas convertidas de la herejía, a las que él fue dando poco a poco algunas normas y reglas de vida, que más tarde se convirtieron en verdaderas constituciones religiosas, calcadas sobre las mismas de los dominicos. Y habiéndose ido a sus abadías los abades cistercienses que formaban el grupo principal de la misión; habiéndose ido, por otra parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y volver a Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte; habiendo sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran misión, las cosas cambiaron súbitamente, y Domingo, cuando más ayudas necesitaba, se quedó solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuyó al conde de Tolosa, por lo cual éste fue excomulgado, el Papa exoneró a sus súbditos de la obediencia debida y promovió contra él una cruzada, capitaneada por Simón de Montfort, que marca uno de los períodos más sangrientos y difíciles de toda esta época.

Domingo no era partidario de estos procedimientos; para defender la religión no aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina; por lo cual, cuando toda aquella región era el escenario de una guerra de las más sangrientas, él se recluyó en Prulla, para sostener allí, cuando menos, un grupito de compañeros, que ya tenía, y otro grupo mayor de mujeres convertidas, base del convento de monjas que allí se estaba formando. En 1212 quisieron hacerle obispo de Cominges; pero él rehusó humildemente, alegando que no podía abandonar la formación de esta doble comunidad, en edad tan tierna todavía.

En 1213, calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma en Carcasona. En esta ciudad, emporio de la herejía, peligraba hasta la vida de los predicadores; se les escupía, se les tiraba piedras y barro, se les dirigía toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso Domingo tenía a esta ciudad un especial cariño. El obispo le nombró vicario suyo in spiritualibus, es decir, en cuanto a la predicación, al confesonario, a la reconciliación de herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al año siguiente le nombró capellán suyo, es decir párroco en Fangeaux (25 de mayo de 1214). En 1215 el arzobispo Auch, con el voto unánime de sus canónigos, quiso hacerle obispo de Conserans, diócesis sufragánea suya. Domingo vuelve a resistirse con invencible tenacidad.

Estando en Fangeaux una noche en oración, parece haber tenido una revelación especial, de la cual, como es natural, no queda documento fehaciente; queda solamente un monumentito de tiempo posterior llamado Seignadou. Y allí parece haber tenido el Santo cierta visión que le impresionó grandemente. ¿La revelación del rosario? Los santos nunca suelen sacar al público estos secretos. Entrar con más detalles en esto de la fundación del rosario no es cosa nuestra. La tradición, unánime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran multitud de documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda clase, a Santo Domingo atribuye la fundación del rosario.

Desde 1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicación y apostolado, y en plan verdaderamente apostólico. Los testigos del proceso de su canonización nos ofrecen datos abundantísimos. Nunca iba solo, sino con un compañero por lo menos, pues Jesucristo enviaba a sus discípulos a predicar de dos en dos. Solía llevar consigo un bastón con un palito atravesado en lo alto, como empuñadura. Uno de estos bastones se conserva todavía en Bolonia. Ninguna clase de equipaje ni bolsillos ni alforjas, sino tan sólo, en la única túnica remendada y pobrísima con que se cubría, una especie de repliegue sobre el cinturón, en el que llevaba el Evangelio de San Mateo, las Epístolas de San Pablo y una navajita sin punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en puerta le daban. Iba ceñido con una correa, a estilo de los canónigos de San Agustín a que pertenecía.

Caminaba siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le ofreciese en cierta ocasión como guía para conducirle a un lugar desconocido, en que tenía que predicar. Lo llevó por los sitios más malos, llenos de piedras y espinos, de modo que al poco rato Domingo y su compañero llevaban los pies deshechos y ensangrentados. Domingo entonces comenzó a dar gracias a Dios y al guía, porque con aquel sacrificio, decía, era bien seguro que su predicación produciría gran fruto. Y así fue, porque hasta el mismo guía se convirtió.

En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros de viaje. Y cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y cánticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier, para diferenciarles de los herejes, prohibió a los predicadores católicos ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro y sólo se los ponía al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus viajes contra el sol, aun en lo más ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un pueblo con su túnica de lana empapadísima y le invitaban a que, como todos los demás, se acercase al fuego para secarse, él se disculpaba amablemente yéndose a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores, en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como declaran en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de ella tenía otros cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura, una cadena del mismo metal, que no se quitó hasta su muerte. Con cadenillas de hierro también se disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en sus viajes se lo ponían, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho frío. En los conventos ni celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada. Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a sólo pan y agua.

Jamás tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirigían. El camino que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a propósito para emboscadas y asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorría Domingo bien entrada la noche. Un día unos sicarios, comprados por los herejes, le esperaban para matarle. Más providencialmente aquel día no pasó por allí el siervo de Dios. Y, habiéndole encontrado tiempo más tarde, le dijeron qué hubiera hecho de haber caído en sus manos, a lo cual Domingo les respondió: "Os hubiera rogado que no me mataseis de un solo golpe, sino poco a poco, para que fuese más largo mi martirio; que fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis morir así lentamente, hasta desangrarme del todo". ¡Qué grandeza! ¡Que amor a la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!

Dejemos a Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes de abril dos importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo para seguirle, no como los demás discípulos que le acompañaban, sino incorporándose plenamente con él, con un juramento o voto de fidelidad y de obediencia. Uno de ellos, Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres casas en la ciudad de Tolosa, y de aquí salió la primera fundación de dominicos, pues antes del año estaban las tres llenas de gente. El obispo, al aprobarles la fundación, había declarado a Domingo y a sus compañeros vicarios suyos en orden a la predicación, y esto en forma permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces completamente desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir paso a paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea el Papa el que tome una determinación parecida en orden a Domingo y sus compañeros, la Orden de Predicadores quedará fundada. Los compañeros de Domingo eran todos clérigos y vestían, como él, túnica blanca, como los canónigos de San Agustín. Y Domingo se preocupó inmediatamente de buscarles un doctor en teología que les pusiera clase diaria, a fin de prepararles para la predicación. Primero doctores y luego predicadores.

FIN de la PRIMERA PARTE

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