sábado, 16 de septiembre de 2017

San Cipriano Papa y San Cornelio Obispo



SAN CIPRIANO

A San Cipriano yo no llegué a conocerle y estimarle profundamente hasta que fui a Roma. En mi primera visita a la basílica de San Pedro, después de orar ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles, levanté mis ojos hacia la cúpula majestuosa de Miguel Angel Buonarroti y mi mirada se cruzó en seguida con un slogan que me conmovió profundamente. Hinc una fides mundo refulget, hinc sacerdotii unitas exhoritur. Estas palabras están incrustadas con caracteres inmensos y con mosaicos de oro en la banda circular interior de la cúpula de San Pedro: "Desde aquí se esparce por el mundo la única y verdadera fe, aquí nace la unidad del sacerdocio". El texto es de San Cipriano y me parece lo suficientemente indicativo para que a este Padre de la Iglesia podamos apellidarle "Santo de la Romanidad". Mi segundo gran encuentro con San Cipriano lo tuve luego, al comienzo de mis estudios teológicos, profundizando en el tratado De Ecclesia Christi, que me explicó el famoso teólogo padre Zapelena en la universidad Gregoriana. Fue entonces cuando mejor comprendí la magnitud de esta figura egregia, que aparece con tanto relieve en el horizonte de la cristiandad hacia la mitad del siglo III. San Cipriano me enseñó a amar más a la Iglesia y al Romano Pontífice y a mejor comprender la grandeza del Papado. Esta misma lección quiero yo que aprenda el lector de estas líneas dedicadas al santo de hoy.

"Cipriano, nacido en Africa, primero enseñó la retórica con grande gloria; luego se hizo cristiano por consejo del presbítero Cecilio, de quien tomó el nombre, y empleó todos sus bienes en socorrer a los pobres. Poco tiempo después recibió la ordenación de presbítero y luego fue constituido obispo de Cartago. Sería por demás superfluo ponerme a dar una muestra de su ingenio, siendo así que sus escritos resplandecen más que el sol. Padeció martirio bajo los emperadores Valeriano y Galieno, en la octava persecución, el mismo día, bien que no el mismo año, que Cornelio en Roma."

Esta es la estupenda fotografía que nos ha dejado de Cipriano el maestro Jerónimo en su catálogo de varones ilustres. La he copiado íntegra del breviario romano porque su sencillez y su enjundia son más expresivas que todas las páginas que yo pueda escribir. Para erudición y explicación no haré ahora más que apilar sobre las palabras de San Jerónimo algunos otros datos históricos.

Cipriano, además de Cecilio, se llamaba Tascio. Su lugar de nacimiento hay que colocarlo en el norte de Africa, quizá en la misma Cartago, y su fecha en los primeros años del siglo III. Eran sus padres paganos adinerados y le procuraron una buena formación literaria. En su juventud y mientras enseñaba retórica, los vicios del paganismo ensuciaron su vida. Pero un día la luz de la fe y de la gracia que Cecilio le llevó transformó totalmente el rumbo de su existencia, Convertido al cristianismo, empezó una nueva vida, siendo ya de catecúmeno ejemplarísimo en la práctica de la austeridad, la continencia y la caridad. Poco después del bautismo entró en las filas del clero, entregando a la Iglesia el propio patrimonio. Su elección episcopal a la distinguida sede cartaginense hay que ponerla en el año 248 ó 249. Para tan alto cargo jerárquico fue designado (no constituido) por aclamación popular, o sea "democráticamente", según la costumbre de entonces. Y como en todo buen acto democrático, también en éste hubo su oposición organizada. A la elección episcopal de Cipriano se oponía el partido "lapsista" del clero, encabezado por el sacerdote Novato y por un seglar rico cuyo nombre era Felicísimo. Después, durante su gobierno episcopal, el pastor cartaginés tuvo que enfrentarse fuertemente contra este partido en la cuestión de los "lapsi" y "libeláticos".

Se llamaban libeláticos a los cristianos que para librarse de la persecución se procuraban un libellus de apostasía, es decir, un certificado de haber sacrificado a los dioses, sin haberlo hecho en realidad. Pasada la persecución, éstos, lo mismo que los apóstatas, pedían de nuevo ser admitidos en la comunidad cristiana, Para ello se procuraban también de los confesores que habían padecido cárceles y sufrimientos por la fe billetes de paz (libelli pacis), con los cuales debían ser dispensados de la penitencia pública. Esto representaba un verdadero abuso, fomentado por Novato y Felicísimo. Cipriano mantuvo firme su autoridad episcopal frente a los confesores e hizo prevalecer su opinión. Para ello reunió en el año 252 un sínodo en Cartago y tomó medidas rigurosas, que consistían en distinguir entre los que habían sacrificado a los ídolos —a los que se impuso penitencia perpetua, admitiéndoles a la reconciliación sólo a la hora de la muerte— y los libeláticos, a los cuales podía admitirse a la comunión después de un período de prueba. Novato y Felicísimo se declararon en rebeldía frente a estas decisiones e iniciaron un cisma local. Luego, los cismáticos o laxistas de Cartago encontraron apoyo precisamente en la fracción contraria, es decir, en los extremadamente rigoristas del clero romano, partido encabezado por Novaciano, el cual defendía que en ningún caso había que perdonar a los lapsos. Novaciano logró en Roma hacerse elegir antipapa contra Cornelio, produciendo un cisma que tuvo cierta difusión y duración. En Africa, el obispo cartaginés combatió enérgicamente este movimiento, sosteniendo la elección de Cornelio.

Cipriano rigió la iglesia de Cartago hasta el año 257. Su período pastoral se vio agitado por las persecuciones contra los cristianos, que tuvieron lugar en aquella mitad del siglo. Así, desde el año 250 hasta la primavera del 51, con motivo de la persecución de Decio, el intrépido obispo cartaginés tuvo que estar escondido para no privar a su grey de un guía entonces necesario más que nunca. De esa manera, desde su oculto retiro, no lejano de la sede, gobernó a sus fieles por medio de una intensa actividad epistolar. Pasado el huracán, pudo regresar a su ciudad y allí derrochó su vitalidad y sus energías apostólicas hasta que vino la famosa persecución de Valeriano.

El 30 de agosto de 257 el obispo es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio Paterno. Este le hizo la pregunta de ritual: "Los sacratísimos emperadores se han servido escribirme con orden de que a quienes no profesan la religión de los romanos se les obligue a guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué me respondes?" Cipriano confiesa entonces abiertamente su fe: "Soy cristiano y obispo; no conozco más dioses que uno solo, el verdadero Dios, que crió los cielos, la tierra, el mar y cuanto en ellos hay. A este Dios adoramos los cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por todos los hombres y también por la "salud" de los emperadores". A este valiente testimonio responde el procónsul con la orden de destierro. Cipriano se ve obligado a salir para Curubi. Allí permanece una temporada hasta que un nuevo procónsul sucede a Paterno. Es Galerio Máximo. Este ordena a Cipriano que se presente en Utica, residencia del magistrado romano; pero el obispo se niega a esto porque quiere morir en medio de su pueblo. Regresa a Cartago y el procónsul, después de oír nuevamente la solemne confesión de fe hecha por el imperturbable obispo el 13 de septiembre, le condena a muerte. A la sentencia proconsular el futuro mártir da por toda respuesta un cordialísimo Deo gratias. Luego, antes de su ejecución, dando muestras de la generosidad en la que tanto se había distinguido toda su vida, ordenó que se diesen 25 monedas de oro a su verdugo. El día 14 Cipriano fue decapitado delante de una inmensa multitud de fieles, que pudieron admirar el ejemplo del santo mártir y que luego lloraron su muerte y esclarecieron su memoria. Fue Cipriano, según afirma Poncio, el primer obispo que, después de los apóstoles, tiñó el Africa con su sangre. Buen patrón podría encontrar en este insigne santo africano ese continente que ahora se abre cada vez más a la luz del Evangelio.

Bonitamente anota San Jerónimo que Cipriano fue martirizado el mismo día, aunque no el mismo año, que el papa Cornelio. Este murió en el 252, después de haber sido desterrado a Centocelle, donde precisamente recibió de Cipriano cartas de consolación. Ahora la Iglesia nos presenta a los dos santos mártires unidos por la misma fiesta en la liturgia del día 16 de septiembre. Buena compañía para el obispo Cipriano la de este Papa, a quien él conoció. Otro detalle que me gusta, cuando considero a San Cipriano entre los santos que se han distinguido por su romanidad.

Quizá alguien proteste porque insisto en poner a Cipriano la etiqueta de "Santo de la romanidad". Es cierto que son muchos los santos a quienes se les puede catalogar dentro de esta línea, pero quizá —dirá el arguyente— a Cipriano no, porque en realidad la historia duda de si fue o no algún tiempo cismático o poco menos. No podemos soslayar este aspecto o este punto obscuro de la vida de Cipriano. Es una cuestión controvertida por historiadores y teólogos y no voy a resolverla aquí, ni siquiera a tratarla con una amplitud que no es propia de este lugar.

El llamado "problema cipriánico", que aparece en el tratado de teología fundamental, se puede resumir en estos términos: Después de la persecución de Decio, en los años que siguieron al 251, la iglesia de Cartago llegó a adquirir un extraordinario esplendor. Cada año Cipriano convocaba un sínodo en su sede residencial y su influencia sobre otros obispos se notaba cada vez más, hasta el punto de que, como dice el padre Hertling, Cipriano no siempre se daba cuenta de que Dios le había consagrado obispo de Cartago y no obispo de toda la Iglesia.

Esta preponderancia manifiesta llevó al fogoso y ardiente obispo de Cartago a tener algunos conflictos con el Papa. Cipriano tuvo ya algún roce con el pontífice Cornelio en ocasión de la elección de éste a la Sede de Roma.

Sin embargo, el problema está en las relaciones del obispo cartaginés con el papa Esteban —año 254-257—. Ya estas relaciones aparecen enturbiadas en el episodio de los obispos españoles Basílides de Astorga y Marcial de Mérida. Estos dos obispos, depuestos como libeláticos, apelaron a Roma y el papa Esteban, creyendo en su inocencia, ordenó que fueran restablecidos en sus diócesis, cuando ya éstas habían sido ocupadas por los nuevos obispos Félix y Sabino. Entonces las comunidades españolas, no satisfechas de la solución de Esteban, recurrieron a San Cipriano, que gozaba de grandísima autoridad. Este reunió un sínodo en Cartago, que confirmó la deposición de Basílides y Marcial, poniéndose así en abierta contradicción con el Papa.

No sabemos hasta qué punto tuvo relación este hecho con la gran controversia que desunió a Cipriano del papa Esteban. La controversia versaba sobre si había que rebautizar o no a los herejes que se convertían. El obispo cartaginés defendía que era inválido el bautismo conferido fuera de la Iglesia católica y que, por lo tanto, los conversos debían ser rebautizados. Para estudiar este asunto Cipriano celebró en Cartago diversos sínodos, al último de los cuales asistieron 87 obispos. Los Padres conciliares proclamaron repetidas veces el principio defendido por Cipriano, aprobando la práctica que se seguía en Africa sobre el particular y enviando emisarios a Roma para dar cuenta a Esteban de las decisiones sinodales. Pero el Papa estaba por la sentencia contraria, que es la que hoy se defiende en la Iglesia, dado que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del ministro, y por lo tanto el bautismo, como todo sacramento, produce su efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo confiere.

Esteban acogió mal a los emisarios de Cipriano y mandó decir a éste que siguiese la tradición romana, prohibiendo la repetición del bautismo administrado por los herejes y amenazando con romper la comunión eclesiástica con Cartago. Cipriano, en contra de la decisión del Papa, siguió defendiendo y practicando su doctrina y el resultado fue que de hecho quedó interrumpida la comunicación entre Roma y Cartago. Parece bastante claro que Cipriano quedó objetivamente en situación de cismático. ¿Lo fue subjetivamente? Tal vez —anota el padre Hertling, mi profesor de historia eclesiástica en la universidad Gregoriana—, Cipriano no consideraba como definitiva la difícil situación que se había creado con la decisión de Esteban. Con todo, dado el fogoso e irreductible carácter del obispo cartaginés, no sabemos qué sesgo hubiesen tomado las cosas si la Providencia no hubiera intervenido zanjando de hecho la cuestión. Por fortuna para Cipriano —dice el padre Hertling—, el papa Esteban murió —año 257— y el sucesor de éste, Sixto II, de carácter conciliador, entabló de nuevo la comunión con el obispo Cipriano y la iglesia cartaginense. Poco después el intrépido obispo se encontró con la palma del martirio.

Como se ve por esta semblanza, Cipriano era una "figura potente" y de una personalidad arrolladora. Resultó un gran pastor de almas, generoso en extremo y lleno de incontenible celo, hasta el punto de que su ansia más ardiente era mostrar a todos los hombres el camino de la salud eterna. Sus afanes apostólicos eran tan grandes que no podían contenerse en los límites de su cristiandad cartaginense, ni siquiera en las fronteras africanas. Manejó la pluma con la destreza periodística de un San Pablo, y con su palabra escrita predicó en todas las iglesias de su tiempo y ha seguido predicando a través de la historia hasta nuestros días. Por sus ideas supo luchar intrépidamente, como debe lucharse cuando se está convencido de la verdad. Fue un gran maestro, un intelectual o, como se dice técnicamente, un Padre de la Iglesia y su fe fue tan profunda, tan viva y tan sólida, que por querer ser consecuente con sus ideas lo fue hasta el extremo desdichado —y aquí está el lado desfavorable de su personalidad episcopal y apostólica— de poner en serio peligro su comunión con Roma. Sin embargo, no se puede negar que esto fue extremadamente paradójico en su vida, porque Cipriano, pese a los errores que haya podido tener en la práctica, ha defendido, como el que más, el amor a la Iglesia Romana y el Primado de Pedro y sus sucesores. Por eso, los teólogos le consideran como uno de los principales doctores antiguos que hay que citar en defensa del Primado Romano. Yo considero y llamo a San Cipriano apóstol y maestro de la romanidad, porque su doctrina contiene un mensaje nítido y entusiasta en esta línea estupenda de amor a la Iglesia y al Vicario de Cristo.

En las magníficas obras de este insigne doctor africano —cartas y tratados—, que son espejo purísimo de su pensamiento, de sus preocupaciones y de su incansable acción pastoral, podríamos espigar multitud de frases que nos darían el ideario del Santo. Contentémonos con reproducir, para terminar, algunas ideas del más hermoso de los opúsculos escritos por San Cipriano, el De Catholicae Ecclesiae unitate: No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Hemos de temer más las insidias contra la unidad de la Iglesia que la misma persecución. La Iglesia permaneciendo unida se extiende hasta abrazar la multitud de los hombres, como una única luz de muchos rayos, un único árbol de innumerables ramas, una única fuente con multitud de chorros. Atenta contra la unidad quien no guarda la concordia. La Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para gobernarla. El episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus sucesores. Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad sacerdotal.

SAN CORNELIO

El catolicismo no es laxitud, pero tampoco es rigidez inhumana. Cuenta con las debilidades de los hombres, como contó con ellas su Divino Fundador, Jesús, que no quebraba la caña cascada, ni apagaba el leño todavía humeante. Es curioso observar cómo la Iglesia condenó con idéntico celo la depravación de las costumbres que el rigorismo moral: las ideas desorbitantes como las demasiado alicortas. Ya desde los primeros siglos de la era cristiana fueron fulminadas con el anatema todas las doctrinas que suponían al hombre fuera del quicio de su debilidad. Estúdiense las condenaciones de encratitas, novacianos, jansenistas, etc., y se verá que los rostros ceñudos y demasiado alargados por la rigidez no caben en la Iglesia. Y es que ésta se sitúa siempre en el fiel de la balanza: entre el ángel y la bestia: entre los hombres. Yerran, por tanto, quienes intentan deshumanizar al hombre con el pretexto de elevarlo hacia las altas cimas de Dios, ¿Condescendencia de la Iglesia? En cuanto que aprueba el mal, no; pero sí en cuanto que lo supone. Bien considerado todo esto, queda bien claro que no hay por qué rasgarse las vestiduras cuando la Iglesia —Esposa purísima de Cristo— rechaza palabras como reforma, puritano, cátaro (= puro), pietista, etc. (todas ellas con un evidente significado de pureza), por estar marcadas de herejía. El refrán latino dice que in medio, consistit virtas (en el medio está la virtud), y la Iglesia se mantiene en ese medio humano evitando los extremos de rigorismo o laxitud.

 Y todo esto, a propósito de San Cornelio. Porque este Santo fue uno de los que —desde el timón de la nave de San Pedro— supieron sortear los escollos del más y del menos, quedando en el justo medio.

 En efecto, el nombre del papa Cornelio va asociado en la historia eclesiástica al del cisma o herejía de los novacianos. Frente a la intransigencia de éstos, San Cornelio vio que el leño todavía humeaba... ¿Por qué, pues, apagarlo? En la célebre cuestión de los lapsi (o caídos en la apostasía) veremos que San Cornelio representa la auténtica mentalidad de la Iglesia.

 No es demasiado lo que se sabe sobre este Papa, pero es suficiente e históricamente válido.

 A la muerte. del papa Fabián, martirizado en el comienzo de la persecución de Decio (20 de enero del 250), la sede romana quedó vacante durante dieciséis meses. En este largo período gobernaron la Iglesia romana los sacerdotes de la ciudad, entre los cuales se significó en todo momento un tal Novaciano, autor de diversas obras y hombre rigorista, Y éste, parecía ser el candidato para ocupar la cátedra de San Pedro, cuando, al amainar la persecución, se trató de elegir nuevo Papa. Sin embargo, la mayoría de los votos designó al sacerdote Cornelio (abril del 251), que fue reconocido como Romano Pontífice, frente a un grupo de presbíteros que apoyaban a Novaciano. La ambición de éste hizo que pronto surgiera un cisma en Roma. De hecho, Novaciano se hizo consagrar como obispo de Roma y envió cartas a las demás iglesias para que le reconocieran como Papa. Pero prevaleció pronto el buen sentido, y Cornelio vio que su designación era aceptada como válida, no sólo por la mejor parte del clero y del pueblo de Roma, sino también por las grandes lumbreras de la época, Dionisio de Alejandría, Cipriano de Cartago, así como por el resto de la cristiandad.

 La actividad de este Pontífice se centró principalmente en la condenación del rigorismo de Novaciano en la cuestión de los lapsi. Ya desde muchos años atrás se venía discutiendo si los cristianos que habían apostatado de la fe (=lapsi) podían ser admitidos en el seno de la Iglesia, previa una sincera conversión. Esto, en definitiva, no era sino un caso particular de la gran cuestión que había agitado a los pontificados de Ceferino (198-217) y de Calixto (217-222) sobre la admisión en la Iglesia o la exclusión perpetua de la misma de los grandes pecadores. Los obispos de Oriente se inclinaban más bien por el rigorismo; aunque no fue esto general, pues ya hemos dicho que por lo menos San Dionisio de Alejandría se inclinó hacia San Cornelio. El problema, como se ve, adquirió dimensiones extraordinarias y turbó durante años a algunas cristiandades. Concretamente, San Cipriano hubo de maniobrar entre el rigorismo desesperante y la indulgencia excesiva, inclinándose al fin y abiertamente hacia la doctrina del papa Cornelio, como lo testimonia la correspondencia sostenida con el Pontífice Romano por el gran obispo de Cartago. Esta correspondencia tiene, por otra parte, una importancia nada despreciable para demostrar la primacía de la Iglesia romana.

 El hecho es que en pocos meses la verdad se impuso sobre el error. San Cornelio, espíritu recto aunque flexible, supo demostrar que hay momentos en que no es posible ceder. Así le ocurrió a él, cuando supo sellar su fe con el martirio en Centumcellae (actual Civitavecchia) en el año 252.

 La muerte de San Cornelio tuvo lugar en el mes de junio; pero la traslación de sus restos a Roma, desde la cercana ciudad, a donde había sido desterrado y donde sufrió el martirio, se verificó probablemente el 14 de septiembre, fecha de la muerte de San Cipriano, cuya memoria va asociada a la de nuestro Santo en una fiesta común. Fue enterrado en una cripta próxima al cementerio de San Calixto. Su epitafio no está escrito en griego, como el de los papas del siglo III; dice simplemente Cornelius martyr, E. P., ¿no es más que suficiente título de gloria este del martirio? Su sucesor fue el papa Lucio.

 De la carta de San Cornelio a Fabián de Antioquía se desprenden unos datos interesantes para conocer el estado de la Iglesia de Roma, todavía no desarrollada por completo: los presbíteros eran, en aquella sazón, cuarenta y seis, siete diáconos, siete los subdiáconos, cuarenta y dos los acólitos y cincuenta y dos los exorcistas, lectores y ostiarios. Cifras, en verdad, muy modestas para las que había de alcanzar con el correr del tiempo la Urbe, pero que revelan ya la pujanza del cristianismo en medio de la persecución.

 De la vida de San Cornelio podemos sacar una enseñanza, a saber, que hay que estar dispuestos a sellar la fe con el testimonio de la sangre, pero, a la vez, hay que tener comprensión con los débiles, con los que reniegan con su conducta de la fe o con los que no han recibido de Dios todavía esa "luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (San Juan).

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