viernes, 14 de febrero de 2014

San Auxencio de Bitinia

Segura de los bárbaros, por su posición estratégica, Bizancio se divertía. Los verdes y los azules poníanla frenética en el circo; en la calle aplaudía al paso del emperador, que sonreía desde su carro de oro; en las basílicas vitoreaban a los dogmatizadores, tentados siempre por el señuelo de la novedad. De cuando en cuando, la ciudad se conmovía ante la visita de algún gran personaje, un embajador de la Persia o de la India, un prelado ilustre de Occidente o un anacoreta famoso por sus penitencias. Así habían venido, de Egipto, el terrible Schnoudi, gran organizador de cenobitas, y, de Palestina, el dulce Sabas, maestro de las lauras del Jordán. Así llegó también, en 452, el sirio Auxencio.

Seiscientos obispos reunidos en Calcedonia, al otro lado del Bosforo, acababan de condenar la herejía monofisita. Si el nestorianismo había sido la religión de las gentes mundanas, incapaces de elevarse por encima de un ideal mediocre y rastrero, el monofisismo parecía más a propósito para seducir la imaginación exaltada de los solitarios. Hombres que luchaban por destruir en sí mismos la naturaleza, movidos por una especie de orgullo espiritual, debían acoger con agrado la doctrina de un Cristo que apenas tenía nada de humano. Un archimandrita austero, Eutiques, había sido el padre de la herejía, y los monasterios sus principales alcázares. Vióse a un abad seguido de una falange armada de verdaderos bandidos, que no tenían de monjes más que el hábito, dar caza á los nestorianos en los campos del Asia Menor, saqueando iglesias y quemando monasterios que no le parecían ortodoxos.

Allí, a unas leguas de Calcedonia, donde se habían reunido los Padres, en las alturas del monte Oxia, había un penitente famoso, vestido de pieles, arruinado por la austeridad, espiritualizado por la oración y entregado a la terrible tarea de abandonar su cuerpo por atender sólo a su espíritu. Las gentes visitaban su ergástulo y le pedían prodigios y oraciones. Las dos cosas las concedía él largamente, y su nombre se iba haciendo popular por toda aquella tierra. «Pero, ¿a qué partido favorecía el hombre de Dios?—empezaban a preguntarse los maliciosos—. ¿Está con Eutiques, el que niega las dos naturalezas, o con Nestorio, el que distingue dos Personas, o con los Padres del concilio calcedonense, que admiten dos naturalezas en una Persona?» Hubo quienes quisieron saberlo de su boca, pero él respondía discretamente que a un monje no le compete enseñar, sino ser enseñado. Y sucedió que una tarde su choza apareció rodeada de clérigos y soldados. Llamaron, golpearon la puerta, gritaron furiosos, sin lograr romper el silencio del solitario.

Al fin, llegada la mañana, se asomó al ventanillo y preguntó:

—Padres y hermanos, ¿cuál es mi crimen, para que vengáis en mi busca de este modo?

—No es ningún crimen lo que aquí nos trae—dijeron ellos—, sino que como se acaba de levantar ahora una tempestad grande, quieren saber allá lo que tú piensas acerca de esas cosas.

—Pues escuchad mi fe—añadió Auxencio—: Confieso que el Verbo tomó carne sin obra de varón; le adoro como Hijo unigénito del Padre y coeterno con Él, y creo que apareció en la tierra con nuestra humanidad... Ahora dejadme tranquilo, para que le sirva en el ayuno y el olvido.

Dichas estas palabras, levantó las manos al cielo, y en esta actitud oró largo rato. Entre tanto, los gritos y los golpes continuaban, hasta que el anacoreta, viendo, que era imposible toda resistencia, se entregó, ayudando él mismo a desclavar la puerta, que no se había abierto en diez años. En diez años Auxencio no había visto el cielo más que por el estrecho ventanillo de su celda, y apenas había hablado con los hombres. Ahora apenas sabía andar. Su cuerpo estaba deshecho; sus carnes, medio podridas; sus vestidos, desgarrados; revuelta y sucia su cabellera, inmunda y descompuesta la barba. Fue preciso cogerle en hombros y llevarle así al carro que estaba destinado para trasladarle a la ciudad imperial.

En la corte, las gentes le juzgaron de diversas maneras. Unos se llenaban de admiración al ver aquel cuerpo que apenas conservaba un rastro de figura humana. Auxencio se conducía con esa libertad de los hombres que han estado mucho tiempo apartados del trato con sus semejantes. Esto daba a su aspecto algo de teatral. Se le veía rezar en actitudes extrañas, despreciar toda comodidad y regalo, recoger los gusanos blancos que se escapaban de sus carnes purulentas, para colocarlos de nuevo en los hoyos abiertos por las úlceras. «Eres un comediante», le decían muchos; a lo cual contestaba él: «Sí, soy un cómico de Cristo, un siervo de Dios, que cree en la santa e inmaculada Trinidad y confiesa a la Madre de Dios inmaculada.» Otros, en cambio, se acercaban a él para besar sus llagas, pedirle consejos, arrancarle como reliquias preciosas los guiñapos del vestido o recoger los pedazos que se desprendían de su cuerpo. A uno que le quitó una uña del pie, le contestó: «¿Te has creído que no soy un hombre, y que no he sentido el dolor que me has hecho?»

En realidad, Auxencio era un alma profundamente evangélica. A los veinte años se le había visto en Constantinopla dando ya los más altos ejemplos de virtud. Era sargento de la guardia imperial, pero no hubiera sido capaz de herir a nadie. Si veía algún preso, se aprovechaba de sus miembros hercúleos y su talla gigante para darle libertad; si veía algún pobre, no le daba solamente la clámide, sino también las calzas y la camisa; si oía a un orfebre que se quejaba de no tener trabajo, iba a su taller y dejaba en él la buena suerte con su presencia. Estas cosas las recordaban ahora los admiradores del anacoreta, pregonándolas en las calles y en los pórticos de las iglesias.

No obstante, hombres como éste tienen peligro de pasar por soberbios, herejes o endemoniados. Y así le sucedió al solitario de Oxia. Tuviéronle encerrado en un monasterio, sin comunicación con sus devotos, hasta que un día el emperador Marciano se acordó de él y quiso verle.

—Ya sé que eres siervo de Dios—le dijo—; pero, dada tu autoridad, es preciso que hagas una declaración de ortodoxia.

—Pero, ¿es que no soy yo un perro muerto—respondió el monje—, para que me queráis comparar con los prelados de la Iglesia?

Y diciendo estas palabras, su voz temblaba, su cuerpo se estremecía como si hubiera sido anatematizado por los seiscientos Padres de Calcedonia, y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. A él, que le mandasen ayunar una semana entera, rezar un día y una noche, sufrir el martirio de la sed y del sueño con increíble constancia, vivir en pie durante una cuaresma; pero que no le obligasen a intervenir en aquellas cuestiones de teología sutil, cuya discusión imprudente había extraviado a muchos espíritus demasiado pagados de sí mismos. Fue inútil que alegase su ignorancia; el emperador insistió, y Auxencio tuvo que repetir la confesión de fe que había hecho antes de salir de su encierro.

—Apruebo—dijo—la doctrina de los seiscientos Padres, pero con tal de que en ella no haya nada contra la de los trescientos dieciocho de Nicea, ni contra la perfecta economía de la encarnación de Cristo o los privilegios de la Theotócos.

Contento con esta declaración, el emperador bajó de su trono, se acercó al hombre de Dios y le besó en la cabeza. Por orden suya le llevaron de nuevo a su reclusión; pero, más cansado ahora del trato con los hombres, buscó otra montaña más escondida y silenciosa, donde siguió su vida de oración y mortificación, hasta que, desmoronado su cuerpo, apagóse la lámpara de su vida.

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