domingo, 1 de enero de 2017

Homilía


La Virgen María es concebida inmaculada en previsión de los méritos de Cristo, su Hijo, y está unida a Él en indisoluble vínculo de amor.

Por esta razón es enriquecida con la mayor de las prerrogativas y dignidades: ser la Madre de Dios Hijo, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo.

Con el don de la gracia está por encima de todas las criaturas celestiales y terrenas.

Es la primera de todos los seres salvados por la redención de Cristo.

Es también prototipo y modelo destacadísimo de fe y caridad para toda la Iglesia en estos momentos difíciles que nos toca vivir, a causa de la recesión económica, la pérdida de valores morales y el agravamiento de los extremismos de signo religioso contra los cristianos, de los que se están haciendo eco últimamente algunos canales de televisión.

En este primer día del año, la honramos con filial afecto como Madre amantísima.

Meditar sobre la maternidad divina de María nos adentra en el corazón del misterio de la encarnación, de un Dios bondadoso, que se hace hombre para elevarnos a la dignidad de ser sus hijos.

El primer signo externo de la liberación traída por Cristo es el Shalom (Paz), expresión que podemos traducir en sentido amplio como benevolencia, favor, armonía con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.

La Paz es un don que Dios concede a quien la busca en la solidaridad entre los hombres.

Dios no ha creado al hombre para la guerra, sino para la Paz y la Fraternidad.

Educar para la Paz es el gran reto de las sociedades modernas, que se ven desbordadas, a menudo, por grupos radicales terroristas, que quieren imponer por la violencia lo que no logran por medios democráticos.

La raíz de la Paz reside en el corazón del hombre de buena voluntad, que rechaza la idolatría y vive en permanente estado de conversión.

Supliquemos la bendición de Dios -nuestra vida está en sus manos- y dejémonos conducir por la senda de la justicia, que es fruto de la paz, para ser testigos de su presencia entre nosotros.

Asumimos como nuestra la bendición cotidiana judía, evocada por el libro de los Números, y la hacemos extensiva a todas las personas que amamos:

“El Señor te bendiga y te proteja; ilumine su rostro sobre ti y te conceda la paz”

Bendice, Señor, a nuestras familias, a nuestros amigos, a nuestros educadores, a los bienhechores…

Toca el corazón de los violentos, de los amargados y de los incrédulos.

Necesitamos tomar la iniciativa de amar: dar antes de recibir, saludar antes de ser saludados, sonreír para que otros sonrían.

El mundo cambiará para bien en la medida que desterremos los racismos, los odios, la discriminación… y nos abramos a la verdad del hombre que busca a Dios en los hermanos.

Nos sirve para demostrar que la Paz y la Reconciliación son posibles si desterramos la violencia y nos reconocemos iguales en dignidad.


Los cristianos proclamamos en las letanías del Rosario a María, la mujer silenciosa y humilde que medita y conserva en su corazón cuanto sucede a su alrededor, como Reina de la Paz.

Ella vivió en propias carnes la persecución de Herodes, el exilio y la violencia, de la que fue objeto su Hijo Jesús, culminada en el Calvario y en la Cruz.

Hoy también es frecuente quitar de en medio a pacifistas y pacificadores, porque estorban en el mundo de los intereses creados.

Así lincharon en su momento a Gandhi, a Luther King, a Mons. Romero y a miles de héroes anónimos, cuyo único “pecado” fue clamar contra las degradaciones morales y las injusticias.

Intereses independentistas siembran nuestras sociedades modernas de agresiones sin cuartel contra quienes no participan de sus ideales racistas y xenófobos, haciendo prevalecer la utopía de una nación sobre la misma vida humana a la que se desprecia.

Y no hablemos de la terrible lacra del terrorismo.

¿Hasta dónde llegaremos en la escalada de descalificaciones?

La violencia genera violencia y no soluciona los problemas.

Nos cansamos de comprobarlo diariamente a través de los medios de comunicación o repasando las páginas de la historia.


Jesús, en el Sermón de la Montaña, propone como única alternativa a la violencia el perdón y la reconciliación, y hace distinción entre la paz de Dios y la paz de los hombres.

La paz de Dios está basada sobre la verdad, la justicia y el amor hasta entregar la vida.

La del mundo, sin embargo, es una paz que compromete la verdad y oculta la justicia, camuflándola bajo el orden social. En el fondo es un pretexto para defender los derechos de los más privilegiados y coaccionar a los más pobres.

La paz sigue siendo después de dos mil años el bien más anhelado y, a su vez, el más amenazado.

La paz es el compendio de todas las promesas hechas por Dios y el gran mensaje de la Navidad:

“Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”

“Bienaventurados los que construyen la paz, porque serán hijos de Dios”

Pidamos al Señor por María la paz que nace del corazón, que crece en la familia y se realiza en la sociedad, haciendo que todos nos sintamos hermanos e hijos de Dios.

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