domingo, 8 de mayo de 2016

Homilía


Los discípulos, a pesar de los años vividos junto a Jesús, no habían captado bien su mensaje.

No les agradaba que el Maestro les hablara de pasión y de muerte.

Ellos esperaban, como la mayoría de sus contemporáneos, un Mesías político y guerrero, que aplastaría a los enemigos de Israel y restauraría la monarquía davídica.

Por eso se sienten escandalizados, defraudados y llenos de miedo frente a la cruz, símbolo de esclavitud y de fracaso.

Hoy, Jesús, antes de subir al cielo, les explica todo lo sucedido y les abre la inteligencia para que comprendan el sentido de su condena a muerte, la corona de espinas, los azotes, la crucifixión, muerte y resurrección.

También nosotros necesitamos comprender que las crisis y pruebas que sufrimos no son un paréntesis en nuestra vida de fe, sino una parte importante para madurar en nuestro camino espiritual y asumir la misma soledad y abandono que sufrió Jesús en la cruz.

Es duro aceptarlo, pero saber que Él nos ha precedido nos sirve de ayuda y consuelo.

Sabemos que no nos deja huérfanos, aunque aparentemente se ausente en los momentos claves.

Sigue estando presente de forma misteriosa.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos muestra que las experiencias vividas, especialmente las más duras, no pueden quedar ancladas en sentimentalismos inoperantes.

No basta con aprender el mensaje cristiano; hay que vivirlo.

Jesús nos invita con estas palabras a entregar nuestra vida.

“Testigo” en griego significa mártir.

Muchos de los primeros cristianos lo fueron, porque no permanecieron pasivos frente a las injusticias y atropellos y se negaron a postrarse ante los dioses del Imperio.

Actualmente es difícil ser cristiano en países sacudidos por la ola del integrismo musulmán.

Nigeria, Afganistán, Pakistán, Siria, Irak… donde se persigue a los cristianos, incluso hasta darlos muerte por el hecho de serlo, son un ejemplo de un fanatismo cruel e intolerante, que va poco a poco empapando las instituciones.

Es difícil ser cristiano también en Occidente.

Corrientes laicistas luchan por apartar los símbolos religiosos de la vida pública, porque se considera a los creyentes enemigos del progreso.

Hay campañas sistemáticamente orquestadas por poderes fácticos para desactivar el sentido religioso y dejar el camino expedito a la inmoralidad y el libertinaje.

Algunos medios de comunicación se apuntan siempre al descrédito de la Iglesia argumentando el viejo slogan: “la religión es el opio del pueblo” (Carlos Marx), ante la pasividad de muchos cristianos de a pie, que no dan o damos la cara para defendernos.

Quizás nos ha infectado también el mismo virus y somos culpables del hedonismo de la vida, de la búsqueda del placer, de las falsas seguridades y de la comodidad de un cristianismo aburguesado y falto de compromiso.

Hemos ocultado el cielo con el manto de nubes de nuestros egoísmos y no vemos más horizonte que el que nos ofrece la sociedad de consumo.

Ahora la crisis económica está sacando a la luz las desnudeces de sistemas políticos injustos, que han vivido de la demagogia y fomentado la corrupción, en algunos sitios generalizada, y son incapaces de solventar las desigualdades, atajar el paro y detener los desahucios y la desesperación de cientos de miles de ciudadanos, que han quedado a la intemperie.

Estamos cansados de palabras.

Ya no se cree en las palabras, sino en los testimonios. Pablo VI decía:

“El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio.”

La Iglesia está llamada a evangelizar, a rebasar la frontera del Cenáculo, lugar de refugio de los Apóstoles antes de ser “revestidos de la fuerza de los alto” (Hechos 1, 8), y a cumplir el mandato de Jesús de “predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (Lucas 24,47).

Desde entonces cientos de miles de seguidores de Jesús continúan difundiendo su mensaje. Aumenta constantemente el número de cristianos, pero no al ritmo de la población mundial.

Miles de millones de ciudadanos no conocen el evangelio, y un alto porcentaje de cristianos ignoran los fundamentos de su fe. ¿Qué está pasando?

Urge una nueva evangelización, con otro talante, con otras dinámicas, con otros medios.

Los Apóstoles aprovecharon en su tiempo las vías del comunicación romanas, el latín, la tradición judeo-cristiana y las leyes del Imperio para llevar el evangelio a los sitios más recónditos.

Hoy nos conviene salir a la calle, a las plazas, a los mercados, a los polideportivos, a las casas… y dejar el carromato de siempre para incorporarnos a Internet, el tren de alta velocidad, que nos permite una comunicación rápida con el mundo.

Necesitamos a Dios, sentir la alegría de ser cristianos y airear la felicidad que anida en nosotros cada vez que abrimos el corazón a la Verdad y al Amor.

Una Iglesia pobre, desprendida y servicial es el mejor escaparate evangelizador.

Entre el “¿qué hacéis ahí mirando al cielo?” (Hechos 1,11) y el apego a la tierra existe un término medio, que aparece reflejado en la Regla de San Benito con el slogan: “Ora et labora”.

El secreto de una vida religiosa feliz radica en saber compaginar el trabajo con la oración, el esparcimiento y las relaciones afectivas, con el estudio y la reflexión, la búsqueda de la transcendencia, con la práctica de la caridad.

Sin el Espíritu, que mueve los hilos de la Historia de la Salvación, la misión sería un fracaso.

El hombre, orgulloso de sus propias fuerzas, corre peligro de derrumbarse, al igual que la casa edificada sobre arena. Los cimientos de la evangelización se asientan en Dios, cuya fuerza hemos de implorar, como hicieron los Apóstoles en el Cenáculo.

“Una Iglesia ajena al Espíritu, decía el Papa Francisco siendo Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, deriva fácilmente en una ONG”, encomiable por su altruismo y entrega a los demás, pero carente de vitalidad consistente, como todas las obras humanas.

Nos podemos creer fuertes, pero la fragilidad es inseparable de nuestra condición humana y la muerte se cierne siempre sobre nuestras cabezas. La fortaleza y la seguridad las da Cristo a quienes se apoyan en su mensaje.


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