domingo, 31 de julio de 2016

Homilía


Con estas palabras se inicia el Libro del Eclesiastés o Qohélet, que nos presenta la liturgia de hoy.

Sorprenden estas expresiones en uno de los Libros más bellamente escritos de la Biblia cuando muchas familias están disfrutando de vacaciones largamente esperadas.

El Eclesiastés, si bien insiste en que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que “la única felicidad del hombre está en comer, beber y disfrutar del fruto de su trabajo”, reafirma al final que “toda felicidad posible es don de Dios”.

Si la nada invade nuestro mundo, falta fe y todo da lo mismo, incluyendo la libertad personal: ¿qué sentido tiene la vida?

Las experiencias negativas dejan huella en el corazón humano y son antesala de ideas pesimistas sobre el mundo y las personas.

La filosofía existencialista, surgida después de las luchas encarnizadas de la II Guerra Mundial y de decenas de millones de muertos, termina en la nada.

Jean Paul Sastre, uno de los más cualificados pensadores de esta corriente, afirma en su libro “La Náusea”  “todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”.

La vida es, por tanto, es para él una pasión inútil; todo empieza y acaba en la tierra.


Las palabras de San Pablo son claramente contrapuestas al existencialismo.

Quiere el Apóstol que nos despojemos de la lujuria, la inmoralidad y los deseos rastreros, que dan paso a las pasiones, para revestirnos del hombre nuevo y renovado a imagen de Dios.

Surge entonces la pregunta: ¿Tenemos que despreciar los cristianos los bienes de la tierra?

Jesús nos alerta en el evangelio del peligro de la codicia, del afán de poseer riquezas y de asegurarse un futuro confortable, pero no se desentiende de los asuntos temporales -ya hay profesionales competentes que lo hacen- sino que centra su atención en las actitudes de fe para facilitar su resolución.

En el ejemplo del labrador avaro nos da un toque de atención sobre los vacíos de la existencia cuando se ningunea al Creador.

Rellenar la nada con bienes y aliviar el hastío con comida y bebida es lo que hacemos en las sociedades capitalistas, que llevan el consumo a límites extremos.

Sin embargo, todo cambia cuando nuestra vida se deja empapar por la lluvia de la transcendencia y es Dios el árbitro supremo.

Entonces se acrecienta el respeto a la naturaleza, a la sucesión de las estaciones, a los pequeños detalles de cada día, a la comunicación humana, al trabajo que ennoblece, al amor entregado y la muerte como encuentro definitivo con la Nueva Vida que nos aguarda.


La condena del labrador avaro no apunta al trabajo desarrollado por él, ni a los bienes que ha ganado, sino a su egoísmo y a no querer compartirlos.

“Ser rico a los ojos de Dios” supone autodisciplina, humildad y respeto, para no imponer nuestro “dominio espiritual” sobre las personas, ni nuestro poder económico.

Hace bastantes años que Mons. Buxarrais, obispo de Málaga, dejó la diócesis para sumergirse en el anonimato de una leprosería.

Lo mismo cabe decir de Mons. Nicolás Castellanos, obispo de Palencia, que ejerce su apostolado como coadjutor de una parroquia en el altiplano boliviano.

Ambos ejemplos nos reconfortan.


¿De qué nos sirve tener muchos bienes si carecemos de salud?

¿De qué nos sirve dominar el mundo, si no gozamos del respeto de los seres queridos?

¿De qué nos sirve ganar grandes premios, si no tenemos a nadie con quién disfrutarlos?

¿De qué nos sirve los conocimientos científicos, si no los compartimos con los demás?

¿De qué nos sirve las experiencias vividas, si las utilizamos como arma sicológica para poner trabas a la libertad creativa de los demás?

¿De qué nos sirve la gloria del mundo, si con ella no alcanzamos la felicidad?

¿De qué nos sirve las prácticas religiosas, si somos insensibles a las necesidades de los seres humanos y nuestro corazón está lejos de Dios?

El materialismo mantiene las estructuras de pecado, el origen de las desigualdades en la convivencia humana y la causa de la explotación entre los pueblos.

Por eso, ya los Santos Padres de la Iglesia decían que todo lo que nos sobra no nos pertenece; es propiedad de los pobres.

Atentamos contra ellos cuando malgastamos el dinero en cosas superfluas o tiramos los alimentos a la basura sin que nos remuerda la conciencia.

Todo esto es vanidad sin sentido.

No es vanidad sin sentido aferrarnos a los bienes espirituales, los únicos que perduran y no quedan consumidos por el orín, la polilla y la podredumbre.

No es vanidad sin sentido hacer de la vida un ideal que ocupe nuestros sueños.

No es vanidad sin sentido buscar retos diarios para superarnos en el ejercicio de las buenas obras, disfrutar de la amistad, de la familia y del regalo de la vida como expresión del amor de Dios.

No es vanidad sin sentido contribuir con nuestra entrega generosa al bien común.

Somos ricos cuando nos damos a nosotros mismos; somos pobres cuando nos preocupamos de atesorar y no compartir.

Dios es el que mide nuestra riqueza y pobreza con la balanza del amor.


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