jueves, 26 de marzo de 2015

San Braulio de Zaragoza –Obispo

Hay en Zaragoza un santuario donde no se puede entrar sin sentir la más profunda emoción. Es la cripta de Santa Engracia, alcázar de mártires y archivo de recuerdos heroicos. Allí existía, a principios del siglo VII, una de las escuelas más ilustres de la España visigoda. El maestro era el abad Juan, luego obispo de Zaragoza (619-631), «hombre sabiamente sencillo y simplemente sabio, tan insigne en todas las disciplinas, que la misma Grecia debía inclinarse ante su saber». Así dice Eugenio de Toledo, uno de sus discípulos. Otra lumbrera de aquellas aulas fue el propio hermano del maestro, Braulio, noble y hermosa figura, una de las más sugestivas de la España visigoda.

Bajo la dirección de Juan, «el monje pío de corazón, plácido de rostro, bondadoso de alma y rico de doctrina», según rezaba su epitafio, Braulio aprendió las artes liberales, la Sagrada Escritura y la ciencia eclesiástica. Al lado de los Santos Padres, en aquella escuela se estudiaban también los autores clásicos. Braulio mostrará en sus escritos cierto desdén por la literatura antigua, llamándola vana palabrería, frivolidad halagadora de la inquietud humana, humo impalpable y viento de ostentación. Como escritor, su ideal es conseguir «la gravedad modesta y pomposa de la verdad».. . «He alcanzado—dice—el conocimiento de las profanas disciplinas, pero quiero hacerme comprender de los hombres de mi tiempo, y huyo de introducir la confusión en los campamentos de Israel con la lengua de Jericó.»

No obstante, hablando con los sabios, se complace en sacar a relucir sus vastos conocimientos de la bella literatura. A un amigo con quien sostuvo un torneo literario, que estuvo a punto de agriar la amistad, le escribía: «Si quisiera, podría replicar en tu mismo estilo, porque también yo aprendí las letras, como dice Horacio, y tuve que sustraer con frecuencia la palma al azote de la férula. También de mí se podría decir lo del poeta; «Huye lejos, que lleva hierba en el cuerno»; o el verso virgiliano: «No creáis que mi diestra es frágil para esgrimir las armas; también brota sangre de las heridas de mis dardos.» Pero soy un siervo del amor y no quiero perder el tuyo. No quiero poner en mis palabras burlas desagradables, íegún el consejo de Nasón, ni hacer alarde de una facundia canina, como diría Appio.»

Pero había entonces en España otra escuela más famosa que la de Santa Engracia: era la de Sevilla, donde enseñaba San Isidoro, el hombre más sabio que había entonces en la cristiandad. Braulio se presentó allí como un discípulo, pero bien pronto llegó a ser el amigo íntimo del maestro, el heredero de su espíritu. Una amistad profunda unió desde entonces a aquellos dos grandes hombres, tan grandes por su corazón como por su inteligencia. Aún la sentimos palpitar en el íntimo y delicioso abandono de sus cartas. «Ya que no puedo gozar de ti con los ojos—decía el sevillano al de Zaragoza—, quiero al menos tener la dicha de hablar contigo; y sea mi consuelo posible saber que está bueno aquel á quien desearía ver. Mejor sería lo uno y lo otro; pero me resignaré a verte únicamente con la imaginación.» Otra vez le decía: «Cuando recibas algún escrito de tu amigo, abrázale como si fuese el amigo mismo, pues éste es el único consuelo entre los ausentes. Te envío un anillo, prenda de mi afecto, y un manto que sirva como para proteger nuestra amistad. Tú no te olvides de rezar por mí. Que el Señor te inspire algún medio para que yo pueda verte y vuelva a alesrar otra vez a quien llenaste de tristeza con tu partida. Adiós, amadísimo señor mío y carísimo hijo.»

Braulio, para quien su maestro «era la columna de la Iglesia, el mejor de los hombres, y una luz esplendorosa que nunca se había de acabar», se aprovechaba de aquella confianza para alentar a Isidoro en sus empresas literarias. «¿Cómo así—le escribía—tardas tanto en distribuir esos talentos, que no son tuyos, sino de Dios y de todos sus servidores? Extiende ya la mano, compadécete de las muchedumbres, para que la necesidad no les haga perecer de hambre.» Gracias a estas importunaciones, nació la obra de las Etimologías, la que más leyó la Edad Media. Poco antes de morir, Isidoro se la envió a su amigo para que la ordenase, la corrigiese y le diese su forma definitiva.

Los dos amigos se vieron por última vez en el cuarto concilio de Toledo (633). Braulio era ya obispo de Zaragoza. Había sucedido a su hermano en el gobierno de la diócesis y en la dirección de la escuela. Tres años más tarde volvía a Toledo para celebrar una nueva asamblea. Isidoro ya no estaba allí; había muerto unos meses antes, pero Braulio es el representante de su enseñanza y de su espíritu. Así lo reconoce todo el episcopado. Sobreviene entonces un accidente desagradable. El Papa Honorio, descontento por la suavidad con que se lleva en España la lucha antisemita, escriba una carta llena de durezas e impaciencias. Los obispos españoles reciben en ella el calificativo de perros mudos que no saben ladrar. La humillación era grande, profunda la pena. Además, no había motivo para amonestación tan severa. Ninguna Iglesia de la cristiandad obraba entonces tan sabiamente, con tanto respeto a la disciplina cañonea, como la Iglesia española. Era preciso sincerarse, y los obispos, reunidos en la ciudad regia (638), encomendaron esta difícil tarea al obispo de Zaragoza. Nada tan noble, tan digno, tan respetuoso y tan valiente como la exposición que Braulio envió a Roma con este motivo. Sin olvidar un instante, según su expresión, «aquella caridad que es el don principal que de Dios nos viene», sin faltar a la «veneración que se debe a la sede apostólica y a la santidad y honor del pontífice»; reconociendo expresamente «que la piedra de Pedro ha sido fundada con la estabilidad misma de nuestro Señor Jesucristo», defiende con energía el honor de aquel episcopado, en que brillaban hermosas figuras aureoladas de ciencia y de virtud. «No—exclama—, jamás se podrá decir de nosotros que hayamos sido envueltos por tan grande tibieza, o que, rebeldes a la instigación de la celeste gracia y a la luz de su régimen adorable, hayamos olvidado nuestro deber.» Expone el programa de suavidad y persuasión que les ha parecido seguir en la cuestión de los judíos, mucho más conforme al espíritu evangélico que la coacción y la violencia, «pues ningún daño puede haber en acrecentar con la dilación la victoria, y no hay fuerza para doblegar los espíritus como el fuego del amor y los maternales cariños de la religión cristiana».

Es la santa libertad de una vida inmaculada lo que nos refleja este documento famoso, y al mismo tiempo la majestad serena de una vejez gloriosa y universalmente respetada. De toda España los ojos se volvían hacia el eximio continuador de la tradición isidoriana. Llovían consultas y peticiones, se acumulaban los cuidados y los compromisos, y el buen obispo, molestado por achaques prematuros, casi ciego de tanto leer manuscritos de letra enrevesada, sufría valientemente las consecuencias de su autoridad indiscutible. Gobernaba su diócesis con sabiduría, seguía dirigiendo la escuela zaragozana, corregía los manuscritos de la biblioteca real, intervenía en la vida religiosa y política de su tiempo, influía en la corte para hacer triunfar el principio de la sucesión hereditaria a la corona, escribía su Vida de San Miltán, componía bellos himnos que no tardaron en incorporarse a la liturgia mozárabe, y mantenía una correspondencia, según él mismo dice, abrumadora, que aunque sólo fragmentariamente conservada, es una de las más interesantes que hoy tenemos de aquel siglo.

De todas partes acuden a su saber y a su prudencia. Le escriben los reyes, los obispos, los condes y los abades. Se solicita su intervención en materias de interés nacional, se le piden libros o reliquias y se le encomiendan trabajos literarios. Discute y resuelve toda suerte de cuestiones canónicas. litúrgicas, escriturísticas y gramaticales; charla íntimamente con sus amigos, les cuenta las penas que le embargan, y llora sobre los despojos que la muerte va dejando en su camino. «Confiésete, señora mía—escribe a la abadesa Pomponia—, que cuantas veces quise escribirte sobre el tránsito de nuestra hermana, de santa memoria, otras tantas me he visto impedido por la amargura que entorpecía mi alma, y embotaba mis sentidos, y paralizaba mi lengua, y llevaba el luto hasta lo más profundo de mi espíritu. ¡ Oh, qué mísera es esta nuestra vida, esta vida que debiéramos llorar con amargura, no abrazar con alegría, odiar, no apetecer! Los bienes pasan ligeros, los males se encadenan unos a otros, y nosotros nos deslizamos también en ese incesante fluir de las cosas. Y, sin embargo, estamos locos, las apariencias embriagan nuestro espíritu y nos juzgamos inconmovibles. El tiempo huye insensiblemente, la muerte se acerca sigilosa, y nuestra ciega esperanza no ve más que las alegrías de la vida. ¡Felices aquellos cuya alegría es Dios, y cuyo gozo reposa en la futura bienaventuranza!»

Estas expresiones estaban inspiradas por un dolor sincero, pero no procedían de un pesimismo enervante y desmoralizador. En sus últimos días, Braulio seguía trabajando con el ardor de su juventud, «y ennobleciendo—según expresión de un contemporáneo suyo—a la ciudad de Zaragoza, cada vez más floreciente por su altísima predicación, más abundante en el estudio de la divina ley, y mejor castillada con los baluartes de una santa predicación». Una de las últimas cartas que recibió fue aquella en que Fructuoso le escribió desde las rías gallegas: «Yo alabo sin cesar al Señor, Rey y Creador nuestro, porque al acercarse el fin de los tiempos, nos ha dado un pontífice como vos, que por vuestra vida y nuestra enseñanza camináis en pos de los Apóstoles, con los cuales habéis de recibir la gloria inefable de la patria, ya que imitáis, viviendo en este mundo, su conducta inmaculada.»

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