viernes, 16 de octubre de 2015

San Galo – Apóstol de Suiza

En aquel tiempo Irlanda era la isla de los santos, y en Irlanda la gran colmena de santidad se llamaba Bangor, verdadera ciudad monástica, donde dos mil monjes cantaban salmos, hacían penitencias, araban la tierra, copiaban códices, explicaban a Ovidio, aprendían de memoria la Eneida, y cuando se habían leído todos los libros que había en los estantes de la librería, se lanzaban por el mundo a peregrinar. Su alma inquieta, su temperamento agitado y andariego, tenían necesidad de empresas lejanas, de aventuras peligrosas. Entusiastas de la fe que acababan de recibir, querían llevarla a otros pueblos, y el ardor del apostolado venía a ennoblecer aquellas ansias célticas de agitación y novedad. Dejar su país para obtener la patria celestial, peregrinar por amor de Cristo, era un acto heroico que añadía una nueva aureola a los méritos de la vida monástica.

Entre los monjes de Bangor había, a mediados del siglo VI, uno más austero, que había despertado la admiración de los demás por el carácter violento de sus penitencias. Era San Columbano. Irlanda le pareció demasiado estrecha, y un día se despidió de ella para siempre, seguido de una docena de compañeros. De todos, el más apasionado era un joven sacerdote que se llamaba Galo. Pasaron por Inglaterra sin detenerse, atravesaron el canal de la Mancha, recorrieron los reinos de Borgoña, de Neustria y de Austrasia, y no les detuvo siquiera la barrera de los Alpes. Iban admirando a los pueblos con sus austeridades, recogiendo imitadores en todas partes, levantando monasterios, predicando a los pueblos la fe y la virtud, y reprendiendo los vicios de los reyes y la tibieza de los obispos. Hacia el año 610 se embarcaban en el Rhin, cerca de Maguncia, remontaban el río y fijaban su residencia en Bregentz, aprovechando las ruinas de una ciudad romana. Allí empezaron a predicar a los alemanes, adoradores de Wodan, el Júpiter germánico; de Thor, el dios de la guerra, y de Fricoo, el que lanza el rayo.

El principal predicador era Galo, que conocía a maravilla la lengua de aquella tierra. Era también el más violento cuando se trataba de vaciar las calderas de cerveza con que habían de hacerse las libaciones, de quemar los templos paganos y de hacer añicos los dioses del Walhalla. Naturalmente, los paganos tomaron la resolución de matar al terrible inconoclasta, y, para evitarlo, Columbano, después de invocar la cólera de Dios sobre aquellos pueblos, se retiró, llegando con el grupo de sus compañeros hasta Arbon, en un extremo del lago de Constanza. Había allí un templo pagano, y en él tres estatuas de cobre y de oro muy veneradas por las gentes de la región. Siguiendo aquel sistema que poco antes le había puesto cerca del martirio. Galo penetró en el templo, «anunció al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo» delante de una gran multitud que en él estaba congregada, y cogiendo después los tres ídolos, arrojólos contra una roca, y, hechos pedazos, los sumergió en el lago. Hubo algunas conversiones, pero la masa del pueblo se retiró mascullando improperios y amenazas. Durante tres años la pequeña colonia irlandesa permaneció en la región practicando la vida cenobítica con aquel sello riguroso que le había impreso su jefe. Al principio tuvo que sufrir del hambre. Alimentábanse únicamente de pájaros salvajes y de hierbas del campo, que era preciso disputar a las fieras. Pronto, junto a su vivienda, empezaron a cultivar un huerto, que les daba sus verduras.

También la pesca les sacó de muchos apuros. Galo era un buen pescador. En las noches de luna, mientras los demás dormían, él cogía el esquife y se internaba en el lago. Y sucedió que una vez, mientras aguardaba en silencio dentro de la barca a que la red se llenase, oyó un diálogo extraño que se cruzaba entre el genio de las aguas y el de los montes: «¿Qué haces, hermano?—decía una voz entre los pinos—. ¿Estás alerta?» «Aquí estoy, ¿por qué me llamas?—respondió otra voz cerca de la barca donde Galo velaba sus redes—. «Levántate, amigo—replicó el primero—; ven a ayudarme para arrojar de aquí a estos extranjeros que me han echado del templo en que habitaba.» «Muy difícil lo veo—volvió a decir el genio marino—; aquí tengo a uno de ellos y no puedo hacerle ningún daño; varias veces he intentado romper sus redes, pero reza sin cesar y no duerme nunca.»

El monje pescador se llenó de alegría al oír estas confidencias y, haciendo la señal de la cruz en el aire tibio de la noche, pronunció con voz poderosa estas palabras: «En nombre de Cristo, yo os mando salir de estos montes, y cuidad de no hacer ningún mal a nadie.» Después, ligero, recogió la red, amarró la barca y fue a contar a su maestro lo que había sucedido. Columbano, entonces, mandó tocar a maitines; pero apenas habían dicho el primer salmo, cuando se oyeron por los montes cercanos aullidos feroces, que poco a poco se convertían en ruidos confusos y lejanos. Eran los demonios fugitivos. Hermosa leyenda, que acaso es sólo la expresión de aquel terror misterioso que la selva inhóspita despertaba en los corazones más intrépidos.

Aquellos hombres vivían en un mundo sobrenatural, y, con frecuencia, para ellos las cosas del Cielo y de la tierra se mezclaban de una manera prodigiosa. Una noche, Columbano tuvo un sueño, en el que le pareció oír estas palabras: «El mundo está delante de ti; ve a derecha o a izquierda, pero no te apartes de tu camino, si quieres comer el fruto de tus sudores.» El sublime viajero vio en estas palabras una invitación a peregrinar de nuevo, y, obediente a la voz de Dios, que era también la exigencia de su temperamento, preparó el viaje para la mañana siguiente. Dijéronle que Galo, su discípulo predilecto, estaba enfermo y no podía seguirle. «No importa—pensó el jefe—; la obediencia le curará o le llevará al Cielo.» «Me es imposible, Padre mío», dijo Galo. El terrible maestro dejó escapar una sonrisa, que el enfermo no supo bien si era de cariño o de ironía, y después pronunció estas palabras: «Bueno, quédate; pero no subirás al altar mientras yo viva.»

Mientras Columbano atravesaba los Alpes y llegaba a Italia, su discípulo seguía misionando por las tierras de los alemanes. Su residencia habitual estaba ahora en un áspero desierto, cerca del lugar donde el Rhin desemboca en el lago de Constanza. Habíanle hablado de aquel lugar como de un verdadero paraíso. «Desgraciadamente—añadían—, está lleno de osos, jabalíes y manadas de lobos.» Pero Galo, que hacía enmudecer a los demonios con la señal de la cruz; no podía asustarse de los animales salvajes. Cogió la alforja donde guardaba sus libros, y la caña de pescar, y rezando salmos, se puso en camino, acompañado de un diácono. Al anochecer, llegaron a un hermoso valle, alegrado por el rumor de las corrientes y el fragor de las cascadas. Al bajar una pendiente, Galo resbaló y cayó en tierra. Su compañero fue a levantarle, pero él le dijo: «Déjame, este es el lugar de mi reposo.» Después, mientras el diácono hacía una hoguera, él cogió dos ramas, hizo con ellas una cruz, la fijó en el suelo, colgó de ella la cajita de reliquias que traía al cuello, y, cayendo de rodillas, se puso en oración. Al poco rato un oso aparece delante de él. Galo partió con él su pan, y le dijo: «En nombre de Cristo, deja libre este valle; puedes habitar en el monte, pero con la condición de que no hagas mal a nadie.» Como antes los genios, el oso obedeció. Al día siguiente fue el encuentro con los elfos y las ondinas. Unas mujeres desnudas sacaban el pecho del agua, injuriando al varón de Dios y tirando piedras. Galo lanzó el exorcismo contra los fantasmas, y las mujeres huyeron río arriba, llorando y diciendo a grandes gritos: «¿Qué hacer, adonde ir? Este hombre nos arroja de todas partes.» Purgado el lugar de fieras y de duendes, los misioneros levantaron una ermita, núcleo primero del gran monasterio que, con el nombre de San Galo, será una de las más famosas escuelas de la cristiandad y el principal foco de la vida intelectual del mundo germánico.

Ahora se trataba únicamente de destruir ídolos, echar por tierra árboles sagrados, aniquilar el imperio de Wodan y enseñar el catecismo; y éstas fueron las tareas del misionero irlandés hasta su muerte. Quisieron hacerle obispo de Constanza, pero él, contento con su condición de monje y misionero, rehusó la dignidad. «Además—añadía—, mi maestro me ha prohibido subir al altar.» Doce años habían pasado desde que Columbano dejó las riberas del Rhin. ¿Vivía todavía? En los transportes de la oración, Galo le buscaba entre los coros de los elegidos, pero no lograba dar con aquel rostro rectilíneo, suavizado ya por los goces de la bienaventuranza. Sin duda, seguía peregrinando a través de Italia por el amor de Cristo. Pero una noche, después de orar largamente, Galo corrió a su compañero y le dijo: «Pronto; prepara el altar y la casulla. Nuestro Padre ha muerto; vamos a invocar sobre él las misericordias del santo sacrificio.» Pocos días después llegaban a su presencia unos monjes portadores del báculo de San Columbano, que su maestro le enviara poco antes de morir como prenda de absolución y reconciliación. Galo, que ya se hacía viejo, le recibió como un precioso talismán, y de él se sirvió al fin de su vida para hacer sus milagros y recorrer los valles suizos.

Tal es la vida de este impetuoso misionero. Entre las poéticas narraciones con que la exornaron los ingenuos biógrafos de la Edad Media, podemos descubrir un alma ardiente y apasionada, un corazón enamorado de la verdad evangélica, y al mismo tiempo rastrear algo del efecto producido por aquella doble lucha de los misioneros irlandeses contra los dioses del paganismo y las fuerzas de la Naturaleza.

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