viernes, 31 de agosto de 2018

San Nicodemo Discípulo de Jesús

Su nombre es de origen griego y puede traducirse como «victoria del pueblo». Es un notable fariseo, miembro del Sanedrín y doctor en Israel. Es, sin duda, uno de aquellos discípulos anónimos que se dejaron impresionar por la fascinación que Jesús debía de suscitar en su entorno.

Hay un par de frases en el Evangelio de Juan que nos llevan a pensar en el proceso espiritual que debió de seguir Nicodemo. Por una parte, sabemos que las gentes se extrañaban de que nadie detuviera a Jesús, por lo que se preguntaban si los magistrados habrían empezado a creer en él (cf. Jn 7, 26). Más adelante, se dice explícitamente que muchos de los magistrados creyeron en él, aunque no lo confesaban por temor a los fariseos (Jn 12, 42).

EL MAESTRO QUE BUSCA

De hecho, el Evangelio nos dice que Nicodemo se acercó hasta Jesús en el silencio de la noche. Su saludo inicial es ya significativo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él» (Jn 3, 2). Jesús no negó la grandeza y autoridad que se le atribuía. Pero su respuesta trasciende inmediatamente el plano desde el que se le hacía aquella interpelación. Con el tono solemne de las grandes declaraciones, Jesús anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento para poder tener parte en el Reino de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El texto griego parece decididamente ambiguo. La expresión «nacer de lo alto» podría también entenderse como «nacer de nuevo». Y así parece entenderla Nicodemo. Pero esa condición le parece imposible.

En los relatos de vocación es muy frecuente que la persona llamada por Dios oponga una cierta resistencia ante el misterio de lo inefable. Así hace también Nicodemo al preguntar: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3, 4). La segunda respuesta de Jesús emplea el mismo tono solemne de la anterior: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5).

Debió de soplar un vientecillo que removió la estera que cerraba la entrada. El detalle no pasó inadvertido a Jesús. La imagen del viento le recordaba la presencia del Espíritu. Las dos realidades se nombraban del mismo modo. Así continuó Jesús: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Ante la segunda explicación, Nicodemo quedó más perplejo que ante la primera. En ese momento, el texto evangélico contrapone los títulos que se otorgan los personajes. Nicodemo había saludado a Jesús con el título de «maestro». Ahora es Jesús quien le devuelve interrogante el mismo título de honor: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas?» (Jn 3, 10).

Por tercera vez la revelación de Jesús es ritmada por la misma fórmula solemne: «En verdad, en verdad te digo: nosotr ^t,'amos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 11-13). Nos encontramos con la antítesis de los «saberes». Así comenzaba el saludo inicial de Nicodemo: «Sabemos que has venido de Dios como maestro».

Las categorías de la bajada y la subida introducen el recuerdo de la serpiente que Moisés levantó en el desierto. Los que la miraban quedaban libres de las mordeduras de las serpientes (Nm 21, 4-9). Ya el libro de la Sabiduría desmitificaba aquella imagen. No era la fuerza mágica de aquel talismán lo que curaba: era la fe en el Dios que guiaba por el camino (cf. Sb 16, 6-7). Nadie hubiera osado comparar a Jesús con la serpiente de bronce si él mismo no se hubiera apropiado de la imagen: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna (Jn 3, 14-15). También ahora, como en los tiempos exodales del desierto, es la fe la que salva: la fe en Jesús, el maestro enviado por Dios. Por él ha venido la vida. Por él se llega a la vida. Por él, levantado en la cruz y exaltado con gloria.

De todas formas, la vida no se alcanza por las propias fuerzas. Es un don de Dios, que se recibe en gratuidad, porque nace de la gratuidad del amor de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios' (Jn 3, 16-18). Éste es el núcleo de la revelación de Jesús: Dios ama al mundo. El hombre que era reconocido como maestro es mucho más que eso: es el Hijo de Dios. Por la fe en él se llega a la vida. La fe en el Hijo del hombre y la fe en el Hijo unigénito de Dios.

El juicio final, esperado por unos y temido por otros, comienza ya por la aceptación o el rechazo del Hijo de Dios. Él no ha venido para alzarse como salvador político-social, al modo de los antiguos «jueces» de Israel. Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino para ofrecerle la salvación. El juicio sobre el mundo se lleva a cabo en la aceptación o el rechazo de la luz. El Maestro descubierto por Nicodemo no sólo utiliza una luz en la noche, sino que él mismo es la luz. Su aceptación o rechazo se constituyen en la clave de la salvación: ,'El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19-21).

EL TESTIGO

Nicodemo aparece otras dos veces en el Evangelio. La primera de ellas es en verdad significativa. Con motivo de la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan prender a Jesús. Los enviados no se atreven a detenerlo a causa de la majestad de su figura y el encanto de sus palabras.

Las autoridades se inquietan y maldicen a aquellas gentes que no entienden la Ley. Pero he aquí que por un curioso paralelismo, la Ley es invocada para salvar al Salvador. Nicodemo les hace observar que la Ley de Moisés prohíbe condenar a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace (Jn 7, 51).

La frase de Nicodemo parece llena de sentido. No trata solamente de introducir un poco de sensatez en las intenciones apresuradas de sus compañeros, que ya no sería poco. Pero esa frase del fariseo se levanta también a lo largo de los tiempos como una señal para el itinerario de la fe. Es una advertencia perenne para los que condenan a Jesús y su mensaje sin haberlo oído y sin haberlo puesto en práctica.

La observación de Nicodemo le mereció un desprecio y una sospecha por parte de sus colegas: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7, 52). No, no era galileo, pero eso no le impedía aceptar la luz, viniera de donde viniera.

EL AMIGO

Nicodemo vuelve a aparecer fugazmente cuando los otros discípulos han desaparecido. Se presenta inmediatamente después de la muerte de Jesús.

José de Arimatea se había atrevido a pedir a Pilato una autorización para retirar de la cruz el cuerpo de Jesús. Nicodemo llegó con su fe convertida en ofrenda funeraria para quien le había abierto el camino de la vida. Aportó para el sepelio del Maestro unas cien libras de mirra y áloe. Tras la evocación de las sustancias vegetales olorosas, se esconde tal vez una alusión al carácter regio de Jesús. En el epitalamio del rey cantado en los salmos, sus vestidos olían a mirra, áloe y casia (cf. Sal 45, 9). Con esos perfumes parecía anunciarse la victoria de Jesús sobre la muerte.

Juntos, José de Arimatea y Nicodemo, envolvieron el cuerpo de Jesús en vendas y sudarios y lo depositaron en un sepulcro nuevo (Jn 19, 39). Como ha escrito X. Léon-Dufour: "El anuncio de que una vez elevado de la tierra, Jesús atraería a todos los hombres hacia sí, se cumple en estos dos justos que no pertenecen al círculo de los que se habían declarado en su favor".

Nicodemo es para los cristianos el modelo del que busca la luz en medio de las tinieblas.

Nicodemo es el símbolo del paso de unos saberes eruditos a ese otro saber, donado por Dios, que acepta por la fe la salvación ofrecida por Jesucristo.

Nicodemo es el creyente que vacila y busca, el que se oculta y sale a la luz, el que defiende la verdad y arropa el misterio desnudo del Salvador.

Nicodemo es el discípulo que se mueve entre el miedo y el riesgo, entre la confianza y la osadía, entre la fe y la devoción al amigo.

Nicodemo es el amigo secreto del Señor.

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