domingo, 29 de mayo de 2016

Homilía


La Iglesia presenta a la Eucaristía como el “Sacramento de nuestra fe”, fundamento de toda nuestra vida cristiana

Durante cuarenta días Jesús se hizo presente ante sus discípulos enseñándoles sobre el misterio del Reino de Dios, dándoles instrucciones y compartiendo con ellos antes de regalarles su Espíritu Santo.

Desde esta luz de Pentecostés, van reafirmando su identidad y el sentido de la misión a la que han sido llamados.

Todo, gracias al encuentro definitivo con el Resucitado, que cambiará sus vidas y los fortalecerá en los momentos de la prueba.

Ellos sienten la necesidad de compartir la experiencia, rememorar y hacer presente al Señor que les había dicho “Haced esto en memoria mía” y “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”
(I Corintios 11,26-27).

El relato de San Pablo sobre la institución de la Eucaristía en su Carta a los Corintios es el más antiguo que se conoce, anterior al de los Evangelios.

San Pablo no hace más que recoger la práctica de los primeros cristianos, que tiene su origen en Jesús.

La Cena, siguiendo los gestos que el mismo Jesús había realizado, era sacramento de su misma presencia gloriosa y resucitada.

“Esto es mi cuerpo”, vida que se entrega por nosotros y por todos los hombres para remisión de los pecados.

El pan partido y repartido, el pan eucarístico, representa la suprema generosidad de Jesús al darse a sí mismo, al convertirse en alimento que nos fortalece y en fuente inagotable de vida eterna.

Por eso, la Eucaristía que hoy solemnemente festejamos, nos invita a seguir el mismo camino de entrega de Jesús, hasta dar la vida por los hermanos.

Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor, acogiendo el don gratuito de su presencia salvadora, debe ser un revulsivo inigualable para confesar su nombre, no sólo de palabra, sino también con obras.

No podemos olvidar que cuando San Pablo recuerda a los Corintios la institución de la Eucaristía, lo hace desde el contexto de división existente en esta joven comunidad.

La Eucaristía es una llamada a compartir lo que somos y tenemos; una llamada a la caridad, a la solidaridad cristiana, a la unidad fraterna.

La exhortación de San Pablo a que nos examinemos por dentro antes de recibir la Eucaristía, nos da una idea clara de la singular importancia que él mismo da al “Sacramento por excelencia de la Iglesia,” que nos muestra a Cristo, a través de los sacerdotes, para “anunciar su muerte y proclamar su resurrección hasta que El vuelva”.

El relato de la multiplicación de los panes y los peces del evangelio según San Lucas se enmarca en el ámbito de colaboración de los discípulos en el anuncio del Reino y en la curación de enfermos.

Días antes habían sido enviados por Jesús para evangelizar pueblos y aldeas.

Habían actuado con generosidad, sin llevar calzado de repuesto, ni comida, ni dinero.

Y no les faltó de nada.

Ahora Jesús les da una suprema lección ante la muchedumbre hambrienta al decirles. “dadles vosotros de comer”.

La respuesta de los discípulos parece lógica dentro de un contexto materialista:

“doscientos denarios de pan no bastan para dar alimento a tanta gente”.

Pero el milagro auténtico viene más de lo que uno da que de lo que recibe.

Sin los cinco panes y los dos peces el milagro no habría sido posible.

Cuando uno da lo que tiene, siempre se opera el milagro.

Hay personas que se preguntan cómo pueden sobrevivir en el mundo tantos millones de pobres sin apenas recursos.

Pues sobreviven, porque comparten desde su pobreza.

La multiplicación de los panes y los peces es un signo de Jesús para que aprendamos a compartir, y una lección a la humanidad egoísta que piensa más en los números económicos que en las necesidades íntimas de las personas.

Hoy he leído en un periódico de tirada nacional las cifras escalofriantes de Cáritas:

“Existen en España más de 8 millones de pobres con graves necesidades”.

La larga caravana de los que no tienen voz, ni techo, ni dinero, ni estudios, ni amigos se engrosa cada día al compás de la crisis económica y la tremenda frivolidad irresponsable de algunos de nuestros gobernantes, poco propicios a examinar los suburbios de la pobreza y los gritos de los hambrientos.

Que quienes critican tan negativamente a la Iglesia por atávicos prejuicios tomen buena nota de su entrega caritativa y de su sabiduría de siglos.

Allí donde no llegan las arcas del Estado, llega la Iglesia, porque los problemas no se solucionan desde los fríos datos estadísticos o liberando dinero, sino compartiendo la vida y estando al lado de los que sufren.

¡Claro que se necesita dinero!

Sería de necios no verlo, y lo pedimos hoy en la colecta.

Pero el gran milagro eucarístico nace en el corazón de todo hombre o mujer que se hace pan de entrega, triturado en el molino de la vida, y derrama, como Jesús, el vino alegre de la esperanza para llenar el corazón de los sedientos de afecto y de todo tipo de necesidades.


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