domingo, 26 de febrero de 2017

Homilía



El profeta Isaías, con su habitual estilo directo y colorista, tiene una comparación genial para comunicarnos el amor misericordioso de Dios e interroga “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?” (Isaías 49,15).

Él mismo da la respuesta:

“Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49, 15).

El texto va dirigido al pueblo que ha sufrido en propias carnes la muerte de muchos de sus hijos, la destrucción de Jerusalén, del Templo y del destierro.

Lo cual da ocasión a preguntarse:

¿Acaso Dios se acuerda de nosotros? ¿Le importamos de verdad?

Los seres humanos, que nos sentimos con frecuencia solos y desamparados, nos hacemos parecidas preguntas., impulsados por la premiosidad de ver resueltos cuanto antes nuestros problemas.

Hemos avanzado aceleradamente en tecnologías de comunicación, en la curación de enfermedades, en el conocimiento del espacio o en la explotación sofisticada de las riquezas de la tierra, pero continuamos tan pobres o más que antes en las relaciones interpersonales y comunitarias.

Las conversaciones de tú a tú con móviles están sustituyendo a las tertulias con grupos de amigos para compartir la vida.

Apenas conocemos a los vecinos, y, por otro lado, el diálogo y la comunicación familiar vive un proceso de degradación por culpa de la tv, internet y la diferencia de horarios laborales.

Por supuesto que los avances tecnológicos contribuyen al progreso de los pueblos, pero mal usados se convierten en un “cáncer” para el conocimiento mutuo de las personas físicamente más cercanas, como en caso de los vecinos, y en una ruina moral por falta de altos ideales.

Echemos una ojeada por la calle, por el metro o en el trabajo y veamos cuántos dialogan entre sí y cuántos deambulan con su móvil o hilo musical pegado a la oreja.


La sociedad del progreso es una enana para remediar uno de los mayores problemas: la soledad, a la que hemos abocado a buena parte de nuestros ancianos, al confinarles a centros de mayores, donde suelen estar bien atendidos, pero les falta el calor humano de sus seres queridos.

Este es un drama de hoy, como lo es también el aborto y la eutanasia, consecuencia lógica de la falta de Amor.

Nos sentimos solos, las instituciones no ayudan, los familiares “pasan” y nos vemos abocados a horizontes sin salida. ¿A quién recurrir en esta situación?

Cada época de la historia tiene sus problemas y circunstancias, pero el drama que le tocó vivir al profeta Isaías es similar al que sufren millones de personas a causa del hambre, el paro y el abandono de los suyos.

Sus palabras resuenan como un eco saludable y esperanzador.

Aunque todos nos abandonen, Dios nos sigue amando más que nuestros propios progenitores.


La clave está en la cruz: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él” (Juan 3, 16).

La muerte de Jesús en la cruz para expiar nuestros pecados nos da la auténtica medida del amor de Dios, que no repara en medios para acercarse a los hombres ni escatima esfuerzos para que le reconozcamos como un Padre, capaz de remediar todas nuestras necesidades más profundas y los vacíos del desamor y de la desesperación.

“Mirad la cruz”, nos dice la liturgia del Viernes Santo, “donde estuvo clavada la salvación del mundo”.

Nadie puede decir que Jesús no ha descendido hasta el fondo de nuestras miserias y es incapaz de comprenderlas.

Pablo, que predica a Cristo, y a Cristo crucificado, intenta atajar las divisiones existentes en la comunidad cristiana de Corinto, presentando al Señor, muerto por todos y cada uno de nosotros, para elevarnos a la categoría de ser hijos de Dios y hermanos de los hombres.

Los bandos son un contrasentido en la fe cristiana, y por eso agrega:

“Que la gente sólo vea en vosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (I Corintios 4, 1).


El evangelio de hoy corrobora las palabras de Pablo: “Nadie puede estar al servicio de dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero” (Mateo 6, 24).

Los bandos responden al afán de poder y a criterios poco evangélicos de los cabecillas que los animan, principales causantes de los cismas habidos en la Iglesia y que lamentamos todos.

La opción por Dios excluye el dinero como valor supremo del hombre.

La idolatría, el culto a los bienes materiales, era considerado por Israel como un grave pecado, porque atenta contra la `primacía de Dios y nos conduce a un callejón sin salida.

Es como una pescadilla que se muerde la cola, pues la ambición de poseer no tiene límites y es el origen de las desigualdades que existen en el mundo.

El dinero es un medio para vivir, nunca un fin.

Por eso, algunos Padres de la Iglesia y San Antonio de Padua intentan clarificar las conciencias sobre el uso de los bienes, afirmando que lo que nos sobra no es nuestro, sino de los pobres.

Jesús nos invita a no obnubilarnos ni perder la calma por las cosas materiales como única garantía de futuro, sino a poner la esperanza en Dios, que cuida de sus hijos y es fuente de vida eterna.

Por desgracia, nos dejamos agobiar pensando qué vamos a comer o con qué nos vamos a vestir o con cuánto dinero contamos para afrontar nuestros gastos.

Hay razones más importantes para vivir que la cobertura de las necesidades físicas.

Lo que nos llena de verdad es trabajar por el Reino de Dios y su justicia;

“todo lo demás se dará por añadidura” (Mateo, 33).


Para ello debemos dejar hablar a Dios en nuestras vidas y descubrirlo también en las personas y en las obras de sus manos: “Mirad a los pájaros; ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta” (Mateo 6, 26).

Por otro lado, hemos de hablar con Dios para refugiarnos “al amparo de sus alas” (Salmo 91, 3) y “habitar por siempre en su casa” (Salmo 26, 4).

Y, finalmente, hablar de Dios con las palabras, los gestos, los sentidos, las obras y todo nuestro ser.

La construcción del Reino de Dios requiere, por nuestra parte, mantener viva y operante la actitud de búsqueda de la justicia, de la verdad, del amor y de escucha a su Palabra.

Dios nos habla cada día desde los excluidos y olvidados por la sociedad de la opulencia y el egoísmo.

Dios nos habla desde los parados, que buscan desesperadamente trabajo y no lo encuentran.

Dios nos habla desde los hospitales, las cárceles y las residencias de mayores, en medio de la soledad y el dolor.

Es difícil escuchar a Dios desde la prepotencia, la ambición por dominar y la ofuscación por el dinero.

Es fácil cuando miramos a nuestro alrededor con ojos limpios y admiramos en la naturaleza cómo reviste Dios de grandeza lo más sencillo:

“Mirad los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fausto, se vistió como uno de ellos”
(Mateo 6, 29).


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