domingo, 15 de noviembre de 2015

Homilía


Toda la profecía de Daniel y de los libros apocalípticos son una llamada a la esperanza. En ellos Dios interviene a favor de sus fieles para que no sucumban ante la dominación opresora.

La vida sobre la tierra tendrá fin. Así lo cree Jesús y así lo creemos nosotros.

Hasta la misma ciencia lo corrobora a medida que van desapareciendo especies animales y vegetales, mientras aumenta la contaminación y disminuye la capacidad regenerativa de los mares y de las superficies habitables.

Por otro lado, la inminencia de nuestra muerte nos hace reflexionar y preguntarnos sobre el sentido de nuestras luchas, esfuerzos y preocupaciones.

¿No será “la vida una pasión inútil” como afirmaba Sartre?

Este filósofo existencialista francés, junto a Heidegger y a Nietzsche, marcó el rumbo ideológico de varias décadas del s.XX y las líneas maestras de un pensamiento pesimista y ateo, que contaminó a buena parte de la juventud.

Es verdad que la II Guerra Mundial se saldó con más de 40 millones de muertos, daños irreparables, familias destrozadas y graves problemas económicos.

Es verdad también que ninguna de las guerra ha solucionado los problemas que afligen a la humanidad; más bien lo contrario, porque se gestaron por la ambición de dominio y la falta de diálogo y comunicación entre las grandes potencias de su tiempo.

El creyente, sin embargo, está llamado a un destino triunfal, a una vida imperecedera junto a Dios en un Reino glorioso donde “ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Apocalipsis 21, 4), junto a Dios, fuente de toda esperanza

La convicción de que el mundo está en sus manos transmite seguridad. Pase lo que pase, todo servirá para nuestro bien.

Por eso contemplamos las lecturas de hoy con una visión positiva, alimentados en las palabras de Jesús ante la proximidad del juicio definitivo de Dios.

Nuestra vida en la tierra es tan corta que no merece la pena amargarnos unos a otros.

Es mejor construir que destruir, tender puentes y no barreras, aparcar el odio y el rencor, que carcomen nuestra mente y nuestro corazón y nos impiden ser felices.

Es mejor disfrutar de la familia, de las personas que conviven con nosotros, de todo lo que Dios nos regala cada día y no apreciamos en su justa medida, en lugar de buscar afanosamente fuera lo que ya tenemos dentro.

Es mejor trabajar por obtener condiciones de vida saludables para sí mismo y para los demás, que “pasar” de todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

La grandeza humana se manifiesta en estos pequeños detalles de respeto y consideración a la dignidad de nuestros semejantes y de toda la Creación.

La panorámica del mundo que nos presentan los medios de comunicación social dista mucho del optimismo del creyente.

Una ola de violencia sacude los cimientos de una sociedad enferma por el virus del materialismo y de los desajustes morales, que aparcan a Dios de la vida humana, crean desigualdades y abocan a enfrentamientos de todo tipo.

Nos conmueve la llegada masiva de refugiados de las guerras de Afganistán, Siria e Irak, conflictos originados por los intereses creados de los políticos de turno y por el radicalismo de miles de grupos armados que sueñan con el establecimiento de un Estado Islámico capaz de aglutinar en torno a un Califato con capital en Bagdag a todos los musulmanes del mundo, conquistando por las fuerza de las armas los territorios del antiguo Imperio Islámico, que abarcaban desde la India, el Asia Anterior y todo el norte de África hasta Andalucía, en España.

Es más que una amenaza. El desafío está servido, pues ya se han hecho con un amplio territorio, rico en petróleo, sembrando, en nombre de Alá y de forma implacable, la destrucción, la desolación y la muerte.

Sus ejércitos, impregnados por un fuerte fanatismo religioso y entrenados para matar, suponen un peligro real para los que ellos llaman “infieles”.

¿Llegará una Tercera Guerra Mundial?

Cunden ya las alarmas, como en tiempo de Jesús, pero con una diferencia sustancial: las armas de destrucción masiva.

¿Hemos de perder la esperanza?

Ciertamente, no. Para ello repasemos en el evangelio las convicciones de Jesús sobre el fin del mundo:

“Las estrellas caerán del cielo” (Marcos 13, 26): Se apagarán las luminarias del mundo, desaparecerá la distancia entre el cielo y la tierra y entraremos en una vida nueva donde no habrá tiempo, ni espacio, ni movimiento, que son las categorías en las que nos movemos ahora en la tierra.

Un mundo desconocido y admirable “que Dios tiene preparado para los que le aman”

“Verán venir al Hijo del Hombre” (Marcos 13, 27): El mundo no entrará en el caos porque la luz brillante de Cristo resplandecerá sobre el universo para iluminar la verdad y la justicia y la paz y oscurecer para siempre las mentiras, los atropellos, la corrupción… y todas las lacras humanas.

“Reunirá a sus elegidos” (Marcos 13, 27) con el poder salvador del Padre del cielo y establecerá una gloria imperecedera.

Entonces Dios “creará unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habitará la justicia(Apocalipsis 21, 19) y se exaltará a todas las víctimas inocentes para que reciban su abrazo de Padre bondadoso que quiere que seamos felices.

“Sus palabras no pasarán” (Marcos 27, 31), y sus promesas llegarán a feliz término, porque Dios lo será todo en todos.


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