«Por quinta vez—escribe Luciano de Samosata—asistía yo— a los juegos olímpicos, logrando finalmente encontrar un espectáculo interesante en la hazaña de un filósofo que se quemó vivo en presencia de la multitud.» Intrigado por aquel caso insólito, el famoso escritor trató de averiguar los precedentes de aquel extraño personaje. Tratábase de un habitante de Paros, llamado Peregrino, que a consecuencia de una vida aventurera se había visto obligado a abandonar su patria. En Palestina se afilió a la secta de los cristianos, con tan fervoroso entusiasmo, que no tardó en hacerse su jefe. Componía libros, interpretaba las Escrituras y estaba poseído de un ardor tal de proselitismo, que no tardó en ser blanco de la persecución imperial. Arrojado en el calabozo, cargado de cadenas, ganóse la veneración de sus correligionarios. Hicieron éstos lo imposible para libertarle, consiguiendo únicamente suavizar su cautiverio. Los más influyentes en el cristianismo conseguían sobornar a sus guardas, y desde el amanecer veíasele rodeado de huérfanos, pobres y viudas. Traíanle ricos presentes, y empezaba a ser mirado como un nuevo Sócrates. Las ciudades de Asia estaban en continua relación con el prisionero. Él les enviaba sus consejos y enseñanzas, ellas respondían con sus socorros y consolaciones; «porque estos desgraciados—dice el de Samosata—son capaces de todos los sacrificios. Imaginándose que son inmortales, desprecian la muerte; y como su primer legislador les hizo creer que son todos hermanos, desdeñan los bienes de la tierra y los reparten entre sí».
Considerándole como un loco, el gobernador de Siria soltó a su prisionero. Siguiendo su vida de aventuras. Peregrino se afilió a la escuela de los cínicos, dándose a conocer por la libertad de su lenguaje y la singularidad de sus costumbres, La sed de renombre le atormentaba, y ella le inspiró una resolución que, a su entender, le había de dar fama imperecedera: la de presentarse en Olimpia y morir en la hoguera, con motivo de la celebración trienal de los juegos.
Cumplió su promesa como bueno, atizando él mismo las llamas.
Este relato no es más que la caricatura grotesca de una de las venerables figuras del cristianismo primitivo. Luciano de Samosata, demoledor irreverente y regocijado de los dioses y los héroes de la religión antigua, dejó también caer sobre los héroes de la nueva el veneno de su cínico humorismo, deformando la historia del gran mártir cristiano, poniéndole en ridículo con caprichosas tergiversaciones y haciendo pasar como vana ostentación la actitud más bella en presencia de la muerte.
El hombre que dio ocasión al satírico para su relato impío, fue San Ignacio de Antioquía. Hay momentos en que la historia de Peregrino y de Ignacio se confunden. Discípulo de los Apóstoles, Ignacio era el hombre de más prestigio entre los cristianos del Asia, a raíz de la muerte de San Juan.
Atraídos por su vida evangélica, los cristianos de Antioquía le escogieron para gobernar esta iglesia, que cincuenta años antes había organizado y presidido San Pedro. La vehemencia de su celo acumuló sobre él la enemiga de los paganos. A consecuencia, tal vez, de un movimiento popular, fue detenido, juzgado, condenado a muerte, y, como no era ciudadano romano, escogido para ser enviado a Roma y entregado a las fieras en el anfiteatro. Era costumbre que los más ilustres de los condenados en las provincias, los más bellos, los que tenían algún lustre de autoridad o de nobleza, debían ser destinados para saciar la curiosidad del pueblo romano. Tal fue la suerte del obispo de Antioquía.
Un gran emperador, Trajano, gobernaba entonces el Imperio. Aunque hijo de España, se había identificado por completo con el espíritu conservador de la aristocracia senatorial. La honradez austera, legalista, dura, altanera y amiga de la tradición de este general, que se había cubierto de gloria, podía ser más perjudicial a los cristianos que el despotismo caprichoso de los primeros cesares y la mentalidad burguesa de los Flavios. Así sucedió; efectivamente. «No hay que ir a buscar a los cristianos—escribía Trajano a Plinio el Joven, su lugarteniente en Asia Menor—; aunque si se les denuncia y son convencidos, es preciso castigarlos. Pero ten bien en cuenta—añadía el emperador, con acento que revelaba al hombre de mando—que no es lícito recibir denuncias anónimas. Sería dar un ejemplo detestable, que no cuadra bien con nuestro siglo.» La solución era ilógica e inmoral. «Se prohíbe buscar a los cristianos como inocentes—observaba Tertuliano—, y se les condena como culpables; se perdona y se castiga. ¿No es esto una contradicción palpable?» Contradicción o no, ésta será la política religiosa de los emperadores romanos en el siglo de oro del Imperio; una persecución sin violencias, una fiebre larga y lenta, que, sin causar convulsiones, ocasiona un profundo malestar. Entre sus primeras víctimas hay que contar a Ignacio de Antioquía.
Su viaje a Roma por las costas de Asia, de Macedonia y de Grecia, llegó a tener, en ciertos momentos, apariencias de triunfo. No es que le faltasen molestias. «En tierra y en mar—escribía—, de día y de noche, tengo que combatir contra las bestias, pues estoy atado a diez leopardos, si así puedo llamar a los soldados que me vigilan, y que se muestran tanto más perversos cuanto más bien se les hace. Gracias a ellos voy entrenándome para la lucha del anfiteatro.»
En Esmirna, el prisionero tuvo que detenerse largo tiempo, pudiendo recibir las embajadas de un gran número de iglesias. A estas solicitudes respondía él con epístolas llenas de enseñanzas y sabios consejos. Los correos iban y venían sin cesar, rodeando al cautivo de una aureola que impresionó a los mismos paganos. Aún conservamos parte de aquella correspondencia, en que se palpa la vibración elocuente de las horas supremas. El estilo es vivo y original, la frase armoniosa y a veces incorrecta por la vehemencia del sentimiento. Vemos el desahogo espontáneo de un corazón abrasado en las llamas del amor a Cristo y a su Iglesia. Hay dos cosas que le preocupan muy particularmente: la lucha contra los docetas judaístas, que no creían en la realidad de la carne de Cristo, y el pensamiento de la jerarquía. «Hay un médico único—dice escribiendo a los efesios—, carne y espíritu a la vez, hecho y no hecho, de María y de Dios, pasible primero y después impasible, Dios existente en el hombre, vida verdadera en el seno de la muerte, Jesucristo, Nuestro Señor.» Recordando el principio católico de la autoridad, escribía a los de Filadelfia: «Vosotros sois los hijos de la luz y de la verdad; huid la división y las malas doctrinas. Ahora bien: donde se encuentra el pastor, allí está el lugar de las ovejas. Todos los que son de Dios y de Jesús están con el obispo. No penséis en celebrar más que una sola cena: porque sólo hay una carne de Nuestro Señor Jesucristo; sólo hay un cáliz que nos hace participar en su sangre, sólo un altar, sólo un obispo con su colegio de sacerdotes y diáconos.»
De todas las cartas de Ignacio, la más famosa es la que desde su prisión de Esmirna escribió a la Iglesia de Roma. Sabía que desde Oriente llegaban súplicas pidiendo el perdón del condenado; sabía que los fieles de Roma empezaban a poner en juego toda su influencia con el emperador, y el ver que un exceso de caridad le iba a arrebatar la palma del martirio, le inspira estas páginas maravillosas. No hay monumento alguno en la antigüedad cristiana, ni en la antigüedad de ningún pueblo, que tenga el sublime patetismo de esta epístola inmortal, que «Ignacio, el Teóforo, el porta-Dios, dirige a la santa Iglesia, que preside la sociedad del amor». No tenemos el relato auténtico de aquel martirio, pero tenemos algo mejor: la imagen viva, sincera, vigorosa del mártir, el alma de aquel gran cristiano, retratada en el momento en que se dirige al martirio, cuando se le presenta la furia de los leones, y detrás de ellos la gloria de Cristo, que le abrasa y transfigura con sus rayos, como el sol de un glorioso atardecer.
«A fuerza de oraciones—dice el confesor de la fe—he conseguido ver vuestros santos rostros; he conseguido más de lo que me atrevía a esperar, pues voy a saludaros en calidad de prisionero de Cristo, si Dios me da la gracia de perseverar hasta el fin. El comienzo ha sido bueno; que nada me impida ahora alcanzar la herencia que me está reservada. Sólo temo vuestra caridad. Vosotros no tenéis nada que perder; pero yo, si lográis salvarme pierdo a Dios. Si os quedáis tranquilos, seré de Dios; si me amáis con un amor carnal, volveré a ser arrojado a la vida de este mundo. Dejadme sacrificar mientras el altar está preparado. Unidos todos en un coro por la caridad, cantaréis en torno: Dios se ha dignado enviar de Oriente a Occidente al obispo de Siria. Es bueno agonizar al mundo en Dios para levantarse a la vida.
«Jamás habéis hecho mal a nadie; habéis enseñado a los demás: es la hora de practicar vuestra doctrina. Pedid para mí la fuerza interior y exterior, a fin de que no solamente sea llamado cristiano, sino encontrado por tal cuando haya desaparecido del mundo. Lo que se ve es temporal, lo que no se ve es eterno. Jesucristo mismo es invisible desde que se volvió a su Padre. El cristianismo no es solamente una obra de silencio, sino también una obra de gloria y de grandeza. Escribo a las iglesias; a todas les digo que quiero morir por Dios, si vosotros no me lo impedís. Yo os conjuro que no me mostréis una ternura cruel. Dejadme ser alimento de las bestias, por las cuales me será dado gozar de Dios. Soy el trigo de Dios; necesito ser molido por los dientes de las fieras para llegar a ser pan limpio de Cristo. Acariciadlas para que sean mi sepulcro, y no sea gravoso a nadie con mis exequias. Así llegaré a ser verdadero discípulo de Jesucristo. Yo no os mando, como lo hacían Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo soy un condenado; ellos eran libres, yo ahora soy un esclavo. Pero cuando sufra, seré liberto de Cristo y renaceré a la libertad. Hoy en las cadenas aprendo a no desear nada.
«Ninguna cosa, visible o invisible, me impedirá gozar de Jesucristo. Fuego y cruz, bestias y caballetes, mutilación de miembros y molimiento del cuerpo; que todos los suplicios vengan sobre mí, con tal que llegue a gozar de Cristo. Nada me importan el mundo y sus imperios. Sólo al que ha muerto por nosotros busco; sólo al que ha resucitado por nosotros quiero. Por piedad, hermanos, no me privéis de la verdadera vida. Dejadme recibir la luz pura; sólo entonces seré verdaderamente un hombre. Dejadme ser imitador de la Pasión de mi Dios. El que le lleva en su corazón, comprenderá lo que yo quiero y tendrá compasión de mí...
«Si cuando esté con vosotros hablare de otra manera, no me creáis; creed lo que hoy os digo. Os escribo en vida y deseando morir. Mi amor está crucificado, y ya no hay en mí anhelo material; no hay más que un agua viva, que murmura en mi interior y me dice: Ven hacia el Padre. Ya no me deleitan el alimento corruptible ni las alegrías de esta vida. Quiero el pan de Dios, el pan celeste, el pan de vida, que es la carne de Jesucristo, Hijo de Dios, nacido al fin de los tiempos de la raza de David y de Abraham; y quiero por bebida su sangre, que es el amor incorruptible y la vida eterna.»
Tal es la carta famosa que han admirado todos los siglos. Sólo Luciano pudo burlarse de ella, como se burló de todo lo más santo que hay en el mundo: de la virtud, del sacrificio, del amor. No era la vana ostentación lo que movía al gran obispo antioqueno; era el entusiasmo del amor divino. De la miserable inmortalidad histórica a la verdadera inmortalidad, hay un abismo: el abismo que media entre el ser y el no ser. Ignacio consiguió realizar su anhelo sagrado, y molturado por los dientes de las fieras, convirtiese en harina de Cristo. Fue en los últimos días del año 107, durante las fiestas organizadas para solemnizar los triunfos de Trajano en la Dacia. Hubo un regocijo continuado por espacio de ciento veintitrés días. Diez mil gladiadores perecieron para divertir al pueblo romano. Once mil bestias feroces fueron sacrificadas, después de haber sacrificado ellas a un gran número de condenados. Entre ellos estaba el ilustre obispo de Siria. El gran emperador se hubiera muerto de sorpresa si alguien le dijera que el oscuro oriental que contribuía a su triunfo con su muerte, pasaría a la posteridad con una gloria más pura que la suya.
Considerándole como un loco, el gobernador de Siria soltó a su prisionero. Siguiendo su vida de aventuras. Peregrino se afilió a la escuela de los cínicos, dándose a conocer por la libertad de su lenguaje y la singularidad de sus costumbres, La sed de renombre le atormentaba, y ella le inspiró una resolución que, a su entender, le había de dar fama imperecedera: la de presentarse en Olimpia y morir en la hoguera, con motivo de la celebración trienal de los juegos.
Cumplió su promesa como bueno, atizando él mismo las llamas.
Este relato no es más que la caricatura grotesca de una de las venerables figuras del cristianismo primitivo. Luciano de Samosata, demoledor irreverente y regocijado de los dioses y los héroes de la religión antigua, dejó también caer sobre los héroes de la nueva el veneno de su cínico humorismo, deformando la historia del gran mártir cristiano, poniéndole en ridículo con caprichosas tergiversaciones y haciendo pasar como vana ostentación la actitud más bella en presencia de la muerte.
El hombre que dio ocasión al satírico para su relato impío, fue San Ignacio de Antioquía. Hay momentos en que la historia de Peregrino y de Ignacio se confunden. Discípulo de los Apóstoles, Ignacio era el hombre de más prestigio entre los cristianos del Asia, a raíz de la muerte de San Juan.
Atraídos por su vida evangélica, los cristianos de Antioquía le escogieron para gobernar esta iglesia, que cincuenta años antes había organizado y presidido San Pedro. La vehemencia de su celo acumuló sobre él la enemiga de los paganos. A consecuencia, tal vez, de un movimiento popular, fue detenido, juzgado, condenado a muerte, y, como no era ciudadano romano, escogido para ser enviado a Roma y entregado a las fieras en el anfiteatro. Era costumbre que los más ilustres de los condenados en las provincias, los más bellos, los que tenían algún lustre de autoridad o de nobleza, debían ser destinados para saciar la curiosidad del pueblo romano. Tal fue la suerte del obispo de Antioquía.
Un gran emperador, Trajano, gobernaba entonces el Imperio. Aunque hijo de España, se había identificado por completo con el espíritu conservador de la aristocracia senatorial. La honradez austera, legalista, dura, altanera y amiga de la tradición de este general, que se había cubierto de gloria, podía ser más perjudicial a los cristianos que el despotismo caprichoso de los primeros cesares y la mentalidad burguesa de los Flavios. Así sucedió; efectivamente. «No hay que ir a buscar a los cristianos—escribía Trajano a Plinio el Joven, su lugarteniente en Asia Menor—; aunque si se les denuncia y son convencidos, es preciso castigarlos. Pero ten bien en cuenta—añadía el emperador, con acento que revelaba al hombre de mando—que no es lícito recibir denuncias anónimas. Sería dar un ejemplo detestable, que no cuadra bien con nuestro siglo.» La solución era ilógica e inmoral. «Se prohíbe buscar a los cristianos como inocentes—observaba Tertuliano—, y se les condena como culpables; se perdona y se castiga. ¿No es esto una contradicción palpable?» Contradicción o no, ésta será la política religiosa de los emperadores romanos en el siglo de oro del Imperio; una persecución sin violencias, una fiebre larga y lenta, que, sin causar convulsiones, ocasiona un profundo malestar. Entre sus primeras víctimas hay que contar a Ignacio de Antioquía.
Su viaje a Roma por las costas de Asia, de Macedonia y de Grecia, llegó a tener, en ciertos momentos, apariencias de triunfo. No es que le faltasen molestias. «En tierra y en mar—escribía—, de día y de noche, tengo que combatir contra las bestias, pues estoy atado a diez leopardos, si así puedo llamar a los soldados que me vigilan, y que se muestran tanto más perversos cuanto más bien se les hace. Gracias a ellos voy entrenándome para la lucha del anfiteatro.»
En Esmirna, el prisionero tuvo que detenerse largo tiempo, pudiendo recibir las embajadas de un gran número de iglesias. A estas solicitudes respondía él con epístolas llenas de enseñanzas y sabios consejos. Los correos iban y venían sin cesar, rodeando al cautivo de una aureola que impresionó a los mismos paganos. Aún conservamos parte de aquella correspondencia, en que se palpa la vibración elocuente de las horas supremas. El estilo es vivo y original, la frase armoniosa y a veces incorrecta por la vehemencia del sentimiento. Vemos el desahogo espontáneo de un corazón abrasado en las llamas del amor a Cristo y a su Iglesia. Hay dos cosas que le preocupan muy particularmente: la lucha contra los docetas judaístas, que no creían en la realidad de la carne de Cristo, y el pensamiento de la jerarquía. «Hay un médico único—dice escribiendo a los efesios—, carne y espíritu a la vez, hecho y no hecho, de María y de Dios, pasible primero y después impasible, Dios existente en el hombre, vida verdadera en el seno de la muerte, Jesucristo, Nuestro Señor.» Recordando el principio católico de la autoridad, escribía a los de Filadelfia: «Vosotros sois los hijos de la luz y de la verdad; huid la división y las malas doctrinas. Ahora bien: donde se encuentra el pastor, allí está el lugar de las ovejas. Todos los que son de Dios y de Jesús están con el obispo. No penséis en celebrar más que una sola cena: porque sólo hay una carne de Nuestro Señor Jesucristo; sólo hay un cáliz que nos hace participar en su sangre, sólo un altar, sólo un obispo con su colegio de sacerdotes y diáconos.»
De todas las cartas de Ignacio, la más famosa es la que desde su prisión de Esmirna escribió a la Iglesia de Roma. Sabía que desde Oriente llegaban súplicas pidiendo el perdón del condenado; sabía que los fieles de Roma empezaban a poner en juego toda su influencia con el emperador, y el ver que un exceso de caridad le iba a arrebatar la palma del martirio, le inspira estas páginas maravillosas. No hay monumento alguno en la antigüedad cristiana, ni en la antigüedad de ningún pueblo, que tenga el sublime patetismo de esta epístola inmortal, que «Ignacio, el Teóforo, el porta-Dios, dirige a la santa Iglesia, que preside la sociedad del amor». No tenemos el relato auténtico de aquel martirio, pero tenemos algo mejor: la imagen viva, sincera, vigorosa del mártir, el alma de aquel gran cristiano, retratada en el momento en que se dirige al martirio, cuando se le presenta la furia de los leones, y detrás de ellos la gloria de Cristo, que le abrasa y transfigura con sus rayos, como el sol de un glorioso atardecer.
«A fuerza de oraciones—dice el confesor de la fe—he conseguido ver vuestros santos rostros; he conseguido más de lo que me atrevía a esperar, pues voy a saludaros en calidad de prisionero de Cristo, si Dios me da la gracia de perseverar hasta el fin. El comienzo ha sido bueno; que nada me impida ahora alcanzar la herencia que me está reservada. Sólo temo vuestra caridad. Vosotros no tenéis nada que perder; pero yo, si lográis salvarme pierdo a Dios. Si os quedáis tranquilos, seré de Dios; si me amáis con un amor carnal, volveré a ser arrojado a la vida de este mundo. Dejadme sacrificar mientras el altar está preparado. Unidos todos en un coro por la caridad, cantaréis en torno: Dios se ha dignado enviar de Oriente a Occidente al obispo de Siria. Es bueno agonizar al mundo en Dios para levantarse a la vida.
«Jamás habéis hecho mal a nadie; habéis enseñado a los demás: es la hora de practicar vuestra doctrina. Pedid para mí la fuerza interior y exterior, a fin de que no solamente sea llamado cristiano, sino encontrado por tal cuando haya desaparecido del mundo. Lo que se ve es temporal, lo que no se ve es eterno. Jesucristo mismo es invisible desde que se volvió a su Padre. El cristianismo no es solamente una obra de silencio, sino también una obra de gloria y de grandeza. Escribo a las iglesias; a todas les digo que quiero morir por Dios, si vosotros no me lo impedís. Yo os conjuro que no me mostréis una ternura cruel. Dejadme ser alimento de las bestias, por las cuales me será dado gozar de Dios. Soy el trigo de Dios; necesito ser molido por los dientes de las fieras para llegar a ser pan limpio de Cristo. Acariciadlas para que sean mi sepulcro, y no sea gravoso a nadie con mis exequias. Así llegaré a ser verdadero discípulo de Jesucristo. Yo no os mando, como lo hacían Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo soy un condenado; ellos eran libres, yo ahora soy un esclavo. Pero cuando sufra, seré liberto de Cristo y renaceré a la libertad. Hoy en las cadenas aprendo a no desear nada.
«Ninguna cosa, visible o invisible, me impedirá gozar de Jesucristo. Fuego y cruz, bestias y caballetes, mutilación de miembros y molimiento del cuerpo; que todos los suplicios vengan sobre mí, con tal que llegue a gozar de Cristo. Nada me importan el mundo y sus imperios. Sólo al que ha muerto por nosotros busco; sólo al que ha resucitado por nosotros quiero. Por piedad, hermanos, no me privéis de la verdadera vida. Dejadme recibir la luz pura; sólo entonces seré verdaderamente un hombre. Dejadme ser imitador de la Pasión de mi Dios. El que le lleva en su corazón, comprenderá lo que yo quiero y tendrá compasión de mí...
«Si cuando esté con vosotros hablare de otra manera, no me creáis; creed lo que hoy os digo. Os escribo en vida y deseando morir. Mi amor está crucificado, y ya no hay en mí anhelo material; no hay más que un agua viva, que murmura en mi interior y me dice: Ven hacia el Padre. Ya no me deleitan el alimento corruptible ni las alegrías de esta vida. Quiero el pan de Dios, el pan celeste, el pan de vida, que es la carne de Jesucristo, Hijo de Dios, nacido al fin de los tiempos de la raza de David y de Abraham; y quiero por bebida su sangre, que es el amor incorruptible y la vida eterna.»
Tal es la carta famosa que han admirado todos los siglos. Sólo Luciano pudo burlarse de ella, como se burló de todo lo más santo que hay en el mundo: de la virtud, del sacrificio, del amor. No era la vana ostentación lo que movía al gran obispo antioqueno; era el entusiasmo del amor divino. De la miserable inmortalidad histórica a la verdadera inmortalidad, hay un abismo: el abismo que media entre el ser y el no ser. Ignacio consiguió realizar su anhelo sagrado, y molturado por los dientes de las fieras, convirtiese en harina de Cristo. Fue en los últimos días del año 107, durante las fiestas organizadas para solemnizar los triunfos de Trajano en la Dacia. Hubo un regocijo continuado por espacio de ciento veintitrés días. Diez mil gladiadores perecieron para divertir al pueblo romano. Once mil bestias feroces fueron sacrificadas, después de haber sacrificado ellas a un gran número de condenados. Entre ellos estaba el ilustre obispo de Siria. El gran emperador se hubiera muerto de sorpresa si alguien le dijera que el oscuro oriental que contribuía a su triunfo con su muerte, pasaría a la posteridad con una gloria más pura que la suya.
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