viernes, 17 de agosto de 2018

San Jacinto de Cracovia

En 1220, Domingo de Guzmán es el hombre más popular de Roma. Predica, aconseja, comenta las epístolas de San Pablo, resucita muertos y envía órdenes a sus conventos lejanos. De todas partes se le juntan compañeros, y las grandes familias feudales empiezan a temer por sus hijos. Su voz arrastra, su mirada hipnotiza. Este es el momento en que Ives Odrowantz, obispo de Cracovia, se presenta en el Vaticano a pedir la confirmación pontificia. Allí se encuentra con el fundador español. También él se siente subyugado por aquel hombre extraordinario. Conmuévele su virtud, admira su obra y quiere llevarse a su tierra algunos de sus discípulos. Pero si las vocaciones son muchas, no bastan aún para llenar las nuevas fundaciones. En cinco años, Domingo ha levantado cuarenta conventos. No tiene frailes para enviar a Polonia.

Ahora bien: en compañía del obispo habían llegado dos sobrinos suyos, canónigos de su iglesia, Jacinto y Ceslao de Konski. Nacidos en un castillo de Silesia, pertenecían a una familia nobilísima, y estaban destinados a ocupar las más altas dignidades del reino. Ceslao era un hombre de carácter dulce, de inclinaciones hacia la vida solitaria y contemplativa. Jacinto, en cambio, tenía la naturaleza enérgica y ardiente de los magnates que por aquellos días se inmortalizaban resistiendo la avalancha de los tártaros. Su primer biógrafo no se olvida de presentar las piedras preciosas o la flor de un rojo purpúreo que llevaban su mismo nombre, como un símbolo del alma de fuego que ardía en el futuro apóstol de Polonia.

La presencia del maestro Domingo entusiasmó de tal modo a los dos hermanos, que no tardó en decidirles a ingresar en la nueva Orden. Jacinto y Ceslao recibieron el hábito blanco de los Hermanos Predicadores, y con tal ardor se entregaron a la dirección del fundador, que a los tres meses, iniciados ya en la disciplina y en el espíritu de la Orden, hacían la profesión entre las manos mismas del fundador. Los meses contaban por años en aquellos primeros días de entusiasmo organizador. Después Domingo abrazó a sus nuevos discípulos, les dio la bendición y les envió a su tierra. Estaba más contento que nunca. Cerca de aquella tierra estaban los montes Cárpatos, y entre los Cárpatos debían de vivir aquellos cumanos misteriosos cuya evangelización le inquietaba desde su juventud. Su gran sueño, el espejismo que perseguía desde hacía tantos años, y que siempre se alejaba en el horizonte, se realizaría al fin por obra de aquellos discípulos, en cuyos ojos adivinaba el anhelo fulgurante de las grandes impaciencias misioneras.

Ya en su tierra, Jacinto se reveló como un misionero infatigable. Luchaba contra la corrupción, contra la ignorancia y contra la idolatría. Recorría las provincias, dejando a su paso llamaradas de fe y de fervor religioso, reuniendo discípulos y fundando conventos. Sólo una idea le guiaba: ganar almas a Cristo. Austero como su maestro, despreciaba el sueño y la comida. Dormía donde le cogía la noche, con frecuencia a la intemperie y sobre los hielos septentrionales. Su alma era un volcán. Las horas se le pasaban en oración extática, Iluminada muchas veces con maravillosas apariciones. Su luz en los caminos era la Virgen María. Mientras su hermano se dirigía al reino de Bohemia, él se internaba en las regiones heladas del Báltico, se dirigía hacia los confines de Pomerania y evangelizaba las riberas del Oder. Las encinas sagradas caían a su paso; los idólatras destruían sus ídolos y temblaban ante su gesto de taumaturgo. En la península de Gedán, desierta entonces, pidió un lugar para construir un convento. La posición era peligrosa e insana; pero él empezó a construir entre las bulas de todos. Algo más tarde se levantaba allí la gran ciudad de Dantzig.

Inquieto como una llama, Jacinto camina sin cesar; camina siempre a pie, entre bosques y pantanos, cruzando ríos inmensos y llanuras cubiertas de nieve. Va del Oder al Dniéper, del Dniéper al Vístula, del mundo eslavo al mundo escandinavo. Aparece en Suecia y Noruega, y surge de improviso en el corazón de las estepas moscovitas. Cuando él era niño, en los castillos polacos se repetia con terror el nombre de un caudillo famoso, Gengis-Khan, el señor del Asia. La ambición del gran conquistador tártaro parece haber pasado al hijo de los condes de Konski. Pero él busca conquistas más altas y más puras. Él representa al Occidente europeo y católico. Se ha dado cuenta de que en el momento en que él vive no hay más que dos fuerzas en el mundo: Tartaria y Catolicidad, y, con esfuerzos de gigante, lucha para alejar el peligro asiático. Los gengiskhánidas siguen buscando la llave de Europa, pero frente a ellos se yergue este dominico belicoso. Al oriente de Polonia, un príncipe inteligente, Daniel Romanowicz, se esfuerza por restaurar el imperio de Wladimiro el Grande, despedazado por la invasión. Jacinto acude a su lado, logra inclinarle hacia la Iglesia romana y le presenta la corona real en nombre de Inocencio IV. Sigue avanzando por el interior de Rusia, y, con sus, exhortaciones, el gran duque de Moscovia, Yaroslaw, se adhiere a la unidad católica. Desciende luego hacia el Sur, llega hasta el mar Negro, predica en el archipiélago de Grecia, remonta después el curso del Danubio, vuelve a su tierra, y allí su cuerpo se rinde a la fatiga y a la muerte cuando su espíritu suena aún en más lejanas empresas. Muere triste al ver que parte de sus sueños se desmoronan. Se fió de los príncipes rusos y rutenos, sin acordarse de que habían aprendido en la escuela de Bizancio a quebrantar la fe jurada. Kiew, Haliez y Moscú vuelven la espalda a la catolicidad para girar en la órbita asiática. Romanowicz rechaza con arrogancia a los enviados de Alejandro IV, y Neuski, sucesor de Yaroslaw, prefiere rendir vasallaje al Gran Mogol antes que humillarse al poder espiritual de Roma.

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