domingo, 22 de noviembre de 2015

Homilía


El evangelio de hoy nos ofrece el diálogo entre Pilato, representante del Impero Romano, el más poderoso entonces de la tierra, y Jesús, un reo a punto de ser condenado, que se presenta como

“testigo de la verdad”.

El primero ostenta el gobierno absoluto y la facultad decidir lo que convenga.

Sus súbditos desperdigados por el mundo avalan su mando y le respaldan con su poderoso ejército; el segundo, en cambio, sólo cuenta con su palabra para defenderse de las acusaciones que se alegan contra él y un grupo desarmado de hombres y mujeres pacíficos, que aceptan su mensaje, la desproporción de fuerzas entre ambos es abismal.

No lo es tal si analizamos la historia humana y comprobamos cómo los grandes Imperios e ideologías que han dominado el mundo durante muchas décadas han ido desapareciendo uno tras otro y desmembrándose en pequeñas naciones.

Los pocos reyes que perduran en la actualidad, salvo alguna excepción, carecen de poderes legislativos, ejecutivos y judiciales.

Actúan como Jefes de Estado y Embajadores de sus respectivos países para ser factores de unidad y aglutinar sentimientos y voluntades en pos del bien común.

El mando está en manos de los gobiernos elegidos por el pueblo (democracias) o de dictaduras.

En cualquier caso, los poderes establecidos en el mundo persiguen objetivos distintos a los que propone Jesús, porque la justicia termina siendo una palabra huera en labios de los magistrados, la libertad, una utopía (nunca hemos estado más vigilados por tierra, mar y aire), la paz se confunde con el orden social y la verdad, que debiera ser el portaestandarte de la ley, pocos la quieren escuchar.

Echemos una ojeada a los periódicos y a los distintos medios audiovisuales, escuchemos a nuestros parlamentarios y saquemos conclusiones.

¿Quién escucha a quién?

Prevalece la ideología de partido o la opinión del que paga por encima del servicio al pueblo.

La política se convierte así en una oportunidad para medrar a costa de los sufridos ciudadanos, que ven impotentes cómo son atropellados sus derechos y se quedan perplejos ante los casos de corrupción entre gente de confianza, a quienes creían ejemplo de honradez.

¿Qué nos ocurre?

¿Por qué hemos llegado hasta límites tan bajos en la moral pública?

Hay muchos que confunden el bien y el mal, acostumbrados al “todo vale”, a “mi vida es mía y nadie tiene que llamarme la atención” o “hago con mi cuerpo lo que quiero”.

Hace varios años que el relativismo moral vaga a sus anchas, amparado en la sociedad del consumo y del bienestar, que deja a Dios de lado y coloca al Ego como el único “Absoluto” y digno de ser adorado y glorificado.

De esta manera, la sociedad será útil mientras me beneficie, el matrimonio una institución de conveniencia, de uso a la carta, y la familia un refugio para curar nuestras enfermedades y camuflar nuestras carencias, porque, en el fondo necesitamos ser amados.

Nadie, en su sano juicio, puede aceptar esta pérdida de valores sin sentirse interpelado por la decadencia de las buenas costumbres y el crecimiento de la mentira como forma habitual de relacionarse.

Sea lo que fuere, en algún momento hemos de plantearnos el sentido último de nuestra existencia, el por qué y para qué estamos en este mundo y cuál es nuestra misión.

Jesús, al contestarle a Pilato que “Mi Reino no es de este mundo” nos introduce en una dinámica nueva ajena totalmente al poder, al dinero y a la gloria, que son las supremas aspiraciones del mundo.

¿Hemos de interpretar las palabras de Jesús como una desafección a todo lo del mundo?

Nada más lejos de la realidad.

El mismo Jesús, en su oración sacerdotal, pide al Padre

“que no saque a sus discípulos del mundo, sino que los preserve del mal”
(Juan 17, 15).

Por tanto, la misión de todo seguidor de Jesús es combatir el mal de la sociedad en que vivimos con las armas del amor, las únicas capaces de transformar las instituciones y convertir los corazones.

Necesitamos esa regeneración que nos lleve a retornar a Dios y a respetar la dignidad humana, tantas veces agredida por políticas destructivas e intereses creados de las multinacionales económicas.

Está claro que, desde algunas esferas, no interesa que se oiga la voz de la Iglesia ni que se inmiscuya en asuntos de orden social.

Quieren relegar a los cristianos al silencio de las catacumbas y al reducto de los templos para así evitar su influencia entre los pobres y excluidos de los circuitos económicos.

Pero el Reino de Jesús no pertenece a los sistemas injustos de este mundo, pues no ha venido a disputar el trono a ningún adversario.

Su Reinado entra de lleno en aquellos que, desde una opción libre, escogen seguirle defendiendo la justicia, la solidaridad, la paz, la convivencia fraterna, el servicio desinteresado y ese cúmulo de virtudes pocos aireadas, pero imprescindibles para la implantación de su Reino, en el que los pobres son los primeros destinatarios

Pilato se levanta de su asiento después de preguntar a Jesús qué es la verdad.

No aguarda a escuchar su respuesta; quizás por miedo a que condicione su decisión.

¿Buscamos esa verdad liberadora que nos obliga a ser voz de los que no tienen voz y a enfrentarnos a los vocingleros que la profanan o adulteran con frases demagógicas que el pueblo quiere oír?

He aquí un interrogante para desterrar la mentira y la codicia, porque con ellas como compañeras de viaje no construiremos nada verdaderamente humano.


El papa Francisco respondía así a una periodista que le entrevistó el pasado 9 de Octubre para dilucidar el papel político de la Santa Sede:

“Debemos cuidar de quienes no tienen siquiera lo mínimo imprescindible y comenzar a emprender reformas estructurales que favorezcan un mundo más justo.

Renunciar al egoísmo y la codicia para que todos vivan un poco mejor”.

¿Creemos que Jesús es “el alfa y la omega… el soberano de todo”?
(Apocalipsis 1, 8).

¿Creemos que “su dominio es eterno y que su reino no tiene fin”?
(Daniel 7,14).

Pues “manos a la obra”.

Ser discípulos suyos equivale a ser testigos de la verdad.

Algo bien difícil en un contexto pasota y antirreligioso, pero merece la pena sacrificarse por el Reino de los Cielos.

Cristo nos aguarda en él.


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