lunes, 25 de julio de 2016

Santiago Apóstol

Oíd mi voz, celtíberos generosos. Luego me crucificaréis, — si es vuestro gusto, pues es preciso que beba el cáliz que mi Señor y mi Dios me ha prometido. Os anuncio a ese Dios, que es único Dios verdadero, el que hizo la tierra, el mar y las montañas. No tiene templo entre los hombres, pero el empíreo es su morada. Desde él vio un día la miseria de su heredad terrena; vio al poderoso bebiendo el sudor del débil; vio al esclavo aplacando su sed con sus propias lágrimas; vio al vicio asentado con veste sacerdotal sobre el ara de la virtud. Y para devolver la alegría al que llora, para evangelizar a los pobres, para sacar a los presos de la cautividad, envió a su Hijo vestido de nuestra propia carne; le envió menesteroso y desnudo, en el dolor y en la tristeza, para enseñar a sufrir a los que sufren, y compadecerse de los que no tienen consolador. Nació en un establo y murió en una cruz. Compañero de su vida, yo puedo dar testimonio de sus obras. En el país lejano que riega el Jordán, conviví con El y fuí uno de sus amigos. Yo le vi poner su mano sobre el cuerpo de una niña, marchito por la muerte, y devolverle en un segundo la vida; yo le vi saciar el hambre de muchos miles de hombres con cinco panes. Una mirada suya transformaba las almas; una palabra suya arrancaba a los muertos de las hoscas murallas del sepulcro. Envuelto en su candida túnica de lino, con gesto de gracia y de dulzura, nos anunciaba el reino de su Padre; nos mandaba amarnos los unos a los otros; nos hablaba de un Dios bueno, protector de los que lloran, de los pacíficos, de los pequeños; castigador de los soberbios, de los injustos, de los engañadores....»

Así hablaba el Apóstol de las Españas. Hablaba con vehemencia y con pasión. Era la suya un alma de fuego, y a pesar de que los años y las fatigas iban doblando su cuerpo, todavía conservaba la vehemencia de la juventud. Como su hermano Juan, era audaz e impetuoso. Un día, bastó que Jesús les dijese una palabra para que se consagrasen a Él con toda la violencia de su alma. Ni Juan ni Santiago podían olvidar aquel momento: las riberas de Genezareth, doradas del sol viejo; las garzas dibujando en la paz del aire y de las aguas su vuelo de plata y de rosa; las casas de Cafarnaúm, empenachadas de humo azulado, y ellos en la barca con su padre Cebedeo, remendando la jábega rota, envueltos en el hálito del lago y en el perfume de los manzanos floridos. De repente, la llegada del Profeta, y su mirada y su llamada: «Venid en pos de Mí; Yo os haré pescadores de hombres», y siguieron a Cristo apasionadamente. Fueron dos elegidos entre los elegidos. Juntamente con San Pedro, formaron un triunvirato al lado de Jesús. Impetuosos y ardientes como el rayo, merecieron que el Maestro les bautizase con el nombre de Boenerges, Hijos del Trueno. Tenían las violencias de la tempestad. Ellos son los que, indignados de la conducta de los samaritanos, que no habían querido recibir a Jesús, le hacen con la mayor seriedad esta proposición: «¿Quieres que digamos que caiga fuego del Cielo y los abrase?» Pero esta misma intolerancia es una prueba de su amor y de su fe.

Cuando, después de la Resurrección, los Apóstoles se reparten el mundo, Santiago quiere la provincia más lejana, la más desconocida, la más misteriosa para un sencillo habitante de las riberas de Genezareth; las regiones nebulosas de Tarsis, adonde iban las naves de Salomón; el país situado en el confín de la tierra, flotando sobre las olas rugientes del mar tenebroso. Sus habitantes son altivos, ásperos, rebeldes al yugo extranjero. Toda la Iberia está sembrada de huesos de las legiones romanas, y sus campos fueron regados con sangre de cónsules y tribunos. El Hijo del Trueno necesita aventuras peligrosas: sombras de naufragios, océanos ignotos, selvas impenetrables; necesita arrostrar el tormento y la muerte. Nada sabemos de su itinerario hispánico. La tradición le representa evangelizando a través de las vías romanas, recorriendo los valles galaicos, subiendo a la meseta de los vácceos y los arévacos, atravesando los campos del Ebro y del Duero. El anuncio de la buena nueva brota, como el óleo santo, de sus labios; sus manos hacen saltar los prodigios, y su camino se constela de maravillas. Aquí y allá algunos ojos lloran al oírle hablar, algunos corazones se conmueven, y algunos ídolos ruedan hechos pedazos. Pero son muchos los que ríen escépticos, como si dijesen:

«Un nuevo dios que nos viene del Oriente.» En poco tiempo han visto llegar muchos dioses: los fenicios les trajeron a Molok y Astarté; los griegos, a Apolo y Artemis; los romanos, a Júpiter y al César. Últimamente han venido los predicadores de Isis, la egipcia de cabeza de vaca, y los predicadores de Mitra, el señor del disco solar. Ninguno de estos intrusos vale más que las antiguas divinidades: Mainake, la diosa que protege a los marinos; Ategina, la dulce enfermera que sabe de medicina tanto como Esculapio; Endovélico, «el muy bueno», que infunde valor a los guerreros cántaros, descubre el oro a los pescadores del Sil y da las buenas cosechas a los agricultores de Clunia, Deóbriga y Palancia.

Y he aquí que este judío viene hablando de un nuevo Dios oriental; un Dios que ha sido crucificado por sus enemigos, y predica la mansedumbre y la pobreza, y declara bienaventurados a los que aman la paz. Aquellos hombres, que se embriagaban en el ardor guerrero, que prefieren la libertad a la vida, que dejan en el campo los cuerpos de sus héroes para que las águilas y los buitres lleven sus almas a los palacios radiantes del sol, contemplan atónitos al extranjero, levantan los hombros y desfilan juntando y meneando los pulgares y los índices de ambas manos, como si dijeran con este remedo burlón del pico de la cigüeña:

«¡Este hombre está loco!»

Cuentan que, al llegar a César Augusta, sintióse el apóstol envuelto en una nube de mortal congoja. A la fatiga se juntaba el desaliento, y al desaliento la melancolía de la nostalgia. También el Hijo del Trueno sentía la hora de la carne, que hacía germinar el asco de la vida en el alma gigantesca del Apóstol de las Gentes. De repente, una luz delante de él, y un susurro y una ráfaga de aromas. No son las flores que crecen junto al Ebro, ni el cantar de las aguas en el cauce profundo; es una aparición celeste, una mirada que él conoce muy bien, que otras veces ha iluminao su corazón y ha encaminado su vida: es la Virgen María, que le sonríe y le habla y le consuela... Dicen que en aquel momento tuvo Santiago la visión de un glorioso porvenir. No había trabajado en vano: regada con sus sudores, la semilla evangélica germinaría en aquellas almas tercas, para producir frutos espléndidos de renunciamiento y de santidad. Su corazón fulmíneo pasaría a inflamar al gran pueblo ibérico, levantándole hasta la cumbre de los heroísmos cristianos.

En los primeros meses del año 44, el hijo del Cebedeo aparece de nuevo en Jerusalén, y los libros santos van a recoger por última vez su nombre. Protegido por Roma, el reyezuelo Herodes Agripa gobierna las regiones del Jordán. A la flexibilidad de su raza, este nieto de Herodes el Grande juntaba un arte maravilloso para intrigar e insinuarse en el espíritu de los amos del Imperio. Un momento estuvo a punto de traicionarle su estrella. Un capricho de Tiberio le lanzó desde la corte a la cárcel; otro de Calígula le subió de la cárcel al trono. Rey de Galilea, de Judea, de Samaria y de la parte oriental del Jordán, logra restablecer el Imperio de su abuelo Herodes el Grande. Más por política que por convicción, tiene el celo del mosaísmo. Embellece a Jerusalén, cuelga en el templo las cadenas de oro que le había regalado Calígula como recuerdo de su cautividad, adopta actitudes místicas, ofrece el diezmo del comino y la mostaza como el más puritano de los fariseos, se presenta en el santuario con el canastillo de las primicias, llora de emoción cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la Ley, y ofrece en un día millares de víctimas. Los judíos están orgullosos de aquel príncipe, cuya gloria empezaba a recordarles el esplendor del trono de David. Hay, sin embargo, una sombra que inquieta el sueño de los ortodoxos: es la obstinación de los discípulos del Crucificado, que se empeñan en introducir la división dentro de Israel. Estimulado por los celadores de la Ley, Agripa decide acabar con ellos. «En aquel tiempo—dicen los Actos—, Herodes hizo maltratar a algunos de la Iglesia, y mandó degollar a Santiago, hermano de Juan.» El ardor del Hijo del Trueno, su fogosidad, su entusiasmo, le señalaban entre todos al odio de los perseguidores. Un día, Cristo le había preguntado:

«¿Puedes beber el cáliz que voy a beber Yo?» Y su respuesta fue digna de un discípulo del Señor: «Puedo.» Y siguió la promesa del Salvador, que Santiago veía constantemente sobre su cabeza, como una corona de oro: «Pues bien, beberás mi cáliz.» Y le bebió sin temblar, el primero de los Apóstoles. En el siglo segundo, los ancianos de Alejandría contaban que el delator del apóstol, admirado de la firmeza con que confesaba su fe, se hizo discípulo de Jesucristo y compartió con su víctima los horrores del martirio. Habiéndose encontrado con el apóstol en el camino del suplicio, rogóle que le perdonase. Santiago se detuvo, le abrazó y le dijo: «Que la paz sea contigo.» Unos instantes después las dos cabezas rodaban por el suelo.

La persecución dispersa a los discípulos. Las rutas imperiales se iluminan, holladas por los pies de los evangelizadores de la paz; la brisa de la fe lleva a través de los pueblos las esencias del huerto de José de Arimatea. De Jope sale una barca, y en ella siete marineros y un sarcófago; salta sobre las olas blondas y azules, y el soplo de Dios la guía. Se alejan los olivares, las cúpulas y las torres; pronto desaparece también la giba huesuda del Carmelo. Entre el rumor del reino azul resuena el canto de los salmos, y el viento empuja la barquilla a través de las aguas centelleantes, de isla en isla y de promontorio en promontorio. Costas del Asia Menor, archipiélago helénico, penínsulas mediterráneas; hasta las columnas de Hércules, protegidas por los templos del Sol y de Venus marinera; hasta el mar oscuro por donde los navios de Gades y Tarteso caminaban a las islas del estaño; hasta las rías gallegas, que se visten de montes floridos y se constelan de conchas marinas con júbilo de expectación. Allí es el fin de la tierra y el fin de la navegación. Los siete marineros bajan el sarcófago, se adentran en la tierra, dan vista a las torres de Iria, y cerca de allí esconden su tesoro. El Nela y el Miño aprenden una nueva salmodia; arden los pinares célticos. Chispas de amor y luminarias de fe. Los primeros creyentes de España vienen a buscarlas entre las cenizas de Santiago, hijo del Cebedeo, uno de aquellos a quienes cupo una parte en la llama de las doce lenguas.

Viene luego la persecución. Decretos de emperadores, interrogatorios y martirios. Caen silenciosos sobre la tumba del apóstol y llueven olvidos. Es la época dura en que la semilla enraiza en la profundidad de la tierra; hielo de leyes romanas, vientos góticos y huracanes del desierto. Baja la inundación bárbara, herejía y hierro; sube una luna roja, en guadaña, símbolo de sangre y fuego. En la hora de la tribulación, España vuelve a acordarse de su apóstol. El Hijo del Trueno va a ser el compañero de su lucha milenaria contra el Islam. Nos lo dice por primera vez un obispo heroico, Odoario, que reedifica a Lugo y figura a la cabeza de los restauradores. Entre las iglesias que restaura, está la de Villa de Avezano, junto al Mino. Es en 757 cuando se empieza a organizar la Reconquista. Odoario avanza, funda y construye, él mismo nos lo dice, «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en honor de Santiago, a quien Tú, Señor, quisiste ensalzar, estableciéndole por patrono nuestro». «Una y otra vez—añade—vimos en este lugar grandes luces, y con este motivo. Dios puso en nuestro corazón el deseo de edificar al apóstol una iglesia.» Las luces de Avezano son el prólogo de las luces de Iria. Fue en 813. Donde llovieron olvidos, llueven ahora luceros. Un ermitaño ve la estrella colgada sobre el valle; los ángeles cantan entre los pinos; la cima de Pico Sacro se cubre de escudos guerreros y de lanzas fulgurantes; el obispo Teodomiro remueve afanoso la tierra; aparece el arca de cedro con las sagradas reliquias, y aquel lugar se llamará para siempre el Campo de la Estrella.

La estrella en éxtasis sobre el bosque se convierte en polvo de luz astral, y nace el camino de Santiago. Europa se estremece y emprende la marcha hacia la tumba descubierta. Alfonso el Casto se arrodilla el primero, y tras él una muchedumbre innumerable de reyes y de obispos, de menestrales y de guerreros, de siervos y de señores. El alma anhelante de la cristiandad recorre esa ruta durante siglos, con el bordón en la mano, la caperuza en la cabeza, el zurrón a la espalda y el manto adornado de conchas y azabaches. El camino francés—Roncesvalles, La Calzada, Burgos, León, Santiago—se ilumina de esperanzas, florece de leyenda, se anima de charlas, se alegra de canciones, se inunda de divinas misericordias que le transforman en torrente caudaloso de las luces invisibles del Cielo. La cadena de la peregrinación se agita numerosa de un lado a otro del mundo cristiano. Todas las lenguas y todos los trajes: labriegos de las orillas del Danubio y rubios habitantes del Báltico; pares de la corte de París y conquistadores normandos; ascetas del Oriente y artistas de Lombardía; santos aureolados de fuego místico y penitentes que buscan el olvido de sus crímenes. Pasa Raimundo de Tolosa, con sus caballeros y sus trovadores; Leonor de Aquitania, con los esplendores de su belleza; San Hugo y Pedro el Venerable, seguidos de sus cluniacenses; Luis de Francia, con todo el aparato cortesano; San Francisco, acompañado de su pobreza; San Simeón, el monje sirio,, de barba nevada y torrencial; San Gualberto y San Teobaldo; mensajeros de la remota Germania; Raimundo Lulio, que humedece el suelo con su llanto amoroso, y San Guillermo de Montevérgine, que arrastra las cadenas de su penitencia.

La basílica compostelana, la más bella de todas las basílicas que levantó el arte románico, recibe a todos los peregrinos en un abrazo cosmopolita. «Allí—dice el guía de la peregrinación, el Códice Calixtino, que describe con la más bella prosa del mundo las maravillas y emociones de la ruta—, allí, coros de peregrinos, agrupados por sus nacionalidades, entonan cánticos al son de las cítaras, ¡os tímpanos, las flautas, las violas y las chirimías. Unos lloran sus pecados, otros leen los santos libros, otros reparten limosnas a los paralíticos. El rumor se levanta hasta las nubes; la muchedumbre se mueve como las olas del mar. Las gentes entran, salen, presentan sus dones. El que llega triste, se retira alegre. Las puertas están siempre abiertas, y no se conoce lo que es una noche oscura. Por allí pasan los pobres y los felices, los caballeros y los peones, los ciegos y los mancos, los próceres y los menestrales, los prelados y los abades. Unos caminan con los pies descalzos; otros, cargados de hierro y plomo para las obras de la basílica; éstos, con una cruz en la mano; aquéllos, distribuyendo su dinero a los menesterosos. Hay quienes presentan los grillos y cadenas de que fueron librados por la virtud del Apóstol; y todos llevan la llama de la fe en sus pechos y una plegaria ferviente en los labios.»

Entre tanto, el Hijo del Trueno acompaña a los cruzados de la fe, preside la obra de la Reconquista, cabalga entre los guerreros tremolando el estandarte de la cruz, y al grito de «¡Santiago, y cierra, España!», las armas cristianas avanzan triunfantes hacia el Sur. Hasta que llegue el momento en que el pescador de Galilea, conocedor de mares y tormentas, guíe a las tres carabelas de la reina Isabel en la aventura más sublime de la historia de los hombres.

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