sábado, 2 de abril de 2016

San Francisco de Paula

Luis XI se moría en su castillo de Plessis-lez-Tours; él, que amaba apasionadamente la vida; él, que jamás había temido otra cosa que la muerte. Nadie pronunciaba impunemente en su presencia el nombre de esta pálida turbadora de alegrías. Y, sin embargo, se moría; se moría a los sesenta años, cuando podía conquistar nuevos reinos y ganar tantas victorias. «Sálvame», clamaba con acento de desesperación, dirigiéndose a su médico Juan Cottier, y se hacía su esclavo y le daba diez mil escudos cada mes a cambio de una palabra esperanzadora, de una promesa engañosa. Y allí vivía, encerrado en su castillo, un castillo rodeado de verjas de hierro, erizado de almenas y de guardias, aislado por fosos profundos para que ella no pudiese entrar. Cuarenta arqueros tenían orden de asaetear a todo el que se presentase sin previo aviso.

«Pero Dios puede más que los médicos», pensó el rey un día; y desde entonces empezó a hacer novenas, a prometer exvotos, a multiplicar las devociones, a favorecer a las iglesias, a rodearse de reliquias milagrosas, llegando a encontrar hasta «los corporales de monseñor San Pedro», y a buscar por todo su reino los hombres que obraban maravillas de toda clase. Muchos le prometieron curarle, pero fracasaron ruidosamente, y tuvieron que volver a la oscuridad, sin honra, sin dinero y con las carnes amoratadas. Más he aquí que un día alguien se acercó al paciente y le dijo:

—Conozco a un taumaturgo a quien no se resiste ninguna enfermedad. Obra maravillas increíbles y se ríe de las leyes de la naturaleza. Sé de un día en que quiso pasar el mar; pero viendo los marinos su aspecto miserable, se negaron a admitirle en el barco. Entonces él echa su capote al agua, se sienta encima, y de esta manera hizo su viaje. En otra ocasión cogió en el borde de su túnica un enjambre de avispas y le llevó al bosque. Este hombre hace lo que no ha hecho nadie. Calma las tempestades con una sola palabra, como Jesús, su Maestro; penetra los corazones, nos cuenta sucesos de nuestra vida que tal vez nosotros hemos olvidado ya, penetra en los hornos y las hogueras sin sentir el menor daño, enciende las candelas sin fuego, coge el fuego en la mano sin quemarse, sostiene un peñasco en el aire, devuelve la vida a los hombres y a los animales, multiplica el vino y recibe embajadas misteriosas a través de los aires. Se le ha visto llenar de vida un cesto de peces muertos, resucitar a un buey, despachar curados y consolados a más de doscientos enfermos...

—Pero, ¿dónde está ese hombre prodigioso? Que me lo traigan; quiero verle...

Así decía el rey Luís, presa de una alegría frenética; y añadió con aire de preocupación, encarándose con el cortesano:

—Antes necesitamos saber si es un brujo o si es un santo.

—Es un santo —replicó el informador—. Eso lo sabe todo el mundo en su tierra. Sus virtudes son admirables, como sus obras: abstinencia inaudita, caridad seráfica, pobreza de anacoreta, bondad infantil, oración extática. Su vestido es una túnica miserable; su alimento, hierbas crudas; su lecho, una tabla suspendida en el aire. En invierno como en verano, por los caminos como por los bosques, se le ve siempre caminar con los pies descalzos, indiferente a los hielos y a las espinas. Su inocencia es como la de un niño que acaba de nacer. Una muletilla suya es la palabra caridad; un principio que repite con frecuencia: que hay dos cosas peligrosas para los siervos de Dios, los dineros y las mujeres. Jamás ha fijado los ojos en una mujer; jamás ha manchado su mano con el contacto de una moneda. «De las religiosas, sobre todo —les dice a sus discípulos—, debéis huir como de víboras.»

—Basta —dijo el rey—; si ese hombre no es engendro de tu imaginación, sin duda podrá curarme. ¿Dónde vive? Es preciso buscarle, aunque se halle en el confín del mundo.

—Lejos vive, pero no tanto. En lo más apartado del reino de Nápoles, mirando al mar de Sicilia, asentado sobre una roca de granito, hay un pueblo insignificante que este varón de Dios va a librar del olvido. Llámase Paula. Allí nació, ¡oh rey!, el taumaturgo que tiene vuestra salud en sus manos. Sus padres le dieron el nombre de Francisco, en recuerdo del patriarca de Asís, a quien se parece en la pobreza y en la penitencia, aunque, según dice la gente, los rasgos de su cara recuerdan más los de San Antonio de Padua. Podéis mandar a buscarle por aquella tierra...

Al día siguiente, los embajadores reales dejaban el castillo de Plessis. Al entrar en Italia, vieron que toda la tierra estaba llena del nombre del penitente calabrés. En Nápoles les confirmaron cuanto les habían referido en Francia. Se trataba, efectivamente, de un hombre tan prodigioso por sus milagros como por su vida. «Por lo que he podido averiguar —les dijo el rey Fernando—, desde niño vive como un solitario de la Tebaida. A los doce años se encerró en una caverna, sin más vestido que un cilicio y una soga. Allí se le juntaron otros imitadores de su santa locura, y ahora recorre las tierras de Calabria y de Sicilia fundando conventos. Por cierto que un día me enfadé porque hacía todo esto sin contar con las autoridades del reino; mandé prenderle, pero pronto me convencí de que con hombres como éste hay que transigir. A veces son raros; me temo que no vais a conseguir llevarle a Francia.»

Los emisarios encontraron al taumaturgo en Cosenza. Le expusieron el objeto de su viaje, y él se puso a temblar. Hubo idas y venidas a Nápoles y a Roma, y sólo una orden de Sixto IV pudo asegurar el éxito de la embajada. Los milagros se escapan de las manos de los taumaturgos sin que ellos se den casi cuenta. Los obran sin cesar, viven en una atmósfera maravillosa; pero en cuanto alguien les pide una maravilla, se asustan como la paloma delante del azor.

Entre tanto, el rey Luís se consumía de impaciencia en los salones silenciosos de su castillo. La enfermedad le minaba; tenía ataques frecuentes; perdía el movimiento y el conocimiento, y temblaba pensando que iba a morir antes de que viniese su salvador. Pero, un día, alguien dijo: «Al fin viene. Hace unos días que se embarcó en el puerto de Ostia.» Una bolsa de diez mil escudos fue la recompensa de esta noticia. Tal era la cantidad con que Luís XI medía su generosidad con los amigos; la medida de su rapacidad con los pueblos era cien mil escudos. Pero Francisco venía. Al desembarcar fue recibido por el delfín. Más adelante encontró un grupo de magnates que de parte del rey le traían una bandeja llena de vasos de plata y de oro. Él rehusó aceptarlos. Después se le ofreció otro presente: una estatua áurea de la Virgen, que valía treinta mil ducados. «La Virgen que yo venero —dijo el asceta— es más preciosa todavía.» Ya cerca del castillo encontróse al mismo rey. Luís XI no había tenido paciencia para aguardar en su encierro. Al ver al hombre de Dios, se arrojó a sus pies, como si estuviese delante de los corporales «donde cantaba la misa monseñor San Pedro». Algo le desilusionó la presencia del italiano. Se había imaginado una figura demacrada y pálida, y veía un hombre de temperamento atlético, de cara ampollada y llena, de color rosado y brillante. Aunque viejo —tenía ya más de setenta años—, Francisco conservaba un aspecto de fuerza y jovialidad juvenil. No obstante, en su hábito remendado y en toda su presencia se adivinaba al penitente rígido, al hombre de quien se decía que nunca se había lavado, ni cortado los cabellos, ni cuidado la barba.

Pronto se vio que el italiano no era un charlatán como tantos otros que habían pasado por la regia alcoba de Plessis. «Señor —dijo al rey desde el primer momento—, yo pediré a Dios por vuestra salud; pero lo que más importa es la salud del alma.» Nuevo desencanto en el alma del rey enfermo. Para esto no merecía la pena de traer un hombre desde las costas de Sicilia. En otras entrevistas, el fraile fue más explícito: «No hay remedio —decía al enfermo—; ya que amáis la vida, lo que importa es asegurar la posesión de la verdadera vida.» El rey sentía que estas palabras inundaban de paz todo su ser, y empezaba a amar a su grave consejero. «Es un santo hombre —exclamaba—; que viva en mi castillo, que no le arranquen de mi lado.» Por allí estaba también Cottier, su médico, su tirano. Él se empeñaba en afirmar que su ciencia vencería aquella dolencia. Él, naturalmente, miraba de reojo al santo y se reía de sus maneras. Cuando le veía atravesar los regios salones apoyado en su bastón de espino, con los pies descalzos, vestido como un mendigo y escondiéndose, cuando veía alguna dama, como un ratón que hubiera visto un gato, decía a sus amigos con una sonrisa burlona: «Por ahí va ese buen hombre.» Y la gente le empezó a llamarle bonhome, a él y a una clase de ciruelas que había traído de su tierra.

Los sucesos mostraron que el buen hombre tenía razón. No curó al rey, pero le preparó a morir, le libró del terror de la muerte, alegró sus últimos días, y cuando ella vino unos meses más tarde, en el verano de 1483, la recibió valientemente, confortado por la palabra grave y sincera de aquel hombre, que era tal vez el único amigo que había encontrado en su vida, de aquel santo analfabeto que sabía decir cosas tan maravillosas.

Después, Francisco se quedó en Francia largos años todavía, hasta que Dios le llamó en una gloriosa vejez. Se quedó fundando conventos, bendiciendo cirios y rosarios para los devotos que le pedían su ayuda, haciendo maravillas y organizando su Orden. Derramó sus discípulos por las provincias francesas, los envió al otro lado del Rin y los trasplantó a la España de Cisneros e Isabel la Católica. Los pueblos recibían con admiración a aquellos hombres que iban vestidos de tosco buriel, que hacían voto de no comer carne en toda su vida, y paseaban por la tierra, emblema de su profesión escogido por su Padre y Maestro, la palabra caridad, inflamada en oro y empenachada en rayos de fuego. Se les llamaba los ermitaños de San Francisco, pero ellos prefirieron el nombre evangélico de Mínimos, es decir, menores aún que los frailes Menores del Pobrecillo de Asís, máximos en la pobreza, en la humildad y en la penitencia.

No hay comentarios: