martes, 31 de marzo de 2015
Lecturas
Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos:
Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre.
Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: - «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.»
Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas», en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios.
Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.»
En aquel tiempo, Jesús, profundamente conmovido, dijo:
- «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
Los discípulos se miraron unos a otros perplejos, por no saber de quién lo decía. Uno de ellos, el que Jesús tanto amaba, estaba reclinado a la mesa junto a su pecho. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó:
- «Señor, ¿quién es?»
Le contestó Jesús:
- «Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado.»
Y untando el pan, se lo dio a judas, hijo de Simón el Iscariote.
Detrás del pan, entró en él Satanás. Entonces Jesús le dijo:
- «Lo que tienes que hacer hazlo en seguida.»
Ninguno de los comensales entendió a qué se refería. Como Judas guardaba la bolsa, algunos suponían que Jesús le encargaba comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres.
Judas, después de tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche. Cuando salió, dijo Jesús:
- «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también
Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: “Donde yo voy, vosotros no podéis ir.”»
Simón Pedro le dijo:
- «Señor, ¿a dónde vas?»
Jesús le respondió:
- «Adonde yo voy no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde.»
Pedro replicó:
- «Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti.»
Jesús le contestó:
- «¿Con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces.»
Palabra del Señor.
Beata Natalia Tulasiewicz
De 108 mártires beatificados por Juan Pablo II el 13 de junio de 1999, 9 eran laicos, hombres en su mayoría. Dos mujeres componían este grupo. Una era Natalia. Había entregado su vida por la fe a sus 39 años. Quiso defender los pilares que sustentaban su existencia y acompañar a los débiles. Un testimonio de indudable valor siempre, y especialmente en el periodo que atravesamos.
Era polaca. Había nacido el 9 de abril de 1906 en Rzeszów. Fue la segunda de seis hijos. Su familia sembró en su corazón la semilla de la fe, y la defensa de este sagrado depósito se convirtió en lo más importante de su vida. De otro modo, ni habría sido agente de pastoral, ni se habría expuesto conscientemente a ponerla en peligro. Debido a la profesión de su padre, inspector fiscal, vivieron en distintos lugares. En Cracovia estudió en el colegio regido por las clarisas. Y en 1921, al establecerse en Poznań, siguió su formación con las ursulinas. Entre 1931 y 1932 se licenció en filología polaca. A lo largo de los años afianzó sus principios evangélicos que le ayudarían a afrontar la pérdida de su hermana mayor por causa de la tuberculosis, lesión que ella misma contrajo. Fue a Rabki para recibir tratamiento, y allí impartió clases en el colegio de la Sagrada Familia de Nazaret. Todo ello acontecía en los preámbulos de un momento histórico-político álgido que cambiaría la faz de su país.
Dándole la espalda a un amor que se resistía a compartir con ella la fe, entendió, pese a todo, que su lugar estaba en el mundo, no en el convento. Fue honesta, coherente, generosísima. No entraba en sus planes de futuro forjar un hogar junto a un hombre que abiertamente profesaba el ideal comunista. Ocho años intentando que Jack se convirtiera sin conseguirlo le bastaron para dejar cerrado este capítulo de su vida, no sin dolor, no sin sacrificio. En 1934 canceló su compromiso y abrió sus brazos a un nuevo horizonte. Inteligente, vital e inquieta solía rodearse de personas que no cediesen a lo banal. Amaba la música –en 1931 había defendido la tesis «Mickiewicz y la música»–y le fascinaba la literatura. Además, se deleitaba con la naturaleza, con el teatro… Era políglota, investigadora, narradora de cuentos, relatos, y estaba inclinada también a la labor periodística que tuvo su manifestación en elaborados reportajes publicados en la prensa de su país. Viajó por Italia y al pasar por Asís debió experimentar gran emoción al hallarse en la patria del Poverello, que era uno de los santos que admiraba. Entre sus lecturas se hallaba su vida junto a la de Teresa de Avila, Juan de la Cruz y Alberto Chmielowski. Una personalidad, sin duda, muy atractiva, prolongación de su encanto natural.
Desde 1933 a 1937 en su quehacer docente fue sembrando de esperanza el futuro de sus alumnos que acudían a las aulas de la escuela de San Casimiro de Poznań, y en el liceo regido por las madres ursulinas. Era una líder apostólica nata. Por influjo de la excepcional formación que había recibido en su hogar, desde niña se había ido abriendo paso en su interior un poderoso sentimiento impregnado de la bienaventuranza «los que tienen hambre y sed de justicia». Así lo expresó: «El hambre es doble dentro de mí. El hambre de santidad y el hambre de belleza. En realidad, son los mismos». Formaba parte de la Sociedad de María.
Nada más producirse la invasión de Hitler y Stalin sobre Polonia en 1939, responsables de regímenes opuestos a todo fenómeno religioso dictaron contra ella una orden de extrañamiento. Y de la noche a la mañana se encontró desprovista de hogar y de la elemental seguridad y libertad a la que todo ciudadano tiene derecho. Profesionalmente pasó a ser una docente obligada a impartir enseñanza de forma clandestina. Vivió en Ostrowiec Kielecki y finalmente se trasladó Cracovia, lugar al que también se desplazó su familia. En ese momento vio consternada cómo el ejercicio de las clases quedaba completamente vedado para ella. Infinitamente más doloroso fue ver cómo las circunstancias dramáticas le impedían ejercitar su apostolado. Y sumamente preocupada por la repercusión que los hechos que acontecían podían tener en la vida espiritual de tantas jóvenes como ella, especialmente de las que habían sido enviadas a Alemania para realizar trabajos forzados, en 1943 se ofreció voluntariamente para partir allí, y se convirtió en obrera de una de las fábricas. De ese modo, podía alentar a sus compañeras a que conservaran intacta la fe. La decisión surgió después de visitar a uno de sus hermanos en el guetto y ver las condiciones infrahumanas que rodeaban a todos.
Ella formaba parte de la resistencia polaca. No es difícil imaginar el desaliento y la angustia de estas jornaleras, y el bálsamo que supuso la ofrenda de Natalia que les transmitía su plena confianza en Dios omnipotente. Junto al trabajo que desempeñaba en la fábrica Günther-Wagner de Hannover, de forma valerosa infundía esperanza en el Creador y animaba a confiarse a Él a más de trescientas obreras polacas. Este intenso apostolado laical que llevaba a cabo llamó la atención. Y fue arrestada por la Gestapo en 1944. La reclusión les parecía poco y la torturaron de forma atroz, ultrajándola en la cárcel de Colonia para internarla después en el campo de exterminio de Ravensbrück, Alemania. Ese Dios al que imploraba le había dado una fuerza de hierro. El Viernes Santo de 1945, a pesar de las vejaciones sufridas que la habían dejado extremadamente debilitada, dio una lección en el barracón sobre la Pasión y Resurrección de Cristo que infundió gran ánimo en los creyentes. Una de sus heroicas lecciones fue el perdón: «No se puede vivir con el odio, el odio lleva siempre a la muerte […]. No se puede odiar ni siquiera a aquellos que nos han hecho mal». El 31 de marzo, Domingo de Pascua, la condujeron a la cámara de gas, donde entregó su vida al Padre. Dos días más tarde los aliados liberaron a todos los prisioneros.
Era polaca. Había nacido el 9 de abril de 1906 en Rzeszów. Fue la segunda de seis hijos. Su familia sembró en su corazón la semilla de la fe, y la defensa de este sagrado depósito se convirtió en lo más importante de su vida. De otro modo, ni habría sido agente de pastoral, ni se habría expuesto conscientemente a ponerla en peligro. Debido a la profesión de su padre, inspector fiscal, vivieron en distintos lugares. En Cracovia estudió en el colegio regido por las clarisas. Y en 1921, al establecerse en Poznań, siguió su formación con las ursulinas. Entre 1931 y 1932 se licenció en filología polaca. A lo largo de los años afianzó sus principios evangélicos que le ayudarían a afrontar la pérdida de su hermana mayor por causa de la tuberculosis, lesión que ella misma contrajo. Fue a Rabki para recibir tratamiento, y allí impartió clases en el colegio de la Sagrada Familia de Nazaret. Todo ello acontecía en los preámbulos de un momento histórico-político álgido que cambiaría la faz de su país.
Dándole la espalda a un amor que se resistía a compartir con ella la fe, entendió, pese a todo, que su lugar estaba en el mundo, no en el convento. Fue honesta, coherente, generosísima. No entraba en sus planes de futuro forjar un hogar junto a un hombre que abiertamente profesaba el ideal comunista. Ocho años intentando que Jack se convirtiera sin conseguirlo le bastaron para dejar cerrado este capítulo de su vida, no sin dolor, no sin sacrificio. En 1934 canceló su compromiso y abrió sus brazos a un nuevo horizonte. Inteligente, vital e inquieta solía rodearse de personas que no cediesen a lo banal. Amaba la música –en 1931 había defendido la tesis «Mickiewicz y la música»–y le fascinaba la literatura. Además, se deleitaba con la naturaleza, con el teatro… Era políglota, investigadora, narradora de cuentos, relatos, y estaba inclinada también a la labor periodística que tuvo su manifestación en elaborados reportajes publicados en la prensa de su país. Viajó por Italia y al pasar por Asís debió experimentar gran emoción al hallarse en la patria del Poverello, que era uno de los santos que admiraba. Entre sus lecturas se hallaba su vida junto a la de Teresa de Avila, Juan de la Cruz y Alberto Chmielowski. Una personalidad, sin duda, muy atractiva, prolongación de su encanto natural.
Desde 1933 a 1937 en su quehacer docente fue sembrando de esperanza el futuro de sus alumnos que acudían a las aulas de la escuela de San Casimiro de Poznań, y en el liceo regido por las madres ursulinas. Era una líder apostólica nata. Por influjo de la excepcional formación que había recibido en su hogar, desde niña se había ido abriendo paso en su interior un poderoso sentimiento impregnado de la bienaventuranza «los que tienen hambre y sed de justicia». Así lo expresó: «El hambre es doble dentro de mí. El hambre de santidad y el hambre de belleza. En realidad, son los mismos». Formaba parte de la Sociedad de María.
Nada más producirse la invasión de Hitler y Stalin sobre Polonia en 1939, responsables de regímenes opuestos a todo fenómeno religioso dictaron contra ella una orden de extrañamiento. Y de la noche a la mañana se encontró desprovista de hogar y de la elemental seguridad y libertad a la que todo ciudadano tiene derecho. Profesionalmente pasó a ser una docente obligada a impartir enseñanza de forma clandestina. Vivió en Ostrowiec Kielecki y finalmente se trasladó Cracovia, lugar al que también se desplazó su familia. En ese momento vio consternada cómo el ejercicio de las clases quedaba completamente vedado para ella. Infinitamente más doloroso fue ver cómo las circunstancias dramáticas le impedían ejercitar su apostolado. Y sumamente preocupada por la repercusión que los hechos que acontecían podían tener en la vida espiritual de tantas jóvenes como ella, especialmente de las que habían sido enviadas a Alemania para realizar trabajos forzados, en 1943 se ofreció voluntariamente para partir allí, y se convirtió en obrera de una de las fábricas. De ese modo, podía alentar a sus compañeras a que conservaran intacta la fe. La decisión surgió después de visitar a uno de sus hermanos en el guetto y ver las condiciones infrahumanas que rodeaban a todos.
Ella formaba parte de la resistencia polaca. No es difícil imaginar el desaliento y la angustia de estas jornaleras, y el bálsamo que supuso la ofrenda de Natalia que les transmitía su plena confianza en Dios omnipotente. Junto al trabajo que desempeñaba en la fábrica Günther-Wagner de Hannover, de forma valerosa infundía esperanza en el Creador y animaba a confiarse a Él a más de trescientas obreras polacas. Este intenso apostolado laical que llevaba a cabo llamó la atención. Y fue arrestada por la Gestapo en 1944. La reclusión les parecía poco y la torturaron de forma atroz, ultrajándola en la cárcel de Colonia para internarla después en el campo de exterminio de Ravensbrück, Alemania. Ese Dios al que imploraba le había dado una fuerza de hierro. El Viernes Santo de 1945, a pesar de las vejaciones sufridas que la habían dejado extremadamente debilitada, dio una lección en el barracón sobre la Pasión y Resurrección de Cristo que infundió gran ánimo en los creyentes. Una de sus heroicas lecciones fue el perdón: «No se puede vivir con el odio, el odio lleva siempre a la muerte […]. No se puede odiar ni siquiera a aquellos que nos han hecho mal». El 31 de marzo, Domingo de Pascua, la condujeron a la cámara de gas, donde entregó su vida al Padre. Dos días más tarde los aliados liberaron a todos los prisioneros.
lunes, 30 de marzo de 2015
Lecturas
Así dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mí espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas.»
Así dice el Señor Dios, que creó y desplegó los cielos, consolidó la tierra con su vegetación, dio el respiro al pueblo que la habita y el aliento a los que se mueven en ella:
«Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.»
Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa.
María tomó una fibra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice:
- «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? »
Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando.
Jesús dijo:
- «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis.»
Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos.
Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.
Palabra del Señor.
San Pedro Regalado
Por tierras de Aranda dice la gente este refrán:
El que la gloria en vida quiera, que vaya en romería a La Aguilera.
La Aguilera es un púeblecito húrgales perdido en la llanura castellana, cerca de la ribera del Duero. En las afueras, al poniente, sobre el manto dorado y verde de la tierra, se recorta la silueta del santuario: muros pesados y sombríos, cúpulas oscuras, agujas atrevidas sondeando el cielo. Dentro, claustros, galerías largas y desnudas, capillas con retablos churriguerescos, blasones, piedras tumbales, mármoles, estatuas, y, llenándolo todo, el recuerdo, el nombre y la gloria de San Pedro de Costanilla, a quien, recogiendo un mote de familia, llamaron ya en vida estas gentes castellanas San Pedro Regalado.
Todos por aquí conocen este nombre y le repiten con veneración; pero son pocos los que sabrían deciros algo de la historia del que le llevó. Fue un gran santo; hace muchos milagros, lo cual parece indicar que tiene mucha influencia en el Cielo. ¿Qué necesidad tenemos de saber otra cosa? Sus mismos hermanos, los Padres franciscanos, no os dirán mucho más. Saben, ciertamenete, que era un vallisoletano que, desde su infancia, se hizo discípulo del reformador de la Orden en Castilla, fray Pedro de Villacreces; y que, muerto el maestro, heredó su espíritu y le conservó con suavidad y fortaleza a la vez en los conventos reformados. Fue vicario de La Aguilera y del Abrojo en aquellos días en que Juan II decía al tiempo de morir: «Bachiller Cibdareal, fuera yo fraile del Abrojo, y no rey de Castilla.» Y ciertamente que fray Pedro no se hubiera cambiado nunca por don Juan. Su vida fue recorrer esta tierra de Castilla, tierra llana y de pan llevar; de Burgos a Falencia y de Palencia a Valladolid, mendigando y predicando en las orillas del Duero y del Pisuerga, hablando con gesto risueño a las gentes de las paneras inagotables del Cielo; sembrando, sin darse cuenta, sus milagros y sus consuelos, y comiendo junto a las fuentes el pan duro que le daban los labriegos. Siempre sonriente, siempre afable, siempre bondadoso, hasta cuando recordaba a los relajados las reglas severas de su maestro.
Esto es todo lo que os dirá el hermano portero de La Aguilera. Pero luego os cogerá del brazo, os meterá en el convento y os pondrá delante del santo. Veréis el jardín donde paseaba absorto en sus meditaciones; el otero desde donde contemplaba en el horizonte lejano y encendido la agonía lenta de la tarde, exclamando, tal vez, como Raimundo Lulio:
« ¡ Oh bondad! »; la sala donde hablaba a sus hermanos de la pobreza y de la muerte; el bosquecillo cuyas ramas se estremecían al caer sobre su cuerpo los golpes de la disciplina. Aquí está también la capilla de la Gloria, donde el santo dijo la primera misa, donde el amor le arrebataba en sus brazos; y la iglesia conventual, donde presidía el rezo de la salmodia; y el camarín que guarda sus sandalias y su rosario y su cuerpo, encerrado en urna de alabastro, con la estatua yacente iluminada por reverberos de gloria.
Y en todas partes frescos, pinturas, relieves, recordando al peregrino las maravillas obradas por el santo. Se le ve pasando el río Duero sobre el esquife, enseñando al superior los mendrugos de pan que lleva a los mendigos, y que se convierten en rosas; levantándose del sepulcro para dar una limosna a un anciano que se desmaya delante de su cuerpo; sujetando con su mirada a un toro escapado de la plaza de Valladolid; enseñando el catecismo a un grupo de muchachos desharrapados; llegando a su convento en compañía de una turba de pobres, de cojos y enfermos; caminando en manos de ángeles, del Abrojo a La Aguilera; elevándose en éxtasis con los ojos encendidos, las manos crispadas y el corazón inflamado como un horno. «Estos no son más que algunos de sus milagros—nos dice el guía—. En el archivo de la casa se guardan dos infolios donde constan los que hizo a poco de su muerte. Todos están confirmados por notarios reales. Cuando estuvo aquí la reina Isabel la Católica se empeñó en que sacasen a San Pedro del cementerio común, y lo consiguió después de muchas discusiones con la comunidad.» «Si ahora—decía el Padre guardián—nos está dando tanta guerra, ¿qué será cuando le pongan aparte y en un sepulcro vistoso?»
Tal argumento del buen fraile no era del todo concluyente; pero es lo cierto que sus devotos de La Ribera siguieron viniendo en compactas y polícromas romerías para venerar sus huesos y confiarle su necesidad. Hoy mismo no se pueden recorrer sin emoción estas estancias, donde parece respirarse todavía el soplo de su bondad franciscana, donde aún se siente palpitar aquella pasión ardiente de lo eterno que, en un anhelo mortal y angustioso, lanzaba hacia regiones imposibles un corazón en ascua, precursor, por el amor y la penitencia, del corazón de San Pedro de Alcántara.
Dando voy pasos perdidos por tierra que toda es aire.
Que sigo mi pensamiento y no es posible alcanzarle.
El que la gloria en vida quiera, que vaya en romería a La Aguilera.
La Aguilera es un púeblecito húrgales perdido en la llanura castellana, cerca de la ribera del Duero. En las afueras, al poniente, sobre el manto dorado y verde de la tierra, se recorta la silueta del santuario: muros pesados y sombríos, cúpulas oscuras, agujas atrevidas sondeando el cielo. Dentro, claustros, galerías largas y desnudas, capillas con retablos churriguerescos, blasones, piedras tumbales, mármoles, estatuas, y, llenándolo todo, el recuerdo, el nombre y la gloria de San Pedro de Costanilla, a quien, recogiendo un mote de familia, llamaron ya en vida estas gentes castellanas San Pedro Regalado.
Todos por aquí conocen este nombre y le repiten con veneración; pero son pocos los que sabrían deciros algo de la historia del que le llevó. Fue un gran santo; hace muchos milagros, lo cual parece indicar que tiene mucha influencia en el Cielo. ¿Qué necesidad tenemos de saber otra cosa? Sus mismos hermanos, los Padres franciscanos, no os dirán mucho más. Saben, ciertamenete, que era un vallisoletano que, desde su infancia, se hizo discípulo del reformador de la Orden en Castilla, fray Pedro de Villacreces; y que, muerto el maestro, heredó su espíritu y le conservó con suavidad y fortaleza a la vez en los conventos reformados. Fue vicario de La Aguilera y del Abrojo en aquellos días en que Juan II decía al tiempo de morir: «Bachiller Cibdareal, fuera yo fraile del Abrojo, y no rey de Castilla.» Y ciertamente que fray Pedro no se hubiera cambiado nunca por don Juan. Su vida fue recorrer esta tierra de Castilla, tierra llana y de pan llevar; de Burgos a Falencia y de Palencia a Valladolid, mendigando y predicando en las orillas del Duero y del Pisuerga, hablando con gesto risueño a las gentes de las paneras inagotables del Cielo; sembrando, sin darse cuenta, sus milagros y sus consuelos, y comiendo junto a las fuentes el pan duro que le daban los labriegos. Siempre sonriente, siempre afable, siempre bondadoso, hasta cuando recordaba a los relajados las reglas severas de su maestro.
Esto es todo lo que os dirá el hermano portero de La Aguilera. Pero luego os cogerá del brazo, os meterá en el convento y os pondrá delante del santo. Veréis el jardín donde paseaba absorto en sus meditaciones; el otero desde donde contemplaba en el horizonte lejano y encendido la agonía lenta de la tarde, exclamando, tal vez, como Raimundo Lulio:
« ¡ Oh bondad! »; la sala donde hablaba a sus hermanos de la pobreza y de la muerte; el bosquecillo cuyas ramas se estremecían al caer sobre su cuerpo los golpes de la disciplina. Aquí está también la capilla de la Gloria, donde el santo dijo la primera misa, donde el amor le arrebataba en sus brazos; y la iglesia conventual, donde presidía el rezo de la salmodia; y el camarín que guarda sus sandalias y su rosario y su cuerpo, encerrado en urna de alabastro, con la estatua yacente iluminada por reverberos de gloria.
Y en todas partes frescos, pinturas, relieves, recordando al peregrino las maravillas obradas por el santo. Se le ve pasando el río Duero sobre el esquife, enseñando al superior los mendrugos de pan que lleva a los mendigos, y que se convierten en rosas; levantándose del sepulcro para dar una limosna a un anciano que se desmaya delante de su cuerpo; sujetando con su mirada a un toro escapado de la plaza de Valladolid; enseñando el catecismo a un grupo de muchachos desharrapados; llegando a su convento en compañía de una turba de pobres, de cojos y enfermos; caminando en manos de ángeles, del Abrojo a La Aguilera; elevándose en éxtasis con los ojos encendidos, las manos crispadas y el corazón inflamado como un horno. «Estos no son más que algunos de sus milagros—nos dice el guía—. En el archivo de la casa se guardan dos infolios donde constan los que hizo a poco de su muerte. Todos están confirmados por notarios reales. Cuando estuvo aquí la reina Isabel la Católica se empeñó en que sacasen a San Pedro del cementerio común, y lo consiguió después de muchas discusiones con la comunidad.» «Si ahora—decía el Padre guardián—nos está dando tanta guerra, ¿qué será cuando le pongan aparte y en un sepulcro vistoso?»
Tal argumento del buen fraile no era del todo concluyente; pero es lo cierto que sus devotos de La Ribera siguieron viniendo en compactas y polícromas romerías para venerar sus huesos y confiarle su necesidad. Hoy mismo no se pueden recorrer sin emoción estas estancias, donde parece respirarse todavía el soplo de su bondad franciscana, donde aún se siente palpitar aquella pasión ardiente de lo eterno que, en un anhelo mortal y angustioso, lanzaba hacia regiones imposibles un corazón en ascua, precursor, por el amor y la penitencia, del corazón de San Pedro de Alcántara.
Dando voy pasos perdidos por tierra que toda es aire.
Que sigo mi pensamiento y no es posible alcanzarle.
domingo, 29 de marzo de 2015
Lecturas
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.
El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
C. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz.
Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar
C. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. -«¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.»
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Durante 40 días hemos ido siguiendo a Jesús en su camino hacia la Pascua, meditando sobre sus tentaciones en el desierto; le hemos acompañado al monte santo en su transfiguración; hemos sentido su cercanía, misericordia y compasión a través de la parábola del Hijo pródigo o en su encuentro con la Mujer Adúltera.
Los discípulos no comprenden algunos anuncios del Señor en su lenta subida a Jerusalén, pero su testimonio se convertirá en modelo para su definitiva conversión.
Después de la resurrección, éste será también el itinerario a seguir por todo buen discípulo.
Los discípulos no comprenden algunos anuncios del Señor en su lenta subida a Jerusalén, pero su testimonio se convertirá en modelo para su definitiva conversión.
Después de la resurrección, éste será también el itinerario a seguir por todo buen discípulo.
El gesto de Jesús entrando triunfalmente en Jerusalén se enmarca en el más puro estilo de la tradición profética de Israel, evocando el capítulo 9 de la profería de Zacarías.
Entra como rey humilde, subido en una borriquilla (un rey hubiera entrado a caballo, precedido de su ejército), inaugurando una era de paz y teniendo como cortejo a los niños y a la gente más sencilla del pueblo.
Todos aclaman al Mesías que viene en nombre de Dios.
La liturgia nos coloca en la calle levantando ramos de olivos, con vestido de fiesta, mezclados entre la algazara popular, con la totalidad de muchas familias que no quieren perderse esta manifestación pacífica y de sana alegría.
Es la primera cara de una misma moneda.
Entra como rey humilde, subido en una borriquilla (un rey hubiera entrado a caballo, precedido de su ejército), inaugurando una era de paz y teniendo como cortejo a los niños y a la gente más sencilla del pueblo.
Todos aclaman al Mesías que viene en nombre de Dios.
La liturgia nos coloca en la calle levantando ramos de olivos, con vestido de fiesta, mezclados entre la algazara popular, con la totalidad de muchas familias que no quieren perderse esta manifestación pacífica y de sana alegría.
Es la primera cara de una misma moneda.
La otra cara: la del compromiso y el dolor, nos la ofrece este tercer cántico del Siervo de Yahvé (Is.50, 4-7) que nos describe la imagen del hombre auténtico, íntegro en su comportamiento.
Al igual que el profeta, comunica la palabra, porque primero la ha escuchado; no ha cerrado los sentidos para eludir compromisos engorrosos.
Por eso abre su corazón al mensaje, se abre enteramente a la misión que el Señor le ha encomendado y asume los riesgos que le puedan suceder -y de hecho le suceden- en forma de maltratos, desprecios y humillaciones. No desvía su mirada, consciente de contar con el apoyo de Dios que nunca le va a fallar.
En todas estas lecturas del Siervo de Yahvé -cumbre de las profecías del Antiguo Testamento- podemos contemplar, desde el ámbito de nuestra fe, imágenes de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
Al igual que el profeta, comunica la palabra, porque primero la ha escuchado; no ha cerrado los sentidos para eludir compromisos engorrosos.
Por eso abre su corazón al mensaje, se abre enteramente a la misión que el Señor le ha encomendado y asume los riesgos que le puedan suceder -y de hecho le suceden- en forma de maltratos, desprecios y humillaciones. No desvía su mirada, consciente de contar con el apoyo de Dios que nunca le va a fallar.
En todas estas lecturas del Siervo de Yahvé -cumbre de las profecías del Antiguo Testamento- podemos contemplar, desde el ámbito de nuestra fe, imágenes de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
San Pablo nos desvela en esta lectura el proyecto de Dios realizado en Cristo.
Un proyecto que está muy lejos de las expectativas mesiánicas mantenidas por el pueblo judío que esperaba un Mesías guerrero, libertador de la opresión romana y árbitro de justicia, progreso y paz.
Cristo, sin perder su condición divina, se presenta como un esclavo para compartir el dolor y la muerte, y una muerte de cruz.
La cruz era una ignominia para los griegos y un escándalo para los judíos.
Pero, Dios “escribe recto con líneas torcidas”, como dice el refrán y transforma en Jesús lo despreciable (la cruz) en signo de victoria sobre el pecado y la muerte.
Bueno es que durante esta Semana Santa meditemos sobre el contenido de este mensaje para amortiguar nuestro orgullo y hacernos permeables y sensibles ante las diversas esclavitudes que rodean nuestro entorno familiar y ciudadano.
Un proyecto que está muy lejos de las expectativas mesiánicas mantenidas por el pueblo judío que esperaba un Mesías guerrero, libertador de la opresión romana y árbitro de justicia, progreso y paz.
Cristo, sin perder su condición divina, se presenta como un esclavo para compartir el dolor y la muerte, y una muerte de cruz.
La cruz era una ignominia para los griegos y un escándalo para los judíos.
Pero, Dios “escribe recto con líneas torcidas”, como dice el refrán y transforma en Jesús lo despreciable (la cruz) en signo de victoria sobre el pecado y la muerte.
Bueno es que durante esta Semana Santa meditemos sobre el contenido de este mensaje para amortiguar nuestro orgullo y hacernos permeables y sensibles ante las diversas esclavitudes que rodean nuestro entorno familiar y ciudadano.
Todos los personajes protagonistas en la Pasión del Señor forman parte de nuestra vida.
Está por ver con quién o con quiénes nos identificamos.
No vale “echar balones fuera” y descargar el horrendo crimen de la muerte de Jesús a los judíos. Desgraciadamente somos muy dados en nuestra sociedad a buscar culpables que justifiquen nuestros actos y nos permitan llevar una vida cómoda, anodina, sin sobresaltos ni compromisos.
Tarde o temprano tendremos que tomar partido.
¿Estamos de parte de los vencedores y nos apuntamos al triunfo fácil, unidos a las masas que aclaman a Jesús en su entrada a Jerusalén, para traicionarle después, o nos colocamos en la larga fila de los verdugos?
¿Nos lavamos las manos como Pilatos? ¿Nos unimos al oportunismo político de Herodes? ¿Prescindimos de la ley y el juicio justo como los escribas y fariseos? ¿Lo traicionamos como los Apóstoles?
O, por el contrario:
¿Mantenemos la actitud de Simón Cirineo, de las buenas mujeres de Jerusalén que se compadecen de Él, de las otras santas mujeres que le acompañan al pie de la cruz junto a San Juan y la Virgen María?
Desvelemos los misterios de nuestra existencia y pongamos por una vez nuestra alma pecadora frente a Dios, frente a nuestro Supremo Hacedor, a quien un día habremos de rendir cuentas.
Las negaciones de Pedro: “no conozco a ese hombre” (Lc.22,57), merecen un punto y aparte. Me recuerdan el pecado de David, descrito en el II Libro de Samuel, cap.12.
El profeta Natán presenta al rey David un caso ocurrido en Israel, centrado en un rico que roba a un pobre la única oveja que tenía para darse un banquete con sus amigos.
David se enfurece y considera al rico como reo de muerte.
“Tú eres ese hombre” (II Re 12,7), le dice Natán, porque mandaste matar al capitán Urías para casarte con lo más valioso que él tenía, su esposa Betsabé.
David se arrepintió, hizo penitencia, lloró su pecado. También Pedro lloró amargamente haber traicionado al Maestro bueno.
Ambos fueron perdonados por Dios; el primero para convertirse en el más importante rey de Israel, de cuya familia nacería el Mesías; el segundo para ser constituido como cabeza de la Iglesia.
También yo puedo ser “ese hombre” si antepongo, como Pilatos, la verdad a los propios intereses; soy “ese hombre” si traiciono al hermano, como Judas, por ambición y codicia; soy “ese hombre” cuando, como los soldados, hago leña del árbol caído y hiero con mis palabras a la persona destrozada por la vida; soy “ese hombre” cuando, como Pedro, alardeo de mis fidelidades o fanfarroneo sobre mis cualidades, para traicionar después a Jesús.
De otra manera, puedo ser “ese hombre” cuando soy capaz de superar mis miedos e indiferencias para llorar amargamente, como Pedro, mis traiciones y cobardías; para situarme del lado del débil y oprimido, como el Cireneo, o mirando desde los ojos de la fe, como el centurión romano, para reconocer a Jesús como el Hijo de Dios.
La Pasión continúa hoy reproduciéndose, porque Jesús asume como hecho a él mismo cuanto hagamos por nuestros hermanos.
Por eso, al reflexionar ahora sobre Jesucristo, verdadero hombre, en sus indescriptibles sufrimientos físicos y morales, profundizamos al igual que San Pablo, en Jesús, verdadero Dios, ante el cual “toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, el abismo, y proclamar con la boca que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre” (Fil.2,10-11).
Está por ver con quién o con quiénes nos identificamos.
No vale “echar balones fuera” y descargar el horrendo crimen de la muerte de Jesús a los judíos. Desgraciadamente somos muy dados en nuestra sociedad a buscar culpables que justifiquen nuestros actos y nos permitan llevar una vida cómoda, anodina, sin sobresaltos ni compromisos.
Tarde o temprano tendremos que tomar partido.
¿Estamos de parte de los vencedores y nos apuntamos al triunfo fácil, unidos a las masas que aclaman a Jesús en su entrada a Jerusalén, para traicionarle después, o nos colocamos en la larga fila de los verdugos?
¿Nos lavamos las manos como Pilatos? ¿Nos unimos al oportunismo político de Herodes? ¿Prescindimos de la ley y el juicio justo como los escribas y fariseos? ¿Lo traicionamos como los Apóstoles?
O, por el contrario:
¿Mantenemos la actitud de Simón Cirineo, de las buenas mujeres de Jerusalén que se compadecen de Él, de las otras santas mujeres que le acompañan al pie de la cruz junto a San Juan y la Virgen María?
Desvelemos los misterios de nuestra existencia y pongamos por una vez nuestra alma pecadora frente a Dios, frente a nuestro Supremo Hacedor, a quien un día habremos de rendir cuentas.
Las negaciones de Pedro: “no conozco a ese hombre” (Lc.22,57), merecen un punto y aparte. Me recuerdan el pecado de David, descrito en el II Libro de Samuel, cap.12.
El profeta Natán presenta al rey David un caso ocurrido en Israel, centrado en un rico que roba a un pobre la única oveja que tenía para darse un banquete con sus amigos.
David se enfurece y considera al rico como reo de muerte.
“Tú eres ese hombre” (II Re 12,7), le dice Natán, porque mandaste matar al capitán Urías para casarte con lo más valioso que él tenía, su esposa Betsabé.
David se arrepintió, hizo penitencia, lloró su pecado. También Pedro lloró amargamente haber traicionado al Maestro bueno.
Ambos fueron perdonados por Dios; el primero para convertirse en el más importante rey de Israel, de cuya familia nacería el Mesías; el segundo para ser constituido como cabeza de la Iglesia.
También yo puedo ser “ese hombre” si antepongo, como Pilatos, la verdad a los propios intereses; soy “ese hombre” si traiciono al hermano, como Judas, por ambición y codicia; soy “ese hombre” cuando, como los soldados, hago leña del árbol caído y hiero con mis palabras a la persona destrozada por la vida; soy “ese hombre” cuando, como Pedro, alardeo de mis fidelidades o fanfarroneo sobre mis cualidades, para traicionar después a Jesús.
De otra manera, puedo ser “ese hombre” cuando soy capaz de superar mis miedos e indiferencias para llorar amargamente, como Pedro, mis traiciones y cobardías; para situarme del lado del débil y oprimido, como el Cireneo, o mirando desde los ojos de la fe, como el centurión romano, para reconocer a Jesús como el Hijo de Dios.
La Pasión continúa hoy reproduciéndose, porque Jesús asume como hecho a él mismo cuanto hagamos por nuestros hermanos.
Por eso, al reflexionar ahora sobre Jesucristo, verdadero hombre, en sus indescriptibles sufrimientos físicos y morales, profundizamos al igual que San Pablo, en Jesús, verdadero Dios, ante el cual “toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, el abismo, y proclamar con la boca que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre” (Fil.2,10-11).
Beato Bertoldo de Monte Carmelo
Los orígenes de cualquier fundación religiosa alumbran existencias de personas generosísimas que se desprendieron de sí mismas. Llevadas por la gracia, abrieron nuevos caminos para conquistar la unión con la Santísima Trinidad. Son páginas históricas que los integrantes de cada movimiento eclesial custodian con verdadero celo y ternura.
En ellas encuentran matices estimadísimos de sus fundadores y fundadoras sin los cuales sus vidas podrían haber tenido otro sentido. Y también de los primeros miembros que les precedieron en el itinerario espiritual abrazándose al específico carisma que los aglutinó.
Cuando se trata de instituciones tan vetustas como la del Carmelo, no es fácil reconstruir los hechos identificando los pilares que sostuvieron su primera andadura. Y sin embargo, siempre hay alguna pista que merece la pena rastrear, indicios que esta insigne orden primitiva, que tanta gloria viene dando a la Iglesia, consigna en sus anales puntualizando aspectos que han de tenerse en cuenta. El beato Bertoldo, cuya vida aparece envuelta en cierta neblina, fue uno de los artífices de la misma.
Se sabe que era francés, que pudo venir al mundo en el seno de una noble familia, y que su existencia discurrió a lo largo del siglo XII, ya que habría nacido a finales del siglo XI. Mientras que algunos le han atribuido la fundación de la orden carmelita, la voz autorizada de estos religiosos solo reconocen en él a su primer maestro general. Cuando Bertoldo –de nombre de pila Bartolomé– llegó a Monte Carmelo, los primeros integrantes hacía un tiempo que gozaban de la vida eremítica.
Un flujo incesante de cruzados dispuestos a dar su vida para defender la fe fue una de las características de la época. Muchos jóvenes aguerridos se sumaban a la contienda con este único fin. Era un alto honor que no quisieron eludir. Bertoldo, que se había formado teológicamente en la universidad de París y había sido ordenado sacerdote, se sintió llamado a empuñar las armas contra los infieles. Jerusalén era el objetivo.
Allí se dirigía junto a su tío Aimerico, luego primer patriarca de Antioquia, cuando esta ciudad fue tomada por aquéllos. Posiblemente en el fragor de la batalla, es un hecho que no está comprobado, se le pudo dar a entender por revelación que la enconada lucha que se libraba había sido desencadenada por la impenitencia de los soldados cristianos. Bertoldo hizo entonces solemne promesa de consagrarse a la vida religiosa, dedicándola a la Virgen María, si salían sanos y salvos. Obtuvieron el triunfo y emitió los votos.
La cuestión es que pudo llegar a Monte Carmelo, y seducido por la vida eremítica se estableció allí junto a un nutrido grupo de compañeros configurando en 1154 una comunidad cenobítica. Gozaban del favor eclesiástico ya que en 1141 el patriarca de Jerusalén había reformado las órdenes monásticas. Era un momento propicio para ellas. Abrió una veda fértil que dio incontables vocaciones. La capilla que erigieron en las proximidades de la «fuente de Elías», poblada por anacoretas, fue dedicada inicialmente a Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Su presencia revitalizó el espíritu de oración, meditación y ayuno característico de los primeros integrantes de la orden carmelita que tenían su origen en el profeta Elías. Por esa razón, también se le ha considerado «restaurador» de la misma. El grupo tomó el nombre de Hermanos de Santa María del Monte Carmelo. Siendo Aimerico patriarca de Antioquia visitó el lugar. Iba como legado ad latere de la Santa Sede para Tierra Santa, y designó a Bertoldo de Malefaida primer prior general de los carmelitas. Éste impulsó la creación y reconstrucción de monasterios. De hecho, se le atribuye la expansión de la Orden por otros rincones de Palestina, que luego se extendería por Europa. Es lo que se desprende de la información que Pedro Emiliano proporcionó al monarca Eduardo I de Inglaterra en una carta que le remitió en 1281.
Dios pudo querer consolar el afligido corazón de Bertoldo por las feroces luchas que no tenían tregua y que iban diezmando la comunidad. Le permitió ver cómo entraban en la gloria escoltados por ángeles un importante número de hermanos que habían derramado su sangre en defensa de la fe cristiana sucumbiendo a manos de los sarracenos. De este favor dio cuenta el historiador de la Orden, Paleonidoro.
Bertoldo murió el 29 de marzo de 1195. Durante cuarenta y cinco años había dirigido sabiamente a las comunidades manteniendo vivo el amor a la Virgen. Y las huellas del carisma carmelitano se hallaban presentes en las obras que habían emprendido: monasterios en Acre, Tiro y el de Beaulieu en Líbano, una capilla en Sarepta, un hospicio en Jerusalén, etc., además de haber sembrado de comunidades el entorno del Jordán.
Tras el deceso de Bertoldo, Alberto, patriarca de Jerusalén, entregó la regla a sus seguidores basada en la contemplación, la meditación sobre las Sagradas Escrituras y el trabajo. Tomando el testigo, Brocardo sustituyó al beato como segundo prior general. Era uno de los carmelitas que había sido formado por aquél gozando de su confianza.
El culto dedicado a Bertoldo se fijó en 1564 por el capítulo general de la Orden. Y tras el periodo comprendido entre 1585, fecha en la que su nombre se extrajo del breviario que había sido reformado, en 1609 volvió a consignarse en él.
En ellas encuentran matices estimadísimos de sus fundadores y fundadoras sin los cuales sus vidas podrían haber tenido otro sentido. Y también de los primeros miembros que les precedieron en el itinerario espiritual abrazándose al específico carisma que los aglutinó.
Cuando se trata de instituciones tan vetustas como la del Carmelo, no es fácil reconstruir los hechos identificando los pilares que sostuvieron su primera andadura. Y sin embargo, siempre hay alguna pista que merece la pena rastrear, indicios que esta insigne orden primitiva, que tanta gloria viene dando a la Iglesia, consigna en sus anales puntualizando aspectos que han de tenerse en cuenta. El beato Bertoldo, cuya vida aparece envuelta en cierta neblina, fue uno de los artífices de la misma.
Se sabe que era francés, que pudo venir al mundo en el seno de una noble familia, y que su existencia discurrió a lo largo del siglo XII, ya que habría nacido a finales del siglo XI. Mientras que algunos le han atribuido la fundación de la orden carmelita, la voz autorizada de estos religiosos solo reconocen en él a su primer maestro general. Cuando Bertoldo –de nombre de pila Bartolomé– llegó a Monte Carmelo, los primeros integrantes hacía un tiempo que gozaban de la vida eremítica.
Un flujo incesante de cruzados dispuestos a dar su vida para defender la fe fue una de las características de la época. Muchos jóvenes aguerridos se sumaban a la contienda con este único fin. Era un alto honor que no quisieron eludir. Bertoldo, que se había formado teológicamente en la universidad de París y había sido ordenado sacerdote, se sintió llamado a empuñar las armas contra los infieles. Jerusalén era el objetivo.
Allí se dirigía junto a su tío Aimerico, luego primer patriarca de Antioquia, cuando esta ciudad fue tomada por aquéllos. Posiblemente en el fragor de la batalla, es un hecho que no está comprobado, se le pudo dar a entender por revelación que la enconada lucha que se libraba había sido desencadenada por la impenitencia de los soldados cristianos. Bertoldo hizo entonces solemne promesa de consagrarse a la vida religiosa, dedicándola a la Virgen María, si salían sanos y salvos. Obtuvieron el triunfo y emitió los votos.
La cuestión es que pudo llegar a Monte Carmelo, y seducido por la vida eremítica se estableció allí junto a un nutrido grupo de compañeros configurando en 1154 una comunidad cenobítica. Gozaban del favor eclesiástico ya que en 1141 el patriarca de Jerusalén había reformado las órdenes monásticas. Era un momento propicio para ellas. Abrió una veda fértil que dio incontables vocaciones. La capilla que erigieron en las proximidades de la «fuente de Elías», poblada por anacoretas, fue dedicada inicialmente a Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Su presencia revitalizó el espíritu de oración, meditación y ayuno característico de los primeros integrantes de la orden carmelita que tenían su origen en el profeta Elías. Por esa razón, también se le ha considerado «restaurador» de la misma. El grupo tomó el nombre de Hermanos de Santa María del Monte Carmelo. Siendo Aimerico patriarca de Antioquia visitó el lugar. Iba como legado ad latere de la Santa Sede para Tierra Santa, y designó a Bertoldo de Malefaida primer prior general de los carmelitas. Éste impulsó la creación y reconstrucción de monasterios. De hecho, se le atribuye la expansión de la Orden por otros rincones de Palestina, que luego se extendería por Europa. Es lo que se desprende de la información que Pedro Emiliano proporcionó al monarca Eduardo I de Inglaterra en una carta que le remitió en 1281.
Dios pudo querer consolar el afligido corazón de Bertoldo por las feroces luchas que no tenían tregua y que iban diezmando la comunidad. Le permitió ver cómo entraban en la gloria escoltados por ángeles un importante número de hermanos que habían derramado su sangre en defensa de la fe cristiana sucumbiendo a manos de los sarracenos. De este favor dio cuenta el historiador de la Orden, Paleonidoro.
Bertoldo murió el 29 de marzo de 1195. Durante cuarenta y cinco años había dirigido sabiamente a las comunidades manteniendo vivo el amor a la Virgen. Y las huellas del carisma carmelitano se hallaban presentes en las obras que habían emprendido: monasterios en Acre, Tiro y el de Beaulieu en Líbano, una capilla en Sarepta, un hospicio en Jerusalén, etc., además de haber sembrado de comunidades el entorno del Jordán.
Tras el deceso de Bertoldo, Alberto, patriarca de Jerusalén, entregó la regla a sus seguidores basada en la contemplación, la meditación sobre las Sagradas Escrituras y el trabajo. Tomando el testigo, Brocardo sustituyó al beato como segundo prior general. Era uno de los carmelitas que había sido formado por aquél gozando de su confianza.
El culto dedicado a Bertoldo se fijó en 1564 por el capítulo general de la Orden. Y tras el periodo comprendido entre 1585, fecha en la que su nombre se extrajo del breviario que había sido reformado, en 1609 volvió a consignarse en él.
sábado, 28 de marzo de 2015
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