martes, 17 de septiembre de 2019

San Pedro de Arbués


De estirpe acrisolada y noble, según documentan las crónicas, hijo de Antonio y de Sancha, Pedro de Arbués nació en Epila en 1441. Es casi el tiempo de la toma de Nápoles por Alfonso V de Aragón... También cuentan los cronistas que era muchacho precoz en los estudios. Sigue la gramática con tanto provecho, que bien pronto se entrega a la filosofía. Se le sabe puntual en la asistencia a las lecciones. Es, además, asiduo en el seguimiento de la doctrina; brillante y vigoroso en su argumentación; afable con sus camaradas, que todos eran pronto amigos suyos.

Apenas mediadas sus clases en el estudio general, se abrió ante Pedro de Arbués un nuevo horizonte. Llegan a sus oídos los edictos por los cuales se publica como vacante una de las prebendas atribuidas a la Corona de Aragón por el reglamento del Real Colegio de España en Bolonia. La fundación albornociana seduce al joven Pedro. Este explica a sus padres lo que el Colegio representa en el mundo de la cultura: es el archivo de la ciencia, la suma de la buena educación, la cantera de donde se sacan los fundamentos que dan estabilidad a la República. Dudan mucho los padres, que tratan de retenerle cerca de sí, pero al fin ceden: una beca en el colegio de Bolonia es la prueba de que su vástago quiere ser hijo de su propio esfuerzo.

Aunque tengan que lamentar y que sentir la ausencia, al fin lo despidieron. Antonio sabe reconocer el servicio común, y así admite que la marcha de Pedro a Bolonia sirve para difundir el propio saber, para dominar sus propias acciones... Le aconseja que mire siempre a Dios, que sea amigo de los virtuosos, sin esquivar la conversación de los menos ajustados. Le tranquiliza saber que el modo de vivir de los colegiales es el de una verdadera comunidad seglar, donde se sigue una auténtica observancia religiosa. En ella quiere Antonio que Pedro sea devoto sin superstición, y practicante sin hipocresía; que condene la obscenidad y la indignidad antes con el semblante que con la boca.

Así, presentado por el arzobispo de Zaragoza, tal como exigen los viejos estatutos, y justificando ser de linaje limpio, sin antecedentes de conversos, judíos, moros, herejes ni reconciliados; como hijo legítimo, mayor de edad y con estudios superiores, es admitido al fin en el colegio de Bolonia. Allá se encuentra en el ambiente que apetecía. Sus compañeros son exactamente lo que deseaba. Entre ellos figura quien será luego su confesor, Martín García, bien pronto obispo de Barcelona.

Maestro en filosofía y en teología en 1468, alcanza la láurea en 1473, y el diploma firmado el 27 de diciembre subraya las calidades de su mente; llena de virtudes, especialmente levantada por el magisterio. No menos descuella en su personal trato. Cumplió perfectamente lo que su padre le aconsejara. Quienes le conocieron —y declararon en el proceso de su beatificación—, le evocan de una manera tan firme, que todavía trasciende en sus relaciones la huella de su paso como una ola de olor de santidad. Así, recuerdan que este hombre, tan alto en las ciencias, era tan humilde en la vida, que no quiso que los criados barriesen su aposento, ejercitándose él mismo en tales quehaceres.

Desde Italia volvió a su Aragón nativo, y pronto le encontramos en la comunidad de canónigos regulares de la santa iglesia catedral de Zaragoza. Elegido en el otoño de 1474, profesó como canónigo regular el 9 de febrero de 1476. Dentro del cabildo fue ejemplo de clérigos, como había sido en Bolonia ejemplo de estudiantes. No sólo acudía, sin excusa ninguna aún cuando podía tenerla, a las horas del coro, sino que disponía de sus propias rentas para distribuirlas entre los pobres. Muy pronto también el cielo lo quiso distinguir de una manera muy particular. El iba a ser, entre nosotros, un nuevo Tomás de Cantorbery.

Ya en este tiempo se había conseguido la unidad de España, y bajo el cetro de los Reyes Católicos se buscaba la unidad en la fe, creándose la Santa Inquisición. En la nueva forma de este alto oficio, la Inquisición es establecida en Aragón en 1484. No se encuentra persona más indicada para regirla que Pedro de Arbués. Juntamente con el dominico fray Gaspar Inglar de Benabarre, Pedro tiene que cargar sobre sus hombros la tarea de establecer este nuevo organismo. En principio rehusó, juzgándose incapaz, pero no tiene más remedio que acceder al nombramiento, porque no se ve persona más preparada. Pero era muy conocido como estudioso; nadie como él podía distinguir las herejías y calificarlas revisando los libros de los concilios y repasando los antiguos índices.

Apenas designado, reúne a un grupo de escogidos oficiales, y les expone el quehacer que pesa sobre ellos. Van a guardar la ciudad como centinelas, van a vigilar el rebaño como pastores; tienen que realizar la parábola de la separación de la cizaña del trigo. El fruto colmado de la fidelidad no puede destruirse por la obstinación de los falsos conversos. Convoca a las autoridades en la iglesia de San Salvador, y recibe el juramento público del justicia Juan de Lanuza. Hace difundir edictos generales que obliguen a revelar delitos y a denunciar delincuentes. Mas asegura que es preciso unir a la justicia la misericordia, y considera que toda pena debe ser un cauterio. Aquel mismo año de 1484 se empiezan a celebrar los autos de fe. En los meses de mayo y junio fueron castigados muchos herejes y falsos conversos, aprovechando Pedro la oportunidad para predicar con toda claridad, con vehemencia.

La empresa no pudo desarrollarse pacíficamente. Los numerosos judaizantes influyentes iniciaron alteraciones so pretexto del quebrantamiento de los fueros. Se enviaron embajadas a la Corte, entonces en Córdoba, y a la Santa Sede romana. Al Pontífice se le señalaban reservas de carácter teológico; a los reyes se les proponían socorros en dinero para las luchas contra los musulmanes. No obteniendo éxito con sus propuestas, empezaban a conspirar, reuniendo conciliábulos. En uno de ellos, en la casa de un gran letrado y bajo la presidencia de un rabino, se acordó acabar con el inquisidor, utilizando, incluso, el acero. Así, en efecto, fue, porque muy pronto la reja de la casa de Pedro de Arbués, en la calle del Prior, apareció en un primer intento rota, sin que el escalo acabase en asalto y muerte.

Pensóse luego esperar una oportunidad. Precisamente porque Pedro era muy cumplidor de sus deberes como canónigo, y porque, a pesar de estar exento por la función que ejercía, acudía al rezo de los maitines, parecía conveniente utilizar esta ocasión, aguardando la noche. Una noche en que, según cuenta Antonio Agustín, la famosa campana de Velilla sonó, y sonó tan fuerte que hizo pedazos la cuerda de su lengüeta. Era el miércoles 14 de septiembre de 1485, día en que se había celebrado el triunfo de la Santa Cruz. Mientras Pedro, con una linterna en la mano, acudía a la catedral, estaban allí apostados los sicarios de la judería, entrados unos por la puerta principal y otros por la puerta de la prebostía.

El inquisidor pasó del claustro a la iglesia, se encaminó hacia el coro y quedó arrodillado un momento al pie del púlpito de la izquierda; arrimado a una columna, rezando ante el Santísimo. En aquel momento se vio acometido por una gran cuchillada en la espalda, una estocada en el brazo y un puñal lanzado bajo la cabeza. Pedro se derrumba sobre el suelo, mientras dice: "Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa fe".

Los cronistas cuentan que la impresión de los asesinos fue tal, que desfallecieron seguidamente. Dicen también que en aquel instante el coro cantaba el invitatorio contra la pérfida obstinación judía, y que los canónigos que acudieron a las voces se encontraron tan perplejos que tardaron en ayudar al herido llevándole a curar. De la iglesia pasó a la sacristía, y de allí a la casa.

La ciudad entera se alteró. El arzobispo tuvo que recorrer las calles a caballo, para tranquilizar los ánimos. Se tomaron las medidas judiciales y policíacas convenientes, y muchas gentes —importantes apellidos que sonaban y que sonaron como cristianos nuevos— se vieron complicadas.

Dos días estuvo moribundo Pedro de Arbués; dos días que pasó balbuceando jaculatorias. Al fin, en la medianoche del viernes 16 de septiembre, entregó su alma a Dios. Le asistía un médico catalán, que le decía: Magister, vos anireu prest al cel (iréis pronto al cielo). Laetatas sum in his, respondió Pedro. Deseaba, en efecto, morir para acercarse a Dios, al que había querido servir siempre.

Las gentes empezaron a acudir al lugar santificado por la sangre del mártir, y ésta, como milagro que demostraba las virtudes de Pedro, se refrescaba y hervía como si acabara de derramarse. En el momento en que la catedral se vestía de luto, preparado el entierro, el lugar donde quedó sangre de Pedro fue cubierto con una alfombra, y fray Diego Morillo cuenta que todavía doce días después, al quitar esa alfombra, quedaba tal cantidad de sangre que se empaparon varios lienzos, que fueron conservados religiosamente.

Mosén Blasco Gálvez da testimonio de una aparición que poco después tuvo. Pedro se le presenta entre celestes resplandores, advirtiendo proféticamente futuros sucesos y permanentes urgencias: le pide que Fernando el Católico continúe la conquista de Granada, y que mantenga el Santo Oficio, pues estas dos empresas le darán la vida eterna.

Eran los tiempos de la batalla de Lucena y del pacto de Córdoba con Boabdil. Zaragoza veía repetirse el ejemplo del santo obispo de Cantorbery, de aquel Tomás Becket, asesinado —también en la catedral— trescientos años antes. El colegio de España en Bolonia, fundación del cardenal Albornoz, tenía así un Santo ya, apenas a los cien años de ser erigido. ¡Buena lección de lo que podía lograrse bajo su estrella!

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