domingo, 9 de octubre de 2016

Homilía


Vaya por delante que durante los últimos lustros hemos ido estrechando el espacio de la gratitud a favor de un mercantilismo materialista.

Todo se compra, vende, invierte, presta. Hasta los mismos regalos entran en este juego de intereses: “te doy, porque me das o me vas a dar”.

Y esta cultura ha empapado de tal manera nuestra sociedad occidental que quedamos atrapados en un callejón sin salida, inmersos en derechos y reivindicaciones, con un denominador común: el egoísmo.

Y seguimos educando a los niños en esta dinámica, alimentando su “ego”, complaciendo sus exigencias e intentando ganarnos así su cariño.

¡Grave error!

Por eso quien regala algo, sin esperar nada a cambio, aparece como sospechoso de encubrir intenciones torcidas.

La lección que nos ofrece la liturgia de hoy puede abrirnos los ojos al sentido auténtico de la gratitud.


Naamán siente en su interior que el Dios que es capaz de curar su enfermedad por las palabras de un profeta y utilizando las aguas del Jordán, río de escaso caudal, sólo puede ser el Dios verdadero, el Dios de la gracia y de la vida.

Además, el profeta Eliseo, el servidor de Dios, sólo admite una paga: el reconocimiento del Dios de Israel.

Naamán retorna curado a Siria, dando gracias por el incalculable don recibido.

¡Cuánto debemos reconocer cada uno de nosotros los regalos recibidos, empezando por nuestros padres, abuelos, miembros de nuestra familia, educadores, amigos...!

Algunos de éstos probablemente hayan muerto, y no obtuvieron en vida el agradecimiento que merecían por sus buenas acciones.

¡Qué vacío dejaron!

Por algo dice el refrán que: “es de bien nacidos ser agradecidos” y que “hay más alegría en dar que en recibir”.

Esto ocurre cuando el alma se abandona a la voluntad de Dios y busca su presencia en el hermano, especialmente en el necesitado.

No desea recompensa humana, porque sabe que su riqueza es Dios.

Quizás el estado de bienestar nos ha vuelto más insensibles que antaño para curar las heridas del corazón a quienes se sienten solos y abandonados.

Ahora, que mucha gente se ha quedado sin trabajo, sin casa, y, a veces, sin familia, tiene más sentido el don de la gratuidad, que lleva implícito la satisfacción del deber humanitario cumplido.


Nos lo recuerda la Carta de San Pablo a Timoteo.

Cristo, que entró en nuestra vida mediante el bautismo, ha ido empapando nuestra existencia y nos ha transformado con su mensaje de amor; nos ha regalado la fe y la esperanza; nos ha protegido misteriosamente, y continuará siendo el compañero diario de nuestro itinerario vital hasta que Él nos llame.

¿Somos capaces de agradecer tantos dones gratuitos?

San Pablo reitere la expresión: “hacer memoria”, porque somos muy olvidadizos.

La fórmula ritual que repetimos cada domingo en la Eucaristía:

“Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.

Es una llamada al reconocimiento actualizado de “dar gracias” y “es justo y necesario”, como reiteran las palabras del prefacio.


San Lucas enmarca el milagro de la curación de los diez leprosos en el camino hacia Jerusalén.

Jerusalén, la Ciudad Santa, será testigo de la consumación de la Redención con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Hacia ahí converge la misión final de Jesús, de la que nadie le puede apartar.

El camino es un lugar de encuentro de transeúntes y, para el evangelista, escenario de la misericordia, la compasión y el perdón.

Los personajes son diez leprosos: nueve judíos y un samaritano.

La lepra despertaba un profundo estigma social.

Era una enfermedad repelente, por los malos olores originados por las llagas y, para la gente de aquel tiempo, incurable.

Se confinaba a los infectados en lugares alejados de la población.

La ley prohibía su incorporación a la sociedad hasta ser curados.

Para ello debían obtener un certificado de curación que expedían los sacerdotes.

Los nueve judíos retornan a Jerusalén sin volver la vista atrás, para cumplir la Ley y retornar con pleno derecho a la sociedad, al pueblos que los vio nacer, a sentirse orgullosos de su raza, de su religión, de sus costumbres, de su tierra.

Es loable la pertenencia a un pueblo; no lo es el sentirse superior a otros pueblos y dictar sentencias contra ellos.

La enfermedad había unido a los diez leprosos, pero los nueve judíos, una vez curados, no quieren saber nada ni de Jesús ni del samaritano, un extranjero despreciable para ellos.

Mirémonos por dentro.

¿No nos parecemos, a menudo, los cristianos de toda la vida, a los nueve judíos por reclamar derechos y creernos en posesión de las llaves del Reino de los Cielos?

El cumplimiento de la Ley, cuando la vaciamos de misericordia, nos lleva a la crítica mordaz, al pesimismo, a juicios peyorativos, a la amargura…

El samaritano se siente libre de toda atadura humana.

Por eso se muestra agradecido, valora la gracia del perdón y reconoce en Jesús al Mesías que lo ha curado.

Aprendamos la lección de la liturgia de hoy y pongámosla en práctica.

Desterremos de nuestro corazón las barreras y prejuicios, que tanto daño causan a la sociedad y a nosotros mismos, para abrirnos a lo que es la esencia misma del evangelio, de la predicación de Jesús:

LA COMPASIÓN.


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