domingo, 12 de febrero de 2017

Homilía



Los hombres de hoy, como los de antaño, nos preguntamos, a menudo, de dónde viene el mal y por qué ser bueno y no malo.

Vemos cómo muchos especuladores sin escrúpulos triunfan en los negocios, les sonríe la vida, disfrutan de palacios, de vacaciones, de suculentos manjares, y otros con más cualidades que ellos, pero con conciencia honrada, sobreviven a duras penas en el duro mercado de la competencia.

¿Merece la pena ser bueno?

Este es el interrogante de grandes masas de la sociedad, cansadas de injusticias, atropellos a la dignidad de las personas y burlas a las autoridades, que se callan por cobardía o por intereses creados.

En teoría todos somos iguales ante la ley, pero en la práctica siempre hay tratos de favor que enturbian las relaciones sociales y provocan la rebelión y el descontentos de los trabajadores de a pie, ajenos a estos turbios tejemanejes.

Los medios de comunicación social y la investigación de los jueces están destapando miles de casos de corrupción, que no son más que la punta del iceberg de un mal generalizado entre amplios sectores sociales, sin que los responsables sean castigados, mientras los más pobres, por delitos menores, acaban con sus huesos en la cárcel.

Todo esto no es nada nuevo.

La mayor parte de los libros de la Biblia describen el aparente triunfo de los malvados y también las quejas dirigidas a Dios que “permite” sus fechorías.

Estos lamentos, frutos de la depresión, tienen, al menos, un lado favorable: la fe en Dios.

¿Qué pasa con los que, sufriendo las mismas desgracias, carecen de fe y de soportes morales para afrontarlas?


El mal está presente en la vida humana, pero
¿a quién atribuir la responsabilidad del mismo?

Encontramos la clave en Génesis 1, 31, donde leemos que todo lo creado por Dios es bueno, y en el caso concreto del hombre se afirma que “vio Dios que era muy bueno”.

También la primera lectura de hoy insiste en la misma idea: “Dios no mandó pecar al hombre” (Eclesiástico 15, 21).

El pecado y el mal no son obra suya, sino consecuencia del uso inadecuado de la libertad humana.

El hombre, creado libre, puede elegir entre “el fuego y el agua”, entre lo bueno y lo malo, entre “la muerte y la vida” (Eclesiástico 15,16).

La vida de los creyentes es una constante toma de postura ante Dios y ante los demás; una opción libremente asumida, que nos hace responsables de nuestros actos.

No caben medias tintas.

Tenemos que “mojarnos” de una u otra forma y no permitir que la vida pase por nuestra puerta sin habernos agarrado a ella, sin hacer nada, o esperando que otros actúen.

El Apocalipsis 3, 16-17 condena esta pasividad: “Porque no eres frío ni caliente, porque eres tibio, te escupiré de mi boca”.


El evangelio nos adentra en cuatro temas candentes en la sociedad de entonces y también en la de ahora:

el insulto,
el adulterio,
el divorcio y
el juramento.

En todos ellos Jesús marca unas pautas de comportamiento, poniendo el “por amor” como máxima ética.

Es importante comportarse con el prójimo y afrontar los problemas que tengamos con él por amor, no cegados por el afán de venganza, sino abriéndonos al perdón.

Ello comporta respetar a todos, hombres y mujeres, en su dignidad de hijos de Dios y hermanos nuestros y ser fieles a los compromisos adquiridos, sin argumentar excusas que condicionen nuestra entrega

Las críticas demoledoras de Jesús a los letrados y fariseos por interpretar las Escrituras en estos temas a su antojo y en propio beneficio, tienen un denominador común: el espíritu de la Ley, hecha para favorecer y no obstaculizar la recta convivencia.

Ellos, justificando el divorcio “a la carta”, habían rebajado a las mujeres al nivel de simples objetos de usar y tirar, sin prestar atención a sus derechos y a su dignidad.

Por la misma razón, se castigaba con la lapidación a las adúlteras., mientras se protegía a los adúlteros.

Estas distintas varas de medir habían dejado fraccionada la sociedad en dos grupos: el de los poderosos, que implantaban la justicia a su arbitrio y conveniencia, y el de los pobres, cuya única misión era pagar impuestos y aguantar todo el peso de la ley sobre sus dolientes espaldas.

Gloria para unos, maldición para otros.

Hoy no se condena a nadie por adulterio, ni se castiga el divorcio.

Más bien es todo lo contrario, pues se mancilla el amor de los esposos, se exalta la infidelidad y se promueve el relativismo como norma de conducta moral.

Al mismo tiempo se vulnera el derecho fundamental de todo ser humano a la vida, cebándose con el débil que no puede defenderse.

Así sucede con los abortos que se practican impunemente y son defendidos como un derecho de las madres a disponer de la vida de los hijos no nacidos a su arbitrio.

El feto se convierte en una “cosa” que no es deseada y estorba.

Volvemos aquí, de nuevo, a lo planteado por el Eclesiástico sobre la vida y la muerte.

Jesús nos pide apartar de nosotros lo que nos arrastra a la muerte y adherirnos con fe e ilusión a la vida y a todo el amor que la anima y fecunda


Hoy celebramos la Campaña de Manos Unidas, institución nacida hace más de 50 años del seno de la Iglesia Católica para combatir el hambre n el mundo, la violencia irracional y las desigualdades sangrantes que azotan a buena parte de la humanidad.

Desde entonces, miles de proyecto han visto la luz y llevado la esperanza a millones de hogares a través de la creación de dispensarios médicos, escuelas, centros de capacitación agrícola, pozos de agua, transportes…

Todo un abanico de ayudas, obtenidas gracias a la generosidad de la gente y de miles de voluntarios, cuya ingente labor merece ser reconocida y valorada.

La campaña de este año gira en torno a un tema concreto:

“El mundo no necesita más comida; necesita más gente comprometida”.

Nos fijamos en gente realmente comprometida en desarrollar una producción agrícola sostenible, bien aprovechada, respetuosa con el medio ambiente y que minimice la pérdida de alimentos y el despilfarro de los países ricos.

Se nos pide a todos colaborar, al menos económicamente, con todos los que sufren las consecuencias de la pobreza y del hambre.

Pero, si bien el dinero es necesario, lo es mucho más nuestra prestación personal.

Nadie da más que el que se da a sí mismo.


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