domingo, 15 de octubre de 2017

Homilía



Con la imagen de “un banquete de manjares suculentos y vinos de solera” (Isaías 25, 6), el profeta Isaías introduce el anuncio de la salvación de Dios a todos los pueblos.

El banquete de boda, símbolo de la unión entre Dios y su Pueblo, ocupaba un lugar privilegiado en la sociedad judía.

Era un paréntesis de alegría en la larga mediocridad de su vida, pues los impuestos al rey, al templo y a las fuerzas de ocupación de los imperios vecinos, apenas daban para sobrevivir.

Los campesinos, pastores y pescadores, que formaban la mayoría de la población, se alimentaban de legumbres y algún que otro pez.

La boda significaba para ellos un alto en el camino para gustar de manjares que estaban vedados por su alto precio, de vinos de calidad, y disfrutar de la alegría de una fiesta, que permanecía viva en su recuerdo.

Isaías conoce los padecimientos del pueblo y sus aspiraciones más profundas.

Por eso trata de inocular la esperanza y el gozo en sus corazones, presentando a Dios como su máximo protector, con cuya presencia “aniquilará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones” (Isaías).

Decididamente Dios no es un aguafiestas que viene a enturbiar la alegría humana.

Al contrario: “enjugará las lágrimas de todos los rostros y el oprobio de su pueblo”

Esta alegría le hace exclamar al salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Salmo)

Y San Pablo -segunda lectura- se regocija al comunicar a los fieles de Filipos que “Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús” (Filipenses 4)


Jesús, a través de la parábola de los convidados al banquete, quiere dejar muy claro que la generosidad de Dios al invitar a todos a la boda de su Hijo no tiene límites.

Nadie queda excluido de la fiesta.

La parábola guarda similitud con la de los trabajadores de la viña, pues, en ambas, es Dios el que sale en persona o por medio de sus criados, durante las distintas horas del día, para invitar a cuantos encuentran.

Las excusas que ponen los invitados al banquete -en clara alusión al pueblo de la alianza como primer destinatarios de la salvación de Dios- y la actitud violenta de algunos al denegar la invitación, reflejan la experiencia vivida por Jesús con los dignatarios de su pueblo, que le rechazan como Mesías de Dios.

Dios nos invita a participar, gozar y celebrar el banquete de boda de su Hijo, Jesús, el esposo en cuyo honor no guardan ayuno los amigos, porque la alegría de la fiesta es una premonición de otro banquete más importante, el que nos tiene preparado en su Reino.

Hemos de consignar un detalle, que no pasa inadvertido en el evangelio: la invitación se dirige ahora, en este momento y a mí. La respuesta no admite demora, porque el banquete está preparado y los ricos manjares no deben estropearse por mi causa.

Ninguna preocupación mundana me debe despistar de este tiempo oportuno en el que se me ofrece la salvación.


Por otro lado, no basta con aceptar la invitación, sino que hemos de acudir a la fiesta de forma digna haciendo honor al anfitrión.

Esto quiere decir que la invitación a la salvación, aunque se dirige a todos gratuitamente, no es un cheque en blanco para vagos, egoístas y desaprensivos.

Si no quiero ser echado del banquete, debo poner las diligencias debidas para presentarme ante el Señor y ser reconocido por Él.

Esto requiere tirar los harapos del corazón, lavarme con el agua de la conversión, secarme con el calor del Espíritu, perfumarme con el aroma de su perdón y vestirme con la ropa nueva de fiesta, la fiesta de su gracia vivificadora.


Había salido yo, mendigo de puerta en puerta, por el camino de la ciudad cuando, de un recodo, surgió tu carroza de oro semejante a un sueño matinal.

Mi alma se inclinó de asombro ante quien parecía el Rey de todos los reyes mis esperanzas se alzaron y pensé: he aquí que ha llegado el fin de los días tristes; y ya me alistaba a recoger las ricas limosnas esparcidas en el polvo.

La carroza se detuvo frente a mí.

Tu mirada cayó sobre mi pobreza y, sonriendo, descendiste al camino.

Yo sentí que había llegado la grande y única oportunidad de mi vida.

Entonces, tendiéndome tu mano derecha, dijiste: "¿Que tienes para darme?"

¡Oh!, ¿qué regia burla era ésta de tenderle la mano a un mendigo para mendigar?

Quedé un instante confuso y perplejo; luego, lentamente, saqué de mi alforja un grano de trigo y te lo di.

Pero cuál sería mi sorpresa cuando, por la tarde, al vaciar mi saco en el suelo, encontré un granito de oro entre mis pobres granos.

Lloré amargamente y me lamenté de la sordidez de mi corazón que no supo darte cuanto poseía.


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