jueves, 12 de octubre de 2017

Nuestra Señora del PILAR


El crítico sonríe escéptico, el historiador enmudece, el arqueólogo levanta los hombros con un gesto de incertidumbre o de incredulidad. No nos importa. ¿Decís que la tradición a la que está vinculada nuestra devoción no se remonta más allá del siglo XV? ¿Decís que habéis consultado los viejos pergaminos, sin encontrar ni un eco, ni una huella de la leyenda famosa? Os habéis molestado demasiado. Teníais que haber ido allí, a la orilla del Ebro, al templo donde se arrodillaron y rezaron y lloraron nuestros padres; teníais que haber caído de rodillas delante de aquel pilar sagrado, y haber visto el hueco abierto en él por el roce de tantos labios abrasados y humedecidos, y haber llorado también vosotros, y haber sentido el aleteo misterioso de no sé qué palomas invisibles, que se llaman emoción, gracia, consuelo, y que escarban en el alma, para dejar en ella semilla de dulcedumbres divinas. Y al sentir la larga y lejana tempestad de besos apasionados y el murmullo interminable de gritos; de sollozos y de cantos, y el confuso tropel de muchedumbres que se acercan con las frentes iluminadas por la fe, hubierais dicho también con nosotros: «¿Qué importan las observaciones del arqueólogo sobre los pliegues de un manto o el perfil de una imagen, o la actitud de una mano? ¿Qué importa el silencio del historiador, que sale del archivo con los ojos empolvados y llenos de telarañas? Hay una realidad vital que tiene sus raíces en la tierra santa de España; hay un amor perenne que arde en millones de pechos españoles. Eso nos basta.»

Un día, más o menos lejano, María, Madre de los hombres, les dio su cita en aquella fértil llanura zaragozana, consagrada y santificada por la sangre de miles de mártires. En sus ojos brillaba el amor, de sus labios brotaban la gracia y la misericordia, de sus manos fluían las mercedes como una lluvia celestial. Llegaba allí como antes a Caná, y pronunciaba aquellas mismas palabras, inspiradas por un corazón maternal: Vinum non habent. Dales el vino de la alegría, acrecienta en sus almas ese mosto confortante de la fe, pon en sus entrañas el hervir impaciente de las locas esperanzas, porque este pueblo está llamado para los grandes destinos; necesita tesoros inmensos de valor, luces prodigiosas que le guíen por sus caminos inverosímiles... Y las seis ánforas evangélicas se llenaron de nuevo; y España comprendió que al pie de aquel santo pilar había brotado una fuente divina.

Primer hecho: la Virgen María quiso escoger aquel lugar privilegiado de la orilla del Ebro para derramar desde él sus bendiciones sobre toda España. Segundo hecho: durante siglos, los siglos más grandes de su historia, España ha encontrado en aquel lugar la fuerza y el heroísmo que necesitaba para cumplir su misión providencial. El tercio de Flandes, el capitán de las guerras de Italia, el héroe de la epopeya americana, el rey y el vasallo, el santo y el escritor, han llegado a la famosa basílica para buscar augurios de victorias, certidumbres de éxitos, consuelo en los reveses, alegría en las tristezas, ardor para los difíciles combates de la vida, luz en las oscuridades de la duda, perdón y esperanza en medio de las turbaciones del pecado, aliento en las horas de cansancio y de amargura. Hoy, todavía la fuente sigue manando sus aguas prodigiosas, y el peregrino calmando en ellas su sed de amor y de vida. Tal vez no le es dado ver con sus ojos el amado santuario; pero le tiene grabado en su corazón; día y noche dirige hacia él la mirada de su espíritu; coloca la imagen veneranda en el lugar más honrado de su casa presidiendo las faenas del hogar; la lleva en su cartera, o bajo la blusa, o colgada al cuello; o más dentro todavía, comunicándose con ella por el calor vital del corazón. Y así, prolongándose en millones de reproducciones, en todos los tamaños y en toda clase de metales, llegando hasta el rincón de la última aldea, ese bendito pilar tiene la virtud de agrupar en torno suyo a todos los españoles que no han perdido la fe de sus antepasados. Su nombre ha sonado en todas las pilas bautismales de España, y flota por todos los ámbitos de nuestra tierra, y dondequiera que se reúne un puñado de españoles, allí repercute sonoro, creando maravillas de ilusión y derramando raudales de españolismo. El que haya tocado una vez en su vida con su frente los barrotes de la reja que separa a los fieles del altar de la efigie milagrosa, que allá en el fondo aparece constelada de brillantes; quien haya rozado con mano temblorosa los laureles amontonados allí, al pie del pilar por los capitanes más gloriosos de nuestra patria, comprenderá hasta qué punto puede la Virgen del Pilar despertar nuestro amor patrio, y comunicarnos el noble orgullo de ser españoles y bailar nuestras almas en las ondas hirvientes y purificaderas de la fe más pura y de una gloria eminentemente nacional.

Hay otro hecho todavía. Muchos le llamarán casualidad, pero la casualidad no existe para los creyentes. Allá en las verdes llanuras de un mar que nadie ha domado todavía, danzan tres carabelas al vaivén iracundo de las olas. Otras olas de inquietudes y zozobras agitan los corazones de los navegantes. Los noventa héroes que acompañan a Colón empiezan a dudar frente a las inmensidades del Atlántico misterioso. Han recorrido más de setecientas cincuenta leguas; han visto monstruos disformes en el mar, y en el cielo han descubierto fenómenos que nunca habían experimentado los hombres. Un entusiasmo heroico les ha llevado a la extraña aventura; y he aquí que empiezan a vacilar. Llevan setenta días de navegación, los corazones desmayan, decrece la ilusión y los sueños se alejan.

—¿Qué os parece?—pregunta el almirante al capitán de la Pinta—. Hemos andado mucho y no encontramos tierra alguna.

—Señor—responde Martín Alonso—, estamos aquí para servir a Dios y a la reina. No podemos volver hasta que encontremos tierra.

—Estos hombres me inquietan—replica Cristóbal Colón, aludiendo a los marinos de la Santa María.

—Aquí todo el mundo obedece—añade Pinzón—; si ahí no pasa otro tanto, colgad media docena o echadlos al agua. ¡Antes morir que volver!

Esto era el 7 de octubre. Las tres carabelas siguieron su marcha hacia Occidente. Y hubo de pronto una gran bonanza. El 8 tuvieron el mar claro y sosegado como el río de Sevilla, y los aires dulces y olorosos como en el mes de abril. El 9 toda la noche oyeron volar pájaros. El 10 se vieron pasar grajos y papagayos. En la noche del 11 se aumentan los indicios. Es una noche de luna, clara y llena, como sonrisa de un genio protector, alentando a los marineros. En el aire y en el agua flota un ambiente de calma. Los capitanes velan, los pilotos acortan la marcha. De repente suena en la Pinta un tiro de bombarda, y tras él una voz que grita: «¡Tierra! ¡Tierra!» No era un espejismo, como otras veces durante aquella memorable navegación. Poco después, los noventa hombres, en pie sobre el puente de las naos, con los corazones agitados por la violenta emoción, veían, al fulgor de la luna y del amanecer, la lengua blanca de arena del primer suelo americano.

En aquella misma hora allá en la lejana España, los campanillos de los conventos llamaban al rezo de los maitines de Nuestra Señora, y durante todo aquel día, el día del desembarco y del descubrimiento, la Iglesia española rezaba de esta manera: «Oh Dios omnipotente y eterno que por la Madre gloriosísima de tu Hijo nos has preparado maravillosamente una ayuda celestial, concédenos que aquella a quien veneramos piadosamente con el título del Pilar nos ayude sin cesar con su protección.»

Y el día de la Virgen del Pilar es también el de la Fiesta de la Raza.

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