viernes, 22 de septiembre de 2017

San Ignacio de Santhià

Ingresó en la Orden capuchina a la edad de 30 años, siendo ya sacerdote, para vivir la alegría de la obediencia. Destacó por su celo y asiduidad en la administración del sacramento de la penitencia y en la dirección de las almas, y por su sabiduría y prudencia en la formación de los novicios. Lo beatificó Pablo VI en 1966.

Cuando don Lorenzo Mauricio Belvisotti, a principios de mayo de 1716, se presentó al padre provincial en el convento del Monte, en Turín, para decirle que quería ser capuchino, fue acogido con asombro. Ni allí arriba era un desconocido, ya que tenía fama de buen orador por sus ejercicios y misiones predicados con los padres jesuitas de Vercelli. Tiempo atrás no había aceptado el ofrecimiento de una canonjía en Santhià. Además, era preceptor en la noble familia de los Avogadro de Vercelli, que desde hacía poco tiempo le había nombrado párroco de Casanova Elvo, en donde ejercía el derecho de patronazgo.

¿Qué podría ser lo que le empujara a buscar la soledad de un convento? ¿Acaso un fervor momentáneo o una resolución apresurada debida a cualquier crisis?

El padre provincial estimó conveniente ofrecer al aspirante de 30 años una amplia visión de las dificultades para ingresar en los capuchinos, en un momento precisamente en que las buenas vocaciones eran abundantes y la provincia religiosa alcanzaba el periodo de mayor esplendor, con más de 500 religiosos. ¿Por qué no seguir en la vida de sacerdote secular, en la cual no faltaban ocasiones de hacer el bien?

Por la alegría de obedecer.

El señor Belvisotti no admitió demasiadas palabras y por eso, poniéndose de rodillas, dijo: «Padre, en todo aquello que he hecho hasta ahora tengo la sensación de haber practicado siempre mi voluntad. Una voz interior me está repitiendo que para servir de verdad al Señor debo cumplir su voluntad, debo estar sujeto a la obediencia». Venció.

Hace una visita muy rápida a su parroquia y, sin pasar por Santhià para saludar a sus parientes, se dirige a Chieri, donde el 24 de mayo de 1716 comienza su vida religiosa con el nombre de fray Ignacio de Santhià.

Había nacido, sí, en Santhià, en la diócesis de Vercelli, el 5 de junio de 1686, siendo el cuarto de una familia de siete hijos. Recibió el santo bautismo el mismo día de su nacimiento. Sus padres, Pedro Pablo Belvisotti y María Isabel Balocco, eran de clase acomodada y estaban emparentados con las mejores familias de Santhià y del condado.

Tenía poco más de siete años cuando perdió a su padre. La madre se preocupó de la instrucción y educación de sus hijos acudiendo a un piadoso sacerdote. Aquel jovencito creció en la piedad y maduró su vocación sacerdotal, además de lograr una formación literaria envidiable.

En 1710 termina los estudios teológicos en Vercelli y, al quedar vacante la sede episcopal, consigue del papa Clemente XI un «breve» que le autoriza para recibir de cualquier obispo en comunión con la Santa Sede las órdenes menores y mayores, incluido el sacerdocio.

Al ingresar en la Orden capuchina, después de seis años de fructuoso ministerio sacerdotal, el padre Ignacio no fue comprendido por sus conciudadanos, particularmente por sus parientes. Ello, no obstante, nadie logró arrancarlo del claustro, donde por fin había encontrado la paz.

Padre siempre disponible.

El señor Belvisotti había entrado en los capuchinos buscando humildad y obediencia. Desde el primer día del noviciado y en los 54 años que siguieron, se ejercitó en estas virtudes hasta llegar a ser un modelo.

Recién profeso fue enviado al convento del Saluzzo para dedicarse a tener la iglesia bien ordenada: su principal ocupación, además del trabajo, la centra en la adoración al Santísimo Sacramento.

Cifra su alegría en permanecer en el último lugar, siervo de todos, siempre dispuesto a cualquier insinuación de la obediencia.

De Saluzzo fue trasladado a Chieri, para que aquí fuese ejemplo de los novicios, luego a Turín-Monte y después a Chieri otra vez. Ignacio es el padre disponible, que los superiores pueden manejar a su gusto, haciéndole presente aquí y allá donde se le necesite. Y en esto consiste su verdadera alegría. Su presencia es siempre apreciada y su ejemplo es de edificación a los hermanos religiosos y a los seglares, quienes, a pesar de los muchos años transcurridos, continúan recordando -en Bella, Pinerolo, Avigliana, Ivrea, Chivasso, Mondoví, Chieri y otros lugares- su serenidad, la disponibilidad para cualquier ocupación, sin excluir la de ir a pedir limosna para la comunidad.

Guía de santos y de bribones.

En 1727 el padre Ignacio es reclamado en Turín-Monte, con el encargo en esta ocasión de ser prefecto de sacristía y confesor de seglares, oficio que desempeñará también en los 24 últimos años de su vida. En este ministerio resplandece toda su paternidad y la ciencia aprendida no solamente en los libros, sino delante del crucifijo.

¿Cómo pasaba el día? A medianoche, maitines y meditación con la comunidad. Cierto tiempo antes de comenzar, él ya se encuentra en el coro. Terminado el rezo del oficio divino, permanece algún tiempo en la iglesia para la acción de gracias a Dios en nombre de los penitentes que ha atendido durante el día. Por la mañana, a las cinco, tras piadosa y larga preparación, celebra la santa misa; después la acción de gracias. Acto seguido, ya está a disposición de los penitentes, que en los domingos nunca faltan, y así hasta el mediodía o tal vez más tiempo. En los días laborables, si no acuden fieles para confesarse, ayuda en las misas, muy numerosas en aquel convento de más de 60 sacerdotes, o bien permanece en oración.

Muy pronto la fama del buen director de espíritu atrajo al Monte a religiosos, sacerdotes y fieles deseosos de un guía auténtico en el camino de la santidad y con ellos también subían pecadores empedernidos y jóvenes libertinos, todos en busca de perdón. Él los acoge con la mayor caridad, ya que considera a los pecadores los hijos más enfermos y por eso mismo más necesitados de misericordia. Se le llama «el padre de los pecadores y de los desesperados».

Un día, mientras estaba recogiendo leña en la selva del Monte, acompañando a los clérigos estudiantes, oyó que uno de ellos tuvo esta salida: «Con toda esta leña se puede hacer una hoguera tan grande, que serviría para quemar a un ejército de pecadores». El padre Ignacio se molestó y con tono de dulce reproche, exclamó: «Pero, hermano, ¿dónde está la caridad? Eso no es el espíritu de Jesús... Hemos de tener espíritu de caridad, de mansedumbre, de paciencia. ¡Es necesario compadecerse de los pecadores, pedir a Dios que los convierta y los salve, no que los queme!» En la conferencia de la tarde a los clérigos, pensó que era su deber recordar el amor a los pecadores.

Guía de la juventud.

Al principio de septiembre de 1731, el padre Ignacio era destinado al convento de Mondoví con el cargo de vicario y maestro de novicios, y allá marchó con la fama de ser guía docto y sabio. En efecto, un religioso escribía a un aspirante enviado a aquel noviciado: «Me lleno de alegría con usted por suerte tan hermosa; va usted bajo la dirección de uno que sabe y obra como verdadero maestro. Para mí es un santo religioso».

Su fama se extendió en seguida entre la gente de la ciudad, de tal manera que los jóvenes que asistían a las escuelas superiores escogieron el convento como meta de su paseo, diciendo: «¡Vamos a ver al famoso santo!» Justamente debido a estas visitas, un sacerdote estudiante decidió entrar en el noviciado y llegó a ser un santo religioso. Él fue precisamente el último superior del beato: era el padre Hermenegildo de Villafranca Piamonte.

El padre Ignacio permaneció 14 años en la dirección del noviciado de Mondoví. Este era su único ideal: hacer de los jóvenes confiados a su dirección unos amantes de Dios y unos verdaderos obedientes.

Acerca de su método educativo se podría escribir un buen tratado de pedagogía franciscana. Tendríamos la base en los numerosos y detallados testimonios de sus alumnos y otros hermanos religiosos, unánimes en afirmar su envidiable preparación en este delicado sector.

Apoyó su pedagogía en estos dos pilares: amar divinamente e ir por delante con el ejemplo.

No era un sentimentalista, ni un afeminado, ya que sabía adiestrar a los jóvenes para la lucha, para la mortificación, la penitencia y, al mismo tiempo, instruía, corregía y daba ánimos con un cuidado tan exquisito y con palabras tan amorosas, que el áspero camino se convertía en dulce.

Desde el primer día quiso ser para los novicios no sólo el guía, sino también el modelo viviente, sabiendo que el joven se deja convencer mucho más por los hechos que por los razonamientos. Insistía sobre la necesidad de observar la Regla para ser buenos religiosos. Bastaba seguirle en sus actos de cada día para comprender la importancia de las advertencias.

Quería que los jóvenes le hicieran notar las faltas en las cuales él mismo podía incurrir, y se lo agradecía con humildad. Todo esto hacía que los novicios aceptasen bien las oportunas correcciones.

Mirar a Cristo.

Como san Francisco, el padre Ignacio pretendía que el ideal supremo de vida fuese Cristo. En sus diarias conferencias, intencionadamente apelaba a las virtudes predilectas de Francisco: la pobreza absoluta de Belén; la abnegación total del Calvario; la desbordada caridad del Tabernáculo.

Preparaba a los jóvenes para la Navidad con una devota novena, durante la cual todas las tardes resaltaba la benignidad, la humildad y la pobreza del niño Jesús. Quería, sobre todo, que la Navidad fuese una fiesta llena de luz, de cantos y de alegría.

Inculcaba que fueran constantes las miradas a Cristo crucificado, recordando que la vida franciscana debe ser una vida de crucifixión.

Jesús Sacramentado era para él polo central y se esforzaba en hacer sentir a los novicios los mismos atractivos, a fin de que la eucaristía fuera escuela de amor a Dios y a los hermanos.

Su celda estaba abierta a cualquier hora del día o de la noche para los novicios necesitados de consejo o de un coloquio para superar una prueba o para esclarecer alguna duda. Y de allí salían los novicios tranquilizados.

A éstos les atendía uno a uno, quería conocerles hasta el fondo, poseer la llave de su corazón, para poder guiarles, corregirles, formarles.

Ha testificado un antiguo novicio suyo, que vivió y murió como santo, el padre Jacinto de Pinerolo: «Me edificaba el modo como el padre Ignacio nos mandaba... Con alguno trataba seriamente y con otros prevalecía la suavidad, acompañando siempre a todos, al débil y al fuerte, con el condimento de las buenas palabras».

Y el autor de esta manifestación confiesa inocentemente que sólo debido a tan consumado maestro pudo perseverar en la vida capuchina.

Las «florecillas» del noviciado.

En el bochorno del verano, a un novicio que le pidió permiso para ir a beber un poco de agua, rápidamente le responde: «¡Vaya!» Y al punto le detiene: «Ah, dígame, ¿qué santo es hoy?» (era el 10 de agosto de 1741). «San Lorenzo», responde el novicio. «¡Qué manera de abrasarse en aquellas parrillas!, y ¡sin un sorbo de agua!... No obstante, ¡puede ir a beber!» El novicio comprende el diálogo y marcha al sol antes que al pozo para encontrar más alegría con san Lorenzo.

Apenas ha terminado la vestición de un joven, se apresta el padre Ignacio a dar el primer tijeretazo al vanidoso peinado a fin de transformarlo en tonsura franciscana. Entonces pregunta al novicio a quemarropa qué le dice el corazón. A la respuesta de «¡Bien!», le indica que vaya al sagrario a orar y por tres veces le repite la pregunta y le envía ante el altar para que comprenda que toda decisión debe brotar del contacto con Dios y después de fervorosa oración.

A dos novicios que no habían guardado la debida compostura en el coro, les hace estar sentados durante las vísperas que la comunidad rezaba de pie.

Otro novicio, muy ansioso él de aprovechar cualquier ocasión para salir del convento, tiene que esperar más de una hora en la portería, con su magnífico manto y en disposición de acompañar a un padre a la ciudad, quien, naturalmente, nunca aparece.

Hay un novicio que tiene pánico a la muerte y a los muertos, tanto es así que trata de evitar constantemente, sobre todo en la oscuridad, el pasar cerca del panteón de los hermanos que había en la iglesia. A éste le recomienda frecuentemente al anochecer que vaya a rezar una oración justamente allí para que aprenda que al convento se viene a prepararse para vivir bien y también a aprender a morir bien.

Son numerosos los hechos caracterizados por el sabor de auténticas «florecillas» y por eso unas pocas páginas no bastan ni para enunciarlos.

Destaquemos lo más significativo, y es que los 121 religiosos que profesaron, instruidos por él, aprendieron bien sus preciosas lecciones y las tradujeron a la realidad de la vida con generosidad y simplicidad encantadoras. Como él, fueron también religiosos de profunda vida interior y de obediencia.

Ofrecimiento heroico.

Después de 14 años, la vida del padre Ignacio toma otro cariz. Entre sus primeros novicios había tenido un sacerdote secular, que después de la profesión religiosa, marchó como misionero al Congo: era el padre Bernardino de Vezza. Justamente cuando su labor misionera iba de maravilla, le atacó una grave enfermedad a los ojos. Quedó ciego de uno y el otro se le estaba debilitando día tras día. Acordándose de su maestro, que ya en el noviciado había logrado curarle de otra grave enfermedad, le escribe una afligida carta pidiéndole oraciones.

El padre Ignacio se conmueve y, repleto de generosidad, marcha al sagrario a presentar su heroico ofrecimiento: «Señor, si a vos os place que el mal de este hijo mío pase a mí, hazlo...». Se levantó y subió a responder al padre Bernardino con una carta llena de esperanza, asegurándole haberle encomendado al Señor.

El efecto del ofrecimiento llegó al misionero mucho antes que la carta del padre Ignacio y fue instantáneo. El ojo ciego recobró de improviso la vista y el otro empezó a curar rápidamente. Cuando, al fin, le llegó la carta, el misionero pudo constatar que su curación había coincidido con la oración hecha por su maestro. Pero ignoró hasta mucho tiempo después, que el padre Ignacio al mismo tiempo había experimentado que sus ojos se orlaban de sangre, le dolían y no le servían casi para nada.

Sus hermanos religiosos y los médicos no acertaban a explicarse aquella enfermedad. Se le aplicaron varios remedios dolorosísimos, entre los cuales unos botones de fuego en la nuca, cambio de aire y... tabaco en polvo o rapé.

Así las cosas, concluyendo ya el año 1744, el padre Ignacio tuvo que ir a Turín para fuertes tratamientos y aquello fue el adiós al noviciado.

Pensaba ahora que tenía que prepararse para la muerte y vivir desapercibido. Dios, sin embargo, tenía otros designios para él. Con curas adecuadas, la vista mejoró. No consiguió la normalidad, ya que le dolieron los ojos durante toda su vida, pero pudo todavía ser útil a los hermanos en religión y a los seglares.

Capellán militar.

El Piamonte estaba a la sazón en llamas, invadido por los ejércitos franco-hispanos. Estos franquearon las primeras defensas e irrumpieron en la llanura padana (valle del Po). Los capuchinos fueron llamados por el rey Carlos Manuel III para socorrer a los soldados heridos y enfermos, diseminados por varios hospitales. El padre Ignacio, cuando todavía era maestro de novicios en Mondoví, había prestado durante meses, algunas horas al día, asistencia a un grupo de prisioneros alemanes, algunos de ellos enfermos. Se reclamaba su presencia para ser capellán jefe, y durante dos años, incansable siempre, pasó días y noches con heridos y contagiados, sirviendo, consolando, preparando a los moribundos para el supremo paso, con una caridad y solicitud que sólo una madre le hubiera imitado. Estuvo en Asti, en Vinovo, en Alessandria, dando en todas partes ejemplo de caridad, de incansable actividad y al mismo tiempo de piedad.

Bastantes de sus hermanos cayeron víctimas de las epidemias. El padre Ignacio llegó a envidiar su suerte y prosiguió con su total entrega, hasta la primavera de 1746, cuando el horizonte de la guerra cambió y todo el Piamonte fue liberado.

Él pudo entonces volver, por fin, a su convento del Monte, en Turín, y en seguida fue buscado otra vez como consejero, confesor, director espiritual: su destino estuvo marcado para los 24 años de vida que le quedaban. «El bello Paraíso -solía decir- no está hecho para los poltrones. ¡Trabajemos, pues!» Y en realidad que no le faltó trabajo.

Al servicio de todos.

Después de la agitada vida en los campos de batalla y en los hospitales militares, el alma contemplativa del padre Ignacio gozó con el regreso a la paz del claustro: pero no consiguió el reposo, puesto que muy pronto vio su confesonario rodeado de sacerdotes y seglares deseosos de luz y de purificación, sumándose también los hermanos religiosos a quienes enseñaba el camino de la santidad.

Le encargaron de la conferencia semanal a los hermanos no clérigos, luego de la predicación del retiro anual de diez días para los religiosos del Monte. Su palabra era apreciada incluso por sus hermanos de contrastada doctrina. ¿Un comentario a su predicación? Helo aquí: «¡Este padre Ignacio nos mete la cabeza en su partido!»

Fueron memorables sus ejercicios comentando el «Padre nuestro» y otros sobre la soberbia y sobre la humildad. El apoyo en Dios, la confianza en su paternidad, junto al desprecio de sí, eran en general los temas en los que se inspiraba su predicación. Y mantuvo esta orientación durante veinte años.

Gastaba también sus energías atendiendo a los enfermos que con frecuencia asediaban la portería del convento para recibir una bendición, un aliento. Hasta un año antes de su muerte, muchas veces a la semana bajaba con un hermano a la ciudad, entraba en las casas de los pobres y en los palacios de los ricos, para confortar, para buscar la caridad de éstos en favor de aquéllos, siempre infatigable y rodeado de fama de hombre santo.

Los pequeños que le veían por las calles de la ciudad, acudían presurosos a saludarle, a besarle la mano o la corona, y él sonreía, les hablaba del Señor y de la Virgen, y les bendecía.

Prelados eminentes, como el cardenal Carlos Victorio Amadeo de Lanze, el arzobispo de Turín Juan Bautista Roero, los príncipes de la casa de Saboya le honraban con su admiración y devoción. Él prefería, sin embargo, la compañía de los humildes y de los pobres, a quienes nunca negaba una palabra para confortarles y una recomendación ante los poderosos.

Siempre en unión con Dios.

A pesar de esta actividad que le sumergía tantas veces en contacto con el mundo, en medio de personas de toda clase, él se mantenía como un contemplativo.

Al andar por las calles de Turín y del Piamonte, desgranaba su rosario y le gustaba hacer acto de presencia, aunque fuera por un breve momento, en las iglesias que encontraba, especialmente en el santuario de la Consolata o en la iglesia de la Annunziata, o en la de los santos Mártires, atraído como una aguja por el imán.

En las horas libres del convento, se recogía en cualquier ángulo de la iglesia desde donde pudiese ver el sagrario y se mantenía allí en afectuosos coloquios con el Señor.

Al agravársele sus males, ya en el último año de su vida, fue necesario llevarle a la enfermería del convento. Entonces, el regalo más espléndido que se le podía hacer era conducirle al coro o a la capilla de la enfermería donde permanecía incluso durante horas.

Los hermanos atribuían a esta continua unión con Dios su inalterable serenidad, manifestada también en los momentos de mayor sufrimiento, a causa de los males que padecía. La unión con Dios le producía, asimismo, inmensa alegría que comunicaba a quienes trataban con él; como también los hechos extraordinarios que florecían tras sus huellas y que pedía multitud de enfermos y afligidos que acudían a él.

Obediencia hasta la muerte.

El padre Ignacio había venido a buscar en el convento obediencia y obediencia quiso practicar hasta el final. «¡Obediencia! ¡Obediencia! -decía a los novicios y a los hermanos durante los ejercicios espirituales-. ¿Qué cosa más grata podemos ofrecer a Dios que nuestra obediencia?» No era una frase sensacionalista, sino la expresión de su convicción y de su vida.

¡Qué alegría le daba y qué paz! Un día, el padre provincial le expone la situación del convento de Chivasso, donde todos los religiosos estaban en cama, atacados de una epidemia que hacía víctimas en toda la región. Todavía no había terminado de hablar y el padre Ignacio se pone en seguida de rodillas para pedirle la bendición a fin de acudir en ayuda de aquellos hermanos. Sin pensar siquiera en subir a la celda, baja al Po, se embarca y después de tres horas ya está en Chivasso dispuesto a prestar todos sus servicios amorosos.

Bastaba que el superior, instado por los apremios de personas que reclamaban la asistencia del padre Ignacio, pidiese con prudencia si le vendría bien bajar a Turín, para que él inmediatamente le dijera: «Padre, no piense en mis achaques, ni en mis años; con la obediencia lo puedo todo». Y así hasta un año antes de su muerte, no obstante su hernia y sus venas varicosas que a veces se le abrían y sus callos en los pies.

En la víspera de una tanda de ejercicio espirituales que tenía que dar a sus hermanos, resbaló y se precipitó hasta el fondo de la escalera. Queda tan magullado que no logra mantenerse de pie. Preocupado el padre superior por el sustituto del predicador, resuelve el padre Ignacio: «Padre guardián, sé cumplir con la obediencia y quiero cumplirla todavía. Que me lleven al coro y predicaré». Le llevan y habla con un entusiasmo nunca visto. Al día siguiente, ya podía él solo bajar al coro.

Después de tantas pruebas de amor a la obediencia, no debe maravillarnos oír al padre guardián, la medianoche del 21 de septiembre de 1770, responder al hermano enfermero que le anuncia que el padre Ignacio, confortado antes con los santos sacramentos, había entrado en la agonía: «Hay tiempo. El padre Ignacio me esperará; ha sido tan obediente en vida que no osará marcharse de nosotros sin la obediencia para el viaje».

Presente ya en la enfermería, el padre superior le dice: «Padre Ignacio, mire, estoy aquí para desearle un buen viaje para la eternidad y debo deseárselo con la fórmula de la santa madre Iglesia». El padre Ignacio hace una señal con la cabeza accediendo. Al término del «proficiscere, anima christiana, de hoc mundo» (sal, alma cristiana, de este mundo), expiró con admirable placidez. Era ya el 22 de septiembre de 1770.

El camino de la gloria.

Apenas había despuntado el alba y ya la noticia del piadoso tránsito del padre Ignacio se había difundido por la ciudad. La voz iba corriendo de boca en boca, hasta llegar incluso a los rincones de la periferia de Turín. «¡Ha muerto el santo del Monte!»

Pronto empezaron a acudir personas de toda clase, sacerdotes, nobles y pueblo para dar el saludo de despedida a quien durante tantos años les había edificado y beneficiado. Se agolpó tanta gente aquel día, que el padre guardián, temeroso de que hubiera confusión y tumultos para el día siguiente, ordenó la sepultura muy temprano todavía, cuando las puertas de la ciudad estaban aún cerradas y solamente los habitantes de Borgo Po se hallaban presentes.

Cuando la gente de la ciudad se congregó en la explanada del convento y se enteró de que el sepelio se había realizado ya, se llenó de consternación. La mayor parte, sin embargo, entró en la iglesia para rezar y pedir una reliquia.

Un testigo presencial pudo escribir que, por las aclamaciones y el llanto de ternura, aquellos días, de por sí fúnebres, se transformaron en una devota solemnidad.

Seis años después, por deseo del clero, de los hermanos religiosos, del pueblo y de la casa de Saboya se iniciaron en la curia episcopal de Turín los procesos sobre la fama de santidad, vida, virtudes y milagros del siervo de Dios. En 1782 la causa fue introducida en la Santa Sede, que ordenó los procesos apostólicos. El 19 de marzo de 1827 León XII declaró solemnemente la heroicidad de las virtudes del padre Ignacio. Finalmente, después de la aprobación de dos milagros, el 17 de abril de 1966, Pablo VI procedía a la solemne beatificación.

En ese día el Papa definía al padre Ignacio como un verdadero franciscano, un auténtico capuchino, que no destaca por la singularidad y los fenómenos excepcionales, sino por la normalidad y la perfección en la observancia de lo que debería ser común para todos; y decía entre otras cosas: «La Iglesia lo saluda hoy como religioso admirable en todos los aspectos de su vida franciscana. De él se ha escrito con agudeza que fue un religioso "dispuesto a todo", pues todos los momentos de su vida franciscana y todas las manifestaciones de su actividad apostólica demuestran esta diversidad en virtudes internas y externas que lo pueden hacer ejemplar para todos».

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