sábado, 22 de noviembre de 2014

Santa Cecilia de Roma

Tenemos delante una casa patricia de la Roma imperial. Yergue su arrogancia en un ángulo del campo de Marte, no lejos del mausoleo de Augusto y tan cerca del Estadio, que en los grandes días se distinguen con claridad los gritos de la multitud aclamando a sus favoritos. Por una ventana—así aparece en un cuadro de Pinturichio—se ve el Tíber, que arrastra sus aguas cenagosas entre praderas verdes y colinas onduladas. Detrás, sobre un altozano, se alza la fachada del Panteón, y a mano derecha, contenido por una verja de hierro, avanza un ángulo del jardín. Hay un pórtico sostenido por capiteles corintios, y en el interior un patio alegre, rodeado de elegante peristilo y poblado de estatuas, figuras de dioses y de héroes, de ilustres mujeres y de generales famosos, pertenecientes a la «gens» nobilísima de los Cecilios: Quinto Cecilio, el vencedor de Yugurta; Cecilio Metelo, famoso en las guerras de España; Cecilia Tanaquil, reina de Roma en tiempo de los Tarquines; Cecilia Cornelia, mujer del gran Pompeyo, famosa por su afición a las letras y sus condiciones musicales.

Pero los mármoles rodaron y las viejas glorias yacen en el olvido. Aquel palacio aristocrático de la Roma de los Antoninos, en la Roma moderna es la iglesia de Nuestra Señora del Divino Amor. Un amor grande y limpio como un sol de primavera ardió allí en los últimos años del siglo II, y hoy no queda más que un nombre: el nombre de Cecilia. Ella es el espejo de la mujer de la nueva Roma restaurada por Cristo, la flor de la juventud femenina, como decían los jóvenes romanos; la abeja industriosa de los panales del Señor, como la llama el Pontífice Urbano. Una abeja golosa de flores de virtudes, que atesora sus mieles en amable silencio. No se envanece de su esclarecida alcurnia; no hace caso de la pompa que la rodea; no hace ostentación de su juventud y hermosura; no mira con ceno a la servidumbre; no manda azotar a los esclavos; no hiere a las esclavas con el punzón de escribir; al contrario, trajina entre ellas, sonriente en todas las tareas de la casa, y luego se encierra en su habitación, una habitación sencilla y alegre, donde no hay Dianas ni Cupidos, ni estuches de cremas y pinceles; pero sí flores y un cofre de plata, donde se guarda el santo Evangelio, aquel Evangelio que la joven lee todos los días y que esconde amorosamente junto a su corazón.

Pero cierto día el palacio de los Cecilios se viste de fiesta. Esclavos y esclavas entran y salen llevando joyas brillantes, telas preciosas y castillos de flores. Es una fiesta nupcial lo que se prepara. Pero va a ser una extraña fiesta: las danzas de rúbrica, un convite íntimo y un ceremonial incompleto. La desposada es la misma Cecilia. Una noche, en la reunión de las catacumbas, el Pontífice ha puesto sobre su cabeza el velo de las vírgenes; es la esposa de Cristo, pero no ha podido vencer la voluntad de su padre; y ahora se pone confiada en las manos del Señor. En la ceremonia se prescinde de los sacerdotes paganos y del sacrificio de la oveja negra que se hacía a Pilumno, la deidad protectora del matrimonio.

Más he aquí que avanza el cortejo. Van delante un niño adornado de verbenas y una niña coronada de rosas. Siguen otras doce niñas vestidas de blanco, con rosas en el pecho y en la frente, y, a guisa de diadema, una cinta amarilla. Entran de dos en dos, describiendo ligeros ritmos de danza, y tras ellas vienen cuatro adolescentes que acaban de vestir la toga pretexta. Cecilia lleva el vestido que manda el ritual: una túnica blanca de lana, con su ceñidor también blanco, y encima un manto de color de fuego, símbolos graciosos de la pureza y del amor. Sobre el manto caen los cabellos, repartidos en seis trenzas, como la cabellera de las vestales. Su esposo, Valeriano, uno de los jóvenes más ilustres de Roma, la lleva de la mano, y los dos se detienen junto al busto de Pilumno. Los jóvenes cantan, las niñas ejecutan sus danzas inocentes; se verifica la ofrenda de la leche y el vino, que a la desposada la hace volver la cabeza con repugnancia; se rompe la torta, símbolo de la unión, y la mano de Cecilia es colocada sobre la diestra de Valeriano.

Algunas horas después, cuando empezaba a brillar el lucero de la tarde, la nueva esposa fue llevada a la morada del esposo. La casa de Valeriano estaba al otro lado del Tíber, donde hoy se alza la iglesia de Santa Cecilia. Las antorchas nupciales preceden al cortejo, aumentando aquí y allá con grupos de chiquillos y curiosos, que gritan celebrando las gracias de la desposada. Cecilia sonríe suavemente a las gratulaciones, pero una angustia infinita le acongoja el corazón. Pasan el puente Sublicio, y a los pocos pasos apareció la casa de Valeriano. En el pórtico, adornado de blancas colgaduras y guirnaldas de hiedra, aguardaba el esposo en el colmo de su felicidad. Cambiaron el saludo tradicional:

—¿Quién eres tú?—preguntó él. Y ella respondió: —Donde tú Cayo, yo Caya.

La alusión tenía ahora un sentido más íntimo, pues esa Caya del rito matrimonial no era otra que Caya Cecilia Tanaquil, la ascendiente real de los Cecilios.

Cecilia atraviesa el umbral. Una esclava se adelanta, presentándole en un cáliz de plata el agua, que figura la limpieza; otra le entrega una llave, símbolo de la administración interior que se le confía; y otra, finalmente, le ofrece un puñado de lana, para recordarle las tareas propias del hogar.

Y pasan al triclinio, donde se va a servir el banquete nupcial. Brillan deslumbradores los candelabros, los lirios de Aecio y Tívoli derraman sus perfumes, caen el chipre y el falerno en las copas de oro, escanciados por jóvenes efebos; resuena la melodía de las arpas y los címbalos, y los comensales aplauden al poeta cuando se levanta para cantar en un epitalamio decadente las venturas de aquella unión. Entre tanto, Cecilia parece como enajenada; sus ojos miran una cosa lejana, que a Valeriano le llena de inquietud; su corazón está suspenso de una música ultraterrena. Entre los acordes de las orquestas, dicen las viejas actas, entre el ritmo de las cítaras y los órganos, Cecilia cantaba también, repitiendo sin cesar la estrofa del salmista: «Que mi corazón y mi carne permanezcan puros, oh Señor, y que no me vea confundida en tu presencia.» La cristiandad ha recogido emocionada estas palabras de la virgen, y para honrar aquel sublime concierto interior la ha proclamado reina y patrona de la armonía.

Cecilia iba a dar el último paso hacia el peligro. Dos matronas guiaron sus pasos temblorosos hacia la cámara nupcial. Arden los candelabros, brillan los tapices y las joyas. Valeriano llega unos instantes después. Se acerca a su esposa con el rostro radiante de dicha; pero ella le detiene con estas palabras:

—Joven y dulce amigo, tengo un secreto que confiarle; júrame que lo sabrás respetar.

Valeriano lo jura sin dificultad, y la virgen añade:

—Mira: Cecilia es tu hermana, es la esposa de Cristo. Hay un ángel que me defiende, y que cortaría en un instante la flor lozana de tu juventud si intentases cualquier violencia contra mí.

El joven palidece, se irrita, grita en el paroxismo de la desesperación; pero poco a poco la gracia le domina, y con la gracia, la dulzura infinita de Cecilia.

—Cecilia—dice al fin—, hazme ver ese ángel si quieres que crea en tus palabras.

—Para ver ese ángel de Dios se necesita antes creer, hacerse discípulo de Cristo, bautizarse. Así se lo dice Cecilia a su esposo.

—Pues bien—responde él—; ahora mismo, esta misma noche; mañana será tarde.

Y con el ímpetu de la juventud y la sierpe de la duda en el alma, deja en la habitación a su esposa y camina envuelto en el silencio de la noche en busca del Pontífice Urbano. Poco a poco, una fuerza desconocida va dominando su alma. Su corazón se aquieta y su inteligencia empieza a comprender.

Unas horas más tarde volvía vestido de la túnica blanca de los neófitos. Prosternada en tierra, Cecilia parecía absorta en la oración; una luz deslumbrante la rodeaba y un ángel de inefable belleza flotaba sobre ella, sosteniendo dos coronas de rosas y de lirios, con que adornó las sienes de los dos esposos. A la conversión de Valeriano siguió la de su hermano Tiburcio, y poco después los dos esposos daban su sangre por la fe que acababan de abrazar.

Reinaba entonces en Roma el emperador filósofo Marco Aurelio, hombre honrado, corazón bueno, hasta la debilidad, alma compasiva, que se rebelaba contra los juegos sangrientos del anfiteatro; sólo fue cruel tratándose de los cristianos. Los diecinueve años de su reinado fueron los más difíciles que atravesó la Iglesia. En su persecución sufrieron Tiburcio y Valeriano, y algo después de ellos la virgen Cecilia. Llevada a presencia del juez, Cecilia manifestó toda la grandeza de una descendiente de los Metelos y toda la dulzura de una discípula de Cristo.

—¿Cuál es tu nombre?—la preguntó el prefecto Almaquio.

— Cecilia—respondió ella.

—¿Cuál es tu condición?

—Libre, noble, clarísima.

—Te pregunto por tu religión.

—Pues tu pregunta no era un modelo de claridad.

—Hablas con demasiada libertad.

—Es la serenidad de una conciencia pura y una fe sin mancha.

—¿Ignoras el poder que tengo?

—El que lo ignora eres tú. ¿Quieres escucharme? Habla.

—El poder del hombre es semejante al de un pellejo lleno de viento; basta pincharle con una aguja para reducirle a la nada.

—Has empezado injuriando, y continúas en el mismo tono.

El interrogatorio se desarrolla con este aire digno, altivo y hasta agresivo. Al fin, Almaquio pone a la acusada en la alternativa de sacrificar a los dioses o negar que es cristiana.

—¡Qué humillante situación para un magistrado!—responde ella—. Quiere que reniegue de un hombre que es el testimonio de mi inocencia y me haga culpable de una mentira. Si quieres condenarme, ¿por qué me exhortas a negar el delito? Si tu intención es absolver, ¿por qué no te molestas un poco para enterarte del supuesto crimen?

Cecilia fue condenada a morir; pero por consideración a su rango, por respeto a su juventud, y acaso por evitar una emoción demasiado viva entre la aristocracia romana, el juez mandó que la encerrasen en la sala de baño de su palacio, a fin de que aspirase la muerte, asfixiada por el ardor violento y continuo del hipocausto. Pero como después de un día y una noche Cecilia respiraba todavía, fue imposible prescindir de la intervención del verdugo. Viole entrar con alegría y presentó su cabeza virginal. El líctor blandió la espada y la dejó caer tres veces, pero con tan mala suerte, que quedó envuelta en su propia sangre luchando con la muerte. Tres días después iba a recibir el galardón de su heroísmo.

Los cristianos recogieron el cuerpo de la mártir y respetuosamente le encerraron en un arca de ciprés, sin cambiar la actitud que tenía en el momento de escapársele la vida. Así se encontró catorce siglos más tarde, en 1599. «Yo vi el arca, que se encerró en el sarcófago de mármol —dice el cardenal Baronio—, y dentro el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños empapados en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro, a pesar de los destrozos que el tiempo había hecho en él. Podía verse, con admiración, que este cuerpo no estaba extendido como los de los muertos en sus tumbas. Estaba la castísima virgen recostada sobre el lado derecho, unidas sus rodillas con modestia, ofreciendo el aspecto de alguien que duerme, e inspirando tal respeto, que nadie se atrevió a levantar la túnica que cubría el cuerpo virginal. Sus brazos estaban extendidos en la dirección del cuerpo, y el rostro un poco inclinado hacia la tierra, como si quisiese guardar el secreto del último suspiro. Sentíamonos todos poseídos de una veneración inefable, y nos parecía romo si el Esposo vigilase el sueño de su esposa, repitiendo las palabras del cántico: «No despertéis a la amada hasta que ella quiera.»

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