La palabra famosa del Evangelio que pobló el desierto de anacoretas fue también la que movió al primero y más grande de ellos. «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, distribuye el dinero a los pobres, y sígueme.» Antonio tenía veinte años cuando este consejo, recogido un día al desgaire en la asamblea de los cristianos, empezó a escarabajear en el fondo de su alma. Poco después vendía sus ciento cincuenta yugadas de tierra, dejaba su casa, salía de su ciudad de Coman, cerca de Heraclea, entre el bajo Egipto y la Tebaida, y desaparecía en la vasta soledad.
Refugióse primero en un desierto que se extiende cerca de Menfis, en la parte oriental del Nilo; vivió después algún tiempo en un sepulcro antiguo; pasó más tarde a un castillo arruinado, que fue su morada durante veinte años, y, finalmente, remontando el curso del Nilo, llegó hasta cerca de Tebas, caminó luego hacia el Oriente, y, después de recorrer unas treinta millas, vio una pequeña montaña que se alzaba a pocas leguas del mar Rojo, y al pie de ella una fuente abundante, sombreada por frondosas palmeras. Allí construyó una choza de dos varas en cuadro, que fue su residencia definitiva.
Pero el que había huido de los hombres se encontraba la soledad poblada de demonios. El espíritu del mal, que había adivinado en aquel joven el padre de una raza heroica, se presenta delante de él con sus innumerables transformaciones y sus especies infinitas. Sus ejércitos invaden la arena que ha de ser durante siglos el campo de las mayores hazañas. Antonio veía el mundo cubierto por las redes de sus asechanzas, y el enemigo se le presentaba como un monstruo disforme, cuya cabeza tocaba con las nubes y en cuyas garras quedaban prendidas muchas almas que intentaban volar hasta Dios. «Terribles y pérfidos son nuestros adversarios—dirá más tarde a sus discípulos—. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros.»
Era un experimentado quien hablaba. Al principio de su vida eremítica tuvo que luchar con las más patéticas estratagemas del infierno. Coronados de rosas o de cuernos, enormes como torres o diminutos e impalpables como duendes; bellos como dioses paganos majestuosos e hirsutos como profetas hebreos, transformados en larvas o cubiertos de pústulas repugnantes, con aposturas de efebos encantadores o con ademanes de ascetas encanecidos en la práctica de la virtud, los emisarios de Luzbel estaban siempre a su lado, tentadores y atormentadores. Tomaban la imagen de un niño desvalido, que, recostado a la puerta de su cabaña, lloraba sin cesar hasta que el Padre, lleno de compasión, se acercaba para socorrerlo; o bien, metamorfoseándose en algún religioso, se cruzaban en su camino pidiéndole sus bendiciones. Otras veces, viendo que estos ardides eran estériles, turbaban sus sueños, sugiriéndole visiones de grandeza y poderío. Pero como el santo demostraba el más absoluto desdén por los esplendores terrenales, Satanás ponía en juego todo el poderío de sus legiones malditas. Ni un paso podía dar el solitario sin ver surgir de la tierra piaras innumerables de puercos que gruñían espantosamente, manadas de chacales que estremecían con sus alaridos la soledad, millares de serpientes y de dragones que le rodeaban echando fuego por la boca. La choza se tambaleaba con la tempestad de rugidos, silbidos y estridores de aquellas fieras monstruosas. Una vez, en medio de esta lucha, Antonio vio que sobre lo alto de la montaña se abría el cielo, dejando escapar una gran claridad, que ahuyentó a los espíritus de las tinieblas. «¿Dónde estabas, mi buen Jesús?—exclamó entonces el solitario—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?» Y de entre la nube luminosa salió una voz que le decía: «Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño.» Pero el demonio, que es muy sabio, cambió desde entonces de táctica; olvidando la violencia y el furor, echó mano de la malicia y la sutileza. Con una ligereza imperceptible trataba de insinuarse en todos los actos de su enemigo: tomaba voz angélica para alabar su penitencia y cantar su perfección; cambiaba sus alimentos por otros más exquisitos; trastornaba el orden de las letras en las Sagradas Escrituras; cerraba los párpados del anacoreta cuando velaba y usaba toda suerte de mañas para distraerle en sus rezos.
Frutos de esta lucha encarnizada fueron una paciencia celestial, una dulzura seráfica, una calma infinita. Antonio había penetrado desde este mundo en la serenidad de los escogidos. Las gentes iban a verle, y, aunque ni por su traje ni por sus maneras tenía distintivo alguno, le reconocían apenas se encontraban frente a él. Un solitario acostumbraba a hacerle cada año una visita, pero sin decirle nunca una sola palabra. Como el santo le preguntase la causa de aquel silencio: «Padre mío—respondió él—, con veros me basta.» Hasta su celda llegaban los sacerdotes de los ídolos, los obispos católicos, los doctores de la Iglesia y los sabios paganos. Una vez preguntó a dos de ellos, que habían venido atraídos por la curiosidad: «¿Por qué, oh filósofos, os habéis molestado por ver a un insensato?» «No te creemos tal—respondieron ellos—; al contrario, la sabiduría ha descendido sobre tu cabeza.» «Si creéis que soy sabio—replicó él—, debéis imitarme; pues no es de cuerdos huir de aquello que se aprecia.» A Dídimo, el famoso sabio cristiano, le preguntó si estaba triste por haber perdido la vista, y como él contestase afirmativamente, replicó Antonio: «Es extraño que un hombre tan sensato como vos eche de menos los ojos, que nos son comunes con las moscas, teniendo la luz más preciosa de los Apóstoles y los santos.»
La vida del hombre de Dios, como se le llamaba, era el más puro espejo de la bienaventuranza. Vencedor de todas las tentaciones, diríase que su ser había sido creador para resumir la santidad perfecta. Si los hombres acudían a su celda, no era menor el concurso de los bienaventurados. Desvanecidos los artificios del infierno a la voz del Señor, visitas celestes empezaban a ofrecerle el seráfico espectáculo de todas las beatitudes. Sus actos más insignificantes dictábanselos aquellos luminosos visitantes. Los ángeles viajaban con él, le introducían en el secreto de los corazones, velaban su sueño y le revelaban las cosas lejanas. Ninguna huella de amargura había quedado en él de los dolores pasados. Oyéndolo, creeríase oír a un niño en cuyo pecho no ha palpitado la menor pasión malsana. Una sonrisa seráfica florecía perennemente en sus labios, y sus ojos eran como dos manantiales de aguas inmaculadas. «Los rezos y las lágrimas—decía—purifican hasta lo más impuro.» Y agregaba: «Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio.»
El demonio seguía presentándose delante de él, pero Antonio le trataba como a un vencido. En su visita a Pablo, el eremita centenario, que vivía al otro lado del Nilo, se le apareció metamorfoseado en toda suerte de animales fabulosos, centauros, dragones, hipogrifos y arpías. «En un valle—dice San Jerónimo—vio un hombrecillo pequeño, que tenía las narices corvas y la frente áspera, con unos cornezuelos y pies de cabra en la última parte del cuerpo. Sin turbarse con este espectáculo, Antonio asió como buen soldado el escudo de la fe y la cota de la esperanza; pero el animal, manifestando sus intenciones pacíficas, le trajo unos dátiles para el camino; lo cual, visto por el santo, se detuvo y preguntó: «¿Quién eres?» «Yo soy mortal—respondió el trasgo—y uno de los habitadores del yermo, a quien la gentilidad reverencia con el nombre de sátiros, faunos e íncubos; y vengo a ti, por embajador de mi gente, a pedirte que ruegues por nosotros al Dios común de todos, el cual sabemos que vino por la salud del mundo.» Oyendo estas cosas, el viejo caminante regaba su rostro con muchas lágrimas y holgábase mucho por la gloria de Cristo y caída de Satanás, e hiriendo con su báculo la tierra, decía: «¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en lugar de Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, en quien han concurrido todos los vicios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora, pues las bestias confiesan a Cristo, y tú te postras delante de los monstruos?» Y para que se crea su relato, añade San Jerónimo que en tiempo del emperador Constantino se trajo a Alejandría un hombre como éste, que fue la admiración de todo el pueblo; y después de muerto, salaron el cuerpo y lo llevaron a Antioquía para que el emperador lo viese.
Entretanto, Antonio se había convertido en padre de un pueblo nuevo. Eran los anacoretas, los sublimes habitantes de las montañas inhospitalarias y los arenales espantosos, representantes generosos de una humanidad superior, admirable hasta en sus mismos defectos, figuras de una fabulosa epopeya mística, cuyo primer canto es la vida de Antonio, el patriarca de todos ellos. Sisoes, el que, deseoso de llegar al reposo absoluto, se sentaba durante la noche en una roca al borde de un precipicio y oraba en alta voz hasta que los primeros rayos del sol doraban su frente; Salamanes, que se dejaba llevar por devotos raptores de una ribera a otra del Eufrates sin pronunciar una sola palabra; Benjamín, que, más perfecto que el Job antiguo, bendecía sin cesar al Señor por haberle dado una enfermedad monstruosa; Moisés el Negro, que, siendo sorprendido por cuatro bandoleros, desarmólos sin hacerles daño, encadenólos, con mucho cuidado y luego los llevó a cuestas a la iglesia para obligarlos a alabar a Dios; Isidoro, que en ochenta años no se lavó jamás, ni se puso más vestidos sino los indispensables para no ir desnudo, ni comió nunca sino raíces crudas; Arsenio, que, después de haber figurado en la corte imperial como la mayor lumbrera del siglo, convirtióse en el discípulo más humilde de los anacoretas de Scete; Apolo, que sabía arrodillarse ante los pecadores y castigar el orgullo de los obispos y los magistrados; Juan el Enano, que, en el frenesí de su caridad, pedía que lloviesen bendiciones en vez de agua, aunque se secasen las fuentes; Poimen, que, al lapidar a los ídolos, les pedía perdón por si les causaba alguna pena; todos ellos son hijos espirituales, discípulos, imitadores y continuadores de Antonio. Su anhelo era imitar la vida del Padre, seguir sus consejos, poner en práctica la divina sabiduría de sus máximas. Habían llegado al yermo atraídos por el prestigio de su nombre, y ya no pudieron separarse de él. Levantaron una choza cerca de la suya, trabajaron como él, aprendieron de él a orar, y se constituyeron en grupos numerosos y entusiastas. Eran miles y miles; en el monte de Colzún, donde residía el patriarca; en la ciudad anacorética de Pispir, junto al Nilo; en los alrededores de Tebas y en las cercanías de Menfis.
Antonio les aconsejaba, les dirigía y les enriquecía con los tesoros de su doctrina. De sus labios salían palabras que hubiérase dicho dictadas por nuestro Señor Jesús. A los que parecían susceptibles de orgullo, les hablaba de este modo: «A menudo nos engañamos sobre nosotros mismos, porque no conocemos nuestras faltas, y nos creemos perversos siendo buenos, y nos creemos buenos siendo perversos. Pero Dios conoce el secreto de la verdad. Así, hermanos, dejémoslo todo a su juicio, no oyendo sino la voz de nuestra conciencia.» A los que se sentían torturados por las inquietudes del mal, reprendíales diciendo: «Nada es tan vano como la desesperación. Llorad, que las lágrimas lavan el alma; llorad sin descanso, hasta que la losa de plomo que pesa sobre vosotros se derrita con el calor de vuestras lágrimas.» A los que carecían de paciencia, comparábalos a una casa de bella fachada, pero saqueada por los salteadores, y a los avaros les decía: «Hijos míos, dejadme que os diga lo que me ha enseñado la experiencia. La vida del hombre es brevísima, comparada con los siglos que han de seguir. Trabajamos en la tierra y heredamos en el cielo. Un hombre que diese una dracma de cobre por cien de oro, daría poco y ganaría mucho. Así hará aquel que, señor de toda la tierra, renuncie a ella para ganarse el Paraíso. ¿A qué adquirir lo que no podemos llevar con nosotros? Busquemos lo que nos ha de seguir siempre: la prudencia, la justicia, la dulzura y el amor de Cristo.»
Sus cóleras las guardaba Antonio para los herejes. A los cien años no dudaba en presentarse en Alejandría para amedrentarlos; mas pronto aparecía de nuevo en la montaña de Colzún cultivando su viña, regando sus coles, haciendo esteras, pasando la noche en oración y clamando cuando amanecía: «Oh sol, ¿por qué vienes a distraerme con tus rayos? ¿Por qué me robas la claridad de la verdadera luz?» Hasta que vio en lontananza brillar el sol que nunca se esconde. Entonces llamó a sus discípulos, les dio las últimas recomendaciones, les mandó ocultar su cuerpo para que no le adorasen los egipcios, y, después de entregarles su cilicio en herencia, puso su espíritu en manos de sus compañeros, los ángeles, que le llevaron al cielo. Su túnica la heredó San Atanasio, patriarca de Alejandría, que fue su biógrafo y el primero de sus admiradores.
Refugióse primero en un desierto que se extiende cerca de Menfis, en la parte oriental del Nilo; vivió después algún tiempo en un sepulcro antiguo; pasó más tarde a un castillo arruinado, que fue su morada durante veinte años, y, finalmente, remontando el curso del Nilo, llegó hasta cerca de Tebas, caminó luego hacia el Oriente, y, después de recorrer unas treinta millas, vio una pequeña montaña que se alzaba a pocas leguas del mar Rojo, y al pie de ella una fuente abundante, sombreada por frondosas palmeras. Allí construyó una choza de dos varas en cuadro, que fue su residencia definitiva.
Pero el que había huido de los hombres se encontraba la soledad poblada de demonios. El espíritu del mal, que había adivinado en aquel joven el padre de una raza heroica, se presenta delante de él con sus innumerables transformaciones y sus especies infinitas. Sus ejércitos invaden la arena que ha de ser durante siglos el campo de las mayores hazañas. Antonio veía el mundo cubierto por las redes de sus asechanzas, y el enemigo se le presentaba como un monstruo disforme, cuya cabeza tocaba con las nubes y en cuyas garras quedaban prendidas muchas almas que intentaban volar hasta Dios. «Terribles y pérfidos son nuestros adversarios—dirá más tarde a sus discípulos—. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros.»
Era un experimentado quien hablaba. Al principio de su vida eremítica tuvo que luchar con las más patéticas estratagemas del infierno. Coronados de rosas o de cuernos, enormes como torres o diminutos e impalpables como duendes; bellos como dioses paganos majestuosos e hirsutos como profetas hebreos, transformados en larvas o cubiertos de pústulas repugnantes, con aposturas de efebos encantadores o con ademanes de ascetas encanecidos en la práctica de la virtud, los emisarios de Luzbel estaban siempre a su lado, tentadores y atormentadores. Tomaban la imagen de un niño desvalido, que, recostado a la puerta de su cabaña, lloraba sin cesar hasta que el Padre, lleno de compasión, se acercaba para socorrerlo; o bien, metamorfoseándose en algún religioso, se cruzaban en su camino pidiéndole sus bendiciones. Otras veces, viendo que estos ardides eran estériles, turbaban sus sueños, sugiriéndole visiones de grandeza y poderío. Pero como el santo demostraba el más absoluto desdén por los esplendores terrenales, Satanás ponía en juego todo el poderío de sus legiones malditas. Ni un paso podía dar el solitario sin ver surgir de la tierra piaras innumerables de puercos que gruñían espantosamente, manadas de chacales que estremecían con sus alaridos la soledad, millares de serpientes y de dragones que le rodeaban echando fuego por la boca. La choza se tambaleaba con la tempestad de rugidos, silbidos y estridores de aquellas fieras monstruosas. Una vez, en medio de esta lucha, Antonio vio que sobre lo alto de la montaña se abría el cielo, dejando escapar una gran claridad, que ahuyentó a los espíritus de las tinieblas. «¿Dónde estabas, mi buen Jesús?—exclamó entonces el solitario—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?» Y de entre la nube luminosa salió una voz que le decía: «Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño.» Pero el demonio, que es muy sabio, cambió desde entonces de táctica; olvidando la violencia y el furor, echó mano de la malicia y la sutileza. Con una ligereza imperceptible trataba de insinuarse en todos los actos de su enemigo: tomaba voz angélica para alabar su penitencia y cantar su perfección; cambiaba sus alimentos por otros más exquisitos; trastornaba el orden de las letras en las Sagradas Escrituras; cerraba los párpados del anacoreta cuando velaba y usaba toda suerte de mañas para distraerle en sus rezos.
Frutos de esta lucha encarnizada fueron una paciencia celestial, una dulzura seráfica, una calma infinita. Antonio había penetrado desde este mundo en la serenidad de los escogidos. Las gentes iban a verle, y, aunque ni por su traje ni por sus maneras tenía distintivo alguno, le reconocían apenas se encontraban frente a él. Un solitario acostumbraba a hacerle cada año una visita, pero sin decirle nunca una sola palabra. Como el santo le preguntase la causa de aquel silencio: «Padre mío—respondió él—, con veros me basta.» Hasta su celda llegaban los sacerdotes de los ídolos, los obispos católicos, los doctores de la Iglesia y los sabios paganos. Una vez preguntó a dos de ellos, que habían venido atraídos por la curiosidad: «¿Por qué, oh filósofos, os habéis molestado por ver a un insensato?» «No te creemos tal—respondieron ellos—; al contrario, la sabiduría ha descendido sobre tu cabeza.» «Si creéis que soy sabio—replicó él—, debéis imitarme; pues no es de cuerdos huir de aquello que se aprecia.» A Dídimo, el famoso sabio cristiano, le preguntó si estaba triste por haber perdido la vista, y como él contestase afirmativamente, replicó Antonio: «Es extraño que un hombre tan sensato como vos eche de menos los ojos, que nos son comunes con las moscas, teniendo la luz más preciosa de los Apóstoles y los santos.»
La vida del hombre de Dios, como se le llamaba, era el más puro espejo de la bienaventuranza. Vencedor de todas las tentaciones, diríase que su ser había sido creador para resumir la santidad perfecta. Si los hombres acudían a su celda, no era menor el concurso de los bienaventurados. Desvanecidos los artificios del infierno a la voz del Señor, visitas celestes empezaban a ofrecerle el seráfico espectáculo de todas las beatitudes. Sus actos más insignificantes dictábanselos aquellos luminosos visitantes. Los ángeles viajaban con él, le introducían en el secreto de los corazones, velaban su sueño y le revelaban las cosas lejanas. Ninguna huella de amargura había quedado en él de los dolores pasados. Oyéndolo, creeríase oír a un niño en cuyo pecho no ha palpitado la menor pasión malsana. Una sonrisa seráfica florecía perennemente en sus labios, y sus ojos eran como dos manantiales de aguas inmaculadas. «Los rezos y las lágrimas—decía—purifican hasta lo más impuro.» Y agregaba: «Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio.»
El demonio seguía presentándose delante de él, pero Antonio le trataba como a un vencido. En su visita a Pablo, el eremita centenario, que vivía al otro lado del Nilo, se le apareció metamorfoseado en toda suerte de animales fabulosos, centauros, dragones, hipogrifos y arpías. «En un valle—dice San Jerónimo—vio un hombrecillo pequeño, que tenía las narices corvas y la frente áspera, con unos cornezuelos y pies de cabra en la última parte del cuerpo. Sin turbarse con este espectáculo, Antonio asió como buen soldado el escudo de la fe y la cota de la esperanza; pero el animal, manifestando sus intenciones pacíficas, le trajo unos dátiles para el camino; lo cual, visto por el santo, se detuvo y preguntó: «¿Quién eres?» «Yo soy mortal—respondió el trasgo—y uno de los habitadores del yermo, a quien la gentilidad reverencia con el nombre de sátiros, faunos e íncubos; y vengo a ti, por embajador de mi gente, a pedirte que ruegues por nosotros al Dios común de todos, el cual sabemos que vino por la salud del mundo.» Oyendo estas cosas, el viejo caminante regaba su rostro con muchas lágrimas y holgábase mucho por la gloria de Cristo y caída de Satanás, e hiriendo con su báculo la tierra, decía: «¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en lugar de Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, en quien han concurrido todos los vicios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora, pues las bestias confiesan a Cristo, y tú te postras delante de los monstruos?» Y para que se crea su relato, añade San Jerónimo que en tiempo del emperador Constantino se trajo a Alejandría un hombre como éste, que fue la admiración de todo el pueblo; y después de muerto, salaron el cuerpo y lo llevaron a Antioquía para que el emperador lo viese.
Entretanto, Antonio se había convertido en padre de un pueblo nuevo. Eran los anacoretas, los sublimes habitantes de las montañas inhospitalarias y los arenales espantosos, representantes generosos de una humanidad superior, admirable hasta en sus mismos defectos, figuras de una fabulosa epopeya mística, cuyo primer canto es la vida de Antonio, el patriarca de todos ellos. Sisoes, el que, deseoso de llegar al reposo absoluto, se sentaba durante la noche en una roca al borde de un precipicio y oraba en alta voz hasta que los primeros rayos del sol doraban su frente; Salamanes, que se dejaba llevar por devotos raptores de una ribera a otra del Eufrates sin pronunciar una sola palabra; Benjamín, que, más perfecto que el Job antiguo, bendecía sin cesar al Señor por haberle dado una enfermedad monstruosa; Moisés el Negro, que, siendo sorprendido por cuatro bandoleros, desarmólos sin hacerles daño, encadenólos, con mucho cuidado y luego los llevó a cuestas a la iglesia para obligarlos a alabar a Dios; Isidoro, que en ochenta años no se lavó jamás, ni se puso más vestidos sino los indispensables para no ir desnudo, ni comió nunca sino raíces crudas; Arsenio, que, después de haber figurado en la corte imperial como la mayor lumbrera del siglo, convirtióse en el discípulo más humilde de los anacoretas de Scete; Apolo, que sabía arrodillarse ante los pecadores y castigar el orgullo de los obispos y los magistrados; Juan el Enano, que, en el frenesí de su caridad, pedía que lloviesen bendiciones en vez de agua, aunque se secasen las fuentes; Poimen, que, al lapidar a los ídolos, les pedía perdón por si les causaba alguna pena; todos ellos son hijos espirituales, discípulos, imitadores y continuadores de Antonio. Su anhelo era imitar la vida del Padre, seguir sus consejos, poner en práctica la divina sabiduría de sus máximas. Habían llegado al yermo atraídos por el prestigio de su nombre, y ya no pudieron separarse de él. Levantaron una choza cerca de la suya, trabajaron como él, aprendieron de él a orar, y se constituyeron en grupos numerosos y entusiastas. Eran miles y miles; en el monte de Colzún, donde residía el patriarca; en la ciudad anacorética de Pispir, junto al Nilo; en los alrededores de Tebas y en las cercanías de Menfis.
Antonio les aconsejaba, les dirigía y les enriquecía con los tesoros de su doctrina. De sus labios salían palabras que hubiérase dicho dictadas por nuestro Señor Jesús. A los que parecían susceptibles de orgullo, les hablaba de este modo: «A menudo nos engañamos sobre nosotros mismos, porque no conocemos nuestras faltas, y nos creemos perversos siendo buenos, y nos creemos buenos siendo perversos. Pero Dios conoce el secreto de la verdad. Así, hermanos, dejémoslo todo a su juicio, no oyendo sino la voz de nuestra conciencia.» A los que se sentían torturados por las inquietudes del mal, reprendíales diciendo: «Nada es tan vano como la desesperación. Llorad, que las lágrimas lavan el alma; llorad sin descanso, hasta que la losa de plomo que pesa sobre vosotros se derrita con el calor de vuestras lágrimas.» A los que carecían de paciencia, comparábalos a una casa de bella fachada, pero saqueada por los salteadores, y a los avaros les decía: «Hijos míos, dejadme que os diga lo que me ha enseñado la experiencia. La vida del hombre es brevísima, comparada con los siglos que han de seguir. Trabajamos en la tierra y heredamos en el cielo. Un hombre que diese una dracma de cobre por cien de oro, daría poco y ganaría mucho. Así hará aquel que, señor de toda la tierra, renuncie a ella para ganarse el Paraíso. ¿A qué adquirir lo que no podemos llevar con nosotros? Busquemos lo que nos ha de seguir siempre: la prudencia, la justicia, la dulzura y el amor de Cristo.»
Sus cóleras las guardaba Antonio para los herejes. A los cien años no dudaba en presentarse en Alejandría para amedrentarlos; mas pronto aparecía de nuevo en la montaña de Colzún cultivando su viña, regando sus coles, haciendo esteras, pasando la noche en oración y clamando cuando amanecía: «Oh sol, ¿por qué vienes a distraerme con tus rayos? ¿Por qué me robas la claridad de la verdadera luz?» Hasta que vio en lontananza brillar el sol que nunca se esconde. Entonces llamó a sus discípulos, les dio las últimas recomendaciones, les mandó ocultar su cuerpo para que no le adorasen los egipcios, y, después de entregarles su cilicio en herencia, puso su espíritu en manos de sus compañeros, los ángeles, que le llevaron al cielo. Su túnica la heredó San Atanasio, patriarca de Alejandría, que fue su biógrafo y el primero de sus admiradores.
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